La eternidad de los fantasmas

Reseña de Como si existiese el perdón, de Mariana Travacio (Buenos Aires, 2016, Editorial Metalúcida)

“Allí, donde vivíamos, venía el viento norte. Era un viento de calor que nos cercaba despacio hasta instalarse como un perro hambriento. Cuando nos tenía rodeados, dormíamos unas siestas interminables. Nos despertábamos cuando el sol se iba y el cielo quedaba con un resplandor que seguía levantando el olor de la tierra seca”. Así comienza la sorprendente primera novela de Mariana Travacio (licenciada en Psicología, autora de premiados cuentos, nacida en la ciudad de Rosario en 1967). El texto distingue siempre entre la tierra seca, el habitat natural de muchos de sus protagonistas, y las tierras de agua, donde viven los adversarios, a los que tarde o temprano deberán enfrentar. En esos últimos campos, había “lluvias que hacían crecer los pastos y las hierbas”; además “llueve y la tierra queda agarrada al suelo” porque “no hay viento que la levante”.
Y así escribe la autora en las penúltimas líneas de este soberbio relato: “A veces me gusta decirle: sin cáscara de limón hoy, Luisa. A veces le pido que no apague la luz. Que la dejemos encendida nomás. A veces salimos a caminar: hay días mejores que otros”.
He referido frases del inicio y del final y, sin embargo, queda todo por descubrir. O mejor decir que queda todo por leer, siempre con creciente interés e intriga, aunque lo que sucede se desarrolle sin premura, como el correr de las horas del día o las estaciones del año. En efecto, se trata de una obra de inaudita originalidad por su mesura y su contenida violencia, por la exactitud de su prosa y por la lejanía de todo barroquismo. No faltan ni sobran palabras. Algo inusual y deslumbrante para un lector.
Un epígrafe de Jacques Derrida sobre la eternidad de los fantasmas abre el libro, el deconstructivista filósofo francés que escribió que después del fin de la historia, “el espíritu viene como (re) aparecido, figura a la vez como un muerto que regresa y como un fantasma cuyo esperado retorno se repite una y otra vez”.
Loprete debía ser vengado por sus muchos hermanos, algunos locos, todos sanguinarios. Manoel sigue en cambio a su jefe y escapa, aunque sueña su venganza y quiere regresar para cumplir el deseo de que la trágica muerte de sus padres no haya sido un accidente en vano. El Tano no da explicaciones y se refugia en el silencio de los gauchos.
¿Qué une a Manoel con su jefe? “Cuando murió mi abuela –cuenta–, el Tano me ofreció su casa. Me acuerdo muy bien de ese día: ¿te venís conmigo, Manoel? Yo tenía ocho años. La cama donde murió la abuela estaba desvencijada. El viejo Antonio la arregló: pronto serás un muchacho, Manoel, necesitarás una cama firme. Los vecinos metieron el resto de las cosas en dos bolsas. Así me mudé a lo del Tano: con esa cama y con las bolsas que los vecinos me dieron”.
Antes de emprender la epopeya y sus consecuentes batallas, hay fragmentos de amor, o al menos de cariño, que sólo se muestran brevemente y como con pudor: “A Luisa se la veía un poco perdida esa noche (…). Yo estaba con Luisa, en la cocina. Había ido a buscar las dos botellas de vino que Miranda nos había dado: con esta brindan para ganarle a ese fantasma de ustedes; con esta otra, para jurarse que vuelven pronto para contarme de sus batallas. Eso nos prometimos esa noche. Nos prometimos ir, y nos prometimos volver. A Luisa se le resbaló una lágrima cuando ya nos acabábamos la segunda botella. Se la secó enseguida y no volvió a llorar”. Después vendrá el largo camino, el arroyo, las torrenciales lluvias, los cuerpos de los muertos y esa forma de resignación que podríamos llamar justicia”.
Hay un narrador omnisciente que cambia según los acontecimientos y los tiempos. Y hay, por encima de todo, una historia y una meditación sobre la condición humana. Por algo escribe Marcelo Carnero, poeta y narrador cercano a Selva Almada, que en esta novela “a partir de un malentendido y un asesinato, un grupo de hombres va en busca de su destino, tal vez jugando de antemano, y descubre que frente al dolor, la muerte y el olvido siempre nos queda la humana acción de la amistad”.

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