Evangelización de las culturas

 

Lo que importa es evangelizar –no de una manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces– la cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes (n. 53), tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios.

 

El Evangelio, y por consiguiente la evangelización, no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura y la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.

 

La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva. Pero este encuentro no se llevará a cabo si la Buena Nueva no es proclamada.

 

Importancia primordial del testimonio

 

La Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio.

 

Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización. Son posiblemente las primeras preguntas que se plantearán muchos no cristianos, bien se trate de personas a las que Cristo no había sido nunca anunciado, de bautizados no practicantes, de gentes que viven en cristiano pero según principios no cristianos, bien se trate de gentes que buscan, no sin sufrimientos, algo o a Alguien que ellos adivinan pero sin poder darle un nombre.

 

Surgirán otros interrogantes, más profundos y más comprometedores, provocados por este testimonio que comporta presencia, participación, solidaridad y que es un elemento esencial, en general el primero absolutamente en la evangelización.

 

Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido, pueden ser verdaderos evangelizadores.

 

El testimonio de vida

 

Para la Iglesia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites. “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan o si escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio”. San Pedro lo expresaba bien cuando exhortaba a una vida pura y respetuosa, para que si alguno se muestra rebelde a la palabra, sea ganado por la conducta (cf. 1 Pe 3,1).

 

Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y despego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra: de santidad.

 

Una predicación viva

 

No es superfluo subrayar la importancia y necesidad de la predicación : “Pero ¿cómo invocarán a Aquél en quien no han creído? ¿Y cómo creerán sin haber oído de Él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica?… Luego la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo” (Rom 10,14.17). Esta ley enunciada un día por San Pablo conserva hoy todo su vigor.

 

Sí, es siempre indispensable la predicación, la proclamación verbal de un mensaje. Sabemos bien que el hombre moderno, hastiado de discursos, se muestra con frecuencia cansado de escuchar y, lo que es peor, inmunizado contra la palabras. Conocemos también las ideas de numerosos sicólogos y sociólogos, que afirman que el hombre moderno ha rebasado la civilización de la palabra, ineficaz e inútil en estos tiempos, para vivir hoy en la civilización de la imagen.

 

Estos hechos deberían ciertamente impulsarnos a utilizar, en la transmisión del mensaje evangélico, los medios modernos puestos a disposición por esta civilización. Es verdad que se han realizado esfuerzos muy válidos en este campo. Nos no podemos menos de alabarlos y alentarlos, a fin de que se desarrollen todavía más. El tedio que provocan hoy tantos discursos vacíos, y la actualidad de muchas otras formas de comunicación, no deben, sin embargo, disminuir el valor permanente de la palabra ni hacer perder la confianza en ella. La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios (cf. 1 Cor 2,1-5). Por esto conserva también su actualidad el axioma de San Pablo: “la fe viene de la audición” (Rom 10,17), es decir, es la Palabra oída la que invita a creer.

 

Testigos auténticos

 

Se ha repetido frecuentemente en nuestros días que este siglo siente sed de autenticidad. Sobre todo con relación a los jóvenes, se afirma que éstos sufren horrores ante lo ficticio, ante la falsedad y que además son decididamente partidarios de la verdad y la transparencia.

 

A estos “signos de los tiempos” debería corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: “¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís?”

 

Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos.

 

¿Qué es de la Iglesia, diez años después del Concilio? ¿Está anclada en el corazón del mundo y es suficientemente libre e independiente para interpelar al mundo? ¿Da testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del Dios Absoluto? ¿Ha ganado el ardor contemplativo y de adoración y pone más celo en la actividad misionera, caritativa, liberadora? ¿Es suficiente su empeño en el esfuerzo de buscar el restablecimiento de la plena unidad entre los cristianos, lo cual hace más eficaz el testimonio común, con el fin de que el mundo crea? (Cf. Jn 17,21). Todos nosotros somos responsables de las respuestas que pueden darse a estos interrogantes.

 

Paradójicamente, el mundo, que, a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios, lo busca, sin embargo, por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismo conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible (cf. Heb 11,27).

 

El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda.

1 Readers Commented

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  1. nathalie on 20 marzo, 2013

    yo nesecito los nombresz

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