Conviene leer los créditos finales completos de esta película. Allí, tras la lista de personal técnico, locaciones y demás, y después de los agradecimientos (muy apropiado, para Leopoldo Torres Ríos y, bien inesperado, para el Partido Comunista Boliviano, que prestó unas fotos), aparece un epígrafe singular, una frase de Soren Kierkegaard: “¡Qué rápido se oculta el alma detrás de las pupilas!”

 

Antes, y justificando parcialmente el título del filme, ha podido leerse otro epígrafe, esta vez del poeta Roberto Juarroz: “Hemos aprendido a escribir sobre todas las superficies, hasta sobre el agua, pero no hemos aprendido a escribir encima del silencio”. El director Marcos Loayza suele recordar, en sus conversaciones, una perdida definición de Pasolini, sobre el ejercicio de filmar algo parecido a escribir sobre papel ardiente. Cierto que lo suyo, a fuerza de inasible, parece escrito sobre agua, un agua que apenas refresca la calentura del papel. Pero también, por poco, su película bien pudo llamarse “Escrito en el silencio”.

 

No nos cansamos de decirlo, al fin, una película argentina donde nadie hace largas y repetitivas confesiones, ni dicta sentencia, ni dice frases célebres, más allá de algunas soberbias y originales blasfemias del actor Marcos Woinsky en el papel del abuelo. A propósito, también al fin hay un papel donde pueda lucirse Woinsky, figura de reparto desde hace casi veinte años, y al fin reaparece Mariano Bertolini, el más chiquito de El verano del potro, que ahora está enorme, pero conserva su naturalidad. Ojalá –pero es tan difícil– no la pierda a manos de la televisión y la farándula.

 

Sin gritos, sin tanto abrazo ni reconciliación final, sin forzar situaciones, sin golpes bajos ni recursos demagógicos, sin planteos maniqueístas ni situaciones fácilmente demostrativas, en suma, y por empezar, ésta es una película sin los habituales defectos del cine argentino, excepto por cierta confianza en la explicación verbal, aunque en este caso más bien es un amago de explicación. La racionalización de lo que se dice, corre en este caso por cuenta de cada espectador. Loayza confía en la inteligencia del espectador, y en el cariño que éste le va tomando a los personajes. Él, simplemente (pero lo que hace no es nada simple), se limita a proponerle al público una pequeña historia, la de un adolescente todavía medio chiquilín, que descubre ciertas manchas en la imagen de sus mayores, manchas creíbles, y comprensibles, tanto en el padre, un ingeniero medianamente comprometido en ciertas displicencias que llevarían a la contaminación y a por lo menos un accidente mortal de trabajo, como en el abuelo, que insiste en mantener la entonación castiza y los recuerdos heroicos de su paso por la Guerra Civil Española. Cualquiera sospecha que era demasiado joven para mantener recuerdos heroicos, pero el nieto está en esa edad en que todavía no se distingue muy bien cuán viejo o menos viejo puede ser alguien, ni cuánto hace exactamente que ocurrió una guerra que tampoco le interesa demasiado. Sin embargo, algo le afecta.

 

Sería mucho aclarar, si decimos que acaso la intención del autor es sugerir que en casi toda familia hay dictadores (que a veces ni saben que lo son, ni quisieran serlo) y derrotados (que se inventan un personaje para negar esa derrota, o peor aún, lo que han perdido con esa derrota). Y que también hay (tal vez en este caso la madre) alguien que tiene mejor conciencia de esa situación, y eso no sólo le da cierta perspectiva, sino también tolerancia y capacidad orientadora.

 

Pero nada de esto surge explicitado. Loayza prefirió hacer una obra de sugerencias, levemente risueña, deliberadamente chiquita (incluso dura menos de una hora y media), intimista, calma pero nada aburrida, de buena fotografía pero sin distraernos en preciosismos, y con la cámara siempre bien puesta, una obra, si se quiere, un poco minimalista, pero ajena a cualquier ostentación de estilo que distraiga de lo principal, es decir, del seguimiento –pudoroso, controlado– de unos pocos personajes que no son emblema de nada, sino seres humanos crecientemente queribles y apreciables. Los vamos viendo como si fuéramos sus vecinos. No se imponen a nosotros, ni les imponemos que descubran llorando sus secretos. No hay llantos ni nada fuera de lo cotidiano en esta película.

 

El boliviano Marcos Loayza, que tan agradablemente había debutado en su país con la simpática ‘road-movie’ Cuestión de fe, confirma aquí su capacidad, sólida y bien orientada. Ésta, su segunda película, ya sintoniza con las películas de madurez de un Leopoldo Torres Ríos, al que ha hecho referencia, o de un Mario Camus. Ojalá siga en ese camino, y en el cine argentino.

1 Readers Commented

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  1. karla g callejas on 9 diciembre, 2014

    Hola! Donde puedo descargar esta película? Gracias.

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