Se puede definir el pensamiento único como el pensamiento dominante en materia económica, que en el fondo consiste en deificar al mercado. Esta deificación está asociada a una mística de la competitividad y de la competencia, y al énfasis dado a la racionalidad económica, entendida como la prioridad absoluta del rendimiento del capital sobre toda otra consideración. Definir un problema es ya un paso importante para ayudar a buscar soluciones, pero admito que la crítica gana si se aboca específicamente a despejar caminos para acercarse a la solución de los problemas denunciados. Es por otra parte una manera de contestar a quienes no comparten este punto de vista, entre ellos el licenciado Juan Llach quien, en su excelente libro Otro siglo, otra Argentina, defiende con talento y buena fe su gestión de gobierno y se queja de los críticos sin propuestas del pensamiento único. Es por eso que voy a intentar explicar cómo se puede cuestionar al pensamiento único y esbozar la orientación que debería tener una propuesta alternativa.
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Es evidente que ni el capitalismo ni el sistema de libre cambio son objetables como instrumentos del extraordinario desarrollo del mundo occidental primero, y luego de varios países en vías de desarrollo, hoy llamados emergentes. Lo que sí se puede enfrentar, es la transformación de un mecanismo que permite el desarrollo económico, medio para alcanzar el progreso de las sociedades humanas, en un fin en sí mismo. Es cuestionable la pretensión de transformar la acumulación capitalista mediante la maximización de las ganancias en el corazón del sistema occidental. Esto equivale a transformar los capitales y los mercados (servidores de los hombres y de las sociedades) en centro de atención de estas mismas sociedades, colocando al hombre al servicio del capital y de los mercados. La economía ha dejado de ser un instrumento de la política y es la política la que pasa a ser un instrumento de la economía. Tal la perversión que a mi juicio tiene graves consecuencias políticas, sociales y culturales, y que es necesario combatir. A esto llaman pensamiento único, que no es más que la teoría económica liberal en estado puro, aplicada hoy sin los frenos sociales con los cuales tuvo que enfrentarse prácticamente desde su fundamentación por Adam Smith, pero sobre todo durante la segunda mitad del siglo XIX y la mayor parte del XX. En los años 80 se fue transformando en la teoría dominante, y en excluyente desde la caída del muro de Berlín a fines de 1989. La desintegración del poder sindical en el mundo, y el replanteo del poder del Estado, que cedió gran parte de sus prerrogativas y se puso al servicio de la desregulación de los mercados financieros, permitió que la teoría de libre mercado se aplicase en un contexto cada vez más cercano a su ideal teórico, sin los contrapesos que antes la integraron de manera relativamente armoniosa a la vida de las naciones.
En consecuencia, lo primero que debemos hacer, es cuestionar aquellos aspectos de la teoría que nos parecen imposibles considerar como dogmas científicamente demostrados. El primero es el de la racionalidad instrumental. Esta supone que los individuos, cuando tratan sus asuntos económicos se manejan como seres perfectamente racionales y toman decisiones con la información necesaria para que esta racionalidad funcione. Tal manera de ver las cosas es sin duda muy útil para analizar y explicar los fenómenos económicos, pero muy simplificadora. Por lo tanto, es arbitrario extrapolar a todas las situaciones económicas que vive una sociedad cada vez más compleja las conclusiones que surgen de un análisis efectuado sobre premisas tan acotadas. Mario Bunge enfrenta lo que él llama el economicismo, al cual define como la tesis de que el único móvil de las acciones humanas es la maximización de las utilidades. Sostiene que este postulado supuestamente evidente desde el punto de vista lógico, es en realidad una cuestión de índole psicológica y que los resultados de las investigaciones experimentales de la conducta económica individual son ambiguos. Agrega: el hombre de negocios inmerso en el mercado real carece de la libertad del sujeto experimental, para recordarnos finalmente que si una teoría no es sensible a los datos empíricos, si no se para ni se cae gracias a la experiencia, no es científica. Por lo tanto es arbitrario sostener, según lo hace el pensamiento dominante, que los mercados siempre actúan a fin de obtener el mejor resultado posible para todos los sujetos económicos que participan en él, siempre y cuando se los deje funcionar sin ninguna traba. Sin duda esta premisa es valedera en muchos casos, pero no se puede, a partir de esta constatación, inferir que el mercado debe manejar sin ninguna regulación todas las actividades de una sociedad en donde se enfrentan la oferta y la demanda de bienes o de servicios.
Otro aspecto objetable de la teoría liberal es el que presupone la separabilidad absoluta de las funciones de preferencia de los agentes económicos, que al considerar que los hombres no se influyen unos a otros rechaza el hecho social mismo. En Lhomme mondial Philippe Engelhard explica que esta manera de ver al hombre sólo como individuo minimiza la sociedad, y enfrenta los fundamentos de la sociología que estudia el comportamiento del hombre en tanto y en cuanto individuo inmerso en uno o varios grupos que definen su pertenencia.
Las conductas de los actores económicos en mercados desregulados, con cada vez mayor independencia de las leyes, son a la vez causa y consecuencia de una exagerada pérdida de participación de los gobiernos. Esto lleva a lo que Stefano Zamagni llama la cultura del contrato, en donde el acuerdo consensuado entre las partes sustituye a la Ley, lo cual puede dar lugar a injusticias si las partes contratantes tienen entre ellas una gran disparidad de poder. Lo que ocurre en muchos sectores del mercado laboral es claro al respecto, igual que la situación de dependencia de los proveedores de grandes empresas multinacionales o grandes hipermercados. También la polémica sobre las ventas por debajo del costo es claro ejemplo de los abusos a los que puede llevar lo que Zamagni llama hipercompetencia. Esta pretende imponerse a toda otra reglamentación de orden público con tal de obtener posiciones dominantes en determinados mercados. Esto desata los fenómenos de concentración de capitales y de poder, mediante fusiones o adquisiciones de empresas por grupos económicos que se colocan en posiciones dominantes y posibles de tornarse invulnerables. Si estas situaciones no son reguladas, asistimos a la instalación de monopolios, con la consiguiente muerte de la competencia, motor de la teoría de libre cambio. Todos son ejemplos cabales de que la famosa racionalidad instrumental no funciona siempre correctamente en el mundo real, y, por lo tanto, el libre mercado sin un marco regulatorio que sea algo más que teórico, tal como lo requieren los sostenedores del pensamiento único, no garantiza un funcionamiento de los mercados que beneficie por igual a todos los participantes, sean ellos productores o consumidores.
Esta minimización de lo político que acompaña la implementación del pensamiento dominante, acorrala a la administración del Estado en un rol pasivo de laissez-faire prácticamente en todos los aspectos económicos. La única excepción consiste en utilizar su estructura para destruir su presencia regulatoria subsistente aún en algunos nichos de los circuitos económicos y financieros. Esto lleva a la impotencia de los gobiernos incapaces de aplicar ninguna política coherente, so pretexto de que pueden ser inmediatamente sancionados por los mercados. Es lo que el sociólogo e historiador francés Emmanuel Todd llama el pensamiento cero en su libro Lillusion économique, lo que plantea una cuestión tan grave como es la verdadera vigencia de la democracia política. Ésta empezará a cuestionarse si en vez de gobernar por intermedio de sus representantes, el soberano debe atenerse únicamente a lo que prescriban las anticipaciones racionales de los grandes capitales transnacionales. Aquéllas, dicho sea de paso, no parecen haber sido tan racionales en sus decisiones de inversión, a juzgar por los descalabros producidos durante la crisis de Méjico, a fines de 1994, y en el sudeste asiático, desde julio de 1997, cuando Tailandia comenzó a tambalear arrastrando a todos sus vecinos.
Pero esta parálisis que el pensamiento único impone a los gobiernos es más una consecuencia de la difusión de dicha teoría en las mentes de los gobernantes que de la realidad objetiva. Basta analizar el caso de Francia entre 1997 y 1998, para darnos cuenta de que cuando hay voluntad política aplicada inteligentemente, existe la posibilidad de legislar sin provocar una explosión de los mercados. En abril de 1997, el presidente Jacques Chirac disolvió el parlamento francés para superar la situación de grave tensión social provocada por su primer ministro Alain Juppé. Éste, mediante ajustes sucesivos que reducían la capacidad de consumo de los franceses, pretendía encuadrar el déficit del presupuesto del Estado dentro de la cifra tope del 3% pactada en el acuerdo de Maastricht. Los electores cambiaron la mayoría parlamentaria de una manera drástica, transmitiendo un claro mensaje a los políticos. Este mensaje fue recogido por el nuevo primer ministro socialista Lionel Jospin, que supo con su gabinete aplicar medidas keynesianas como la rebaja del IVA a varios productos de primera necesidad, y un incremento herético del 4% del salario mínimo, a la par que incrementó el impuesto a las ganancias de las empresas para financiar un programa de creación de 600.000 empleos juveniles en los próximos años. A pesar de las protestas de los liberales de la oposición, que pronosticaron una pérdida de control de los déficits, lo que ocurrió fue exactamente lo contrario. Se recuperó el consumo, se incrementó como lógica consecuencia la recaudación fiscal, se redujo significativamente el déficit del presupuesto, empezó a disminuir la desocupación y la actividad económica está creciendo a un ritmo de más del 3% anual. Sin duda la revaluación del dólar ayudó, pero un inteligente manejo de la coyuntura aceleró el proceso y permitió demostrar que, si bien acotada, la capacidad de gobernar existe y puede ser útil contra lo que piensan los liberales ortodoxos.
Otro aspecto a señalar, es que en la mayor parte del mundo occidental donde el libre cambio se aplica de manera bastante ortodoxa desde hace ya casi dos décadas, como en Estados Unidos e Inglaterra, y una década en los demás países, todos los actores económicos utilizan las infraestructuras construidas por el Estado que quieren destruir. Por supuesto también los recursos humanos formados gracias a los fondos públicos gastados abundantemente en el sector de la salud y de la educación, lo que es particularmente válido para Europa. El tema de las infraestructuras puede ser solucionado, por lo menos parcialmente, mediante el mecanismo de las privatizaciones, pero el problema planteado por la formación de los hombres es mucho más complejo. Existe una tendencia a obtener ahorros de corto plazo por parte del Estado, a costa de la privatización de la educación o, en su defecto, por un arancelamiento de los estudios en universidades o establecimientos terciarios públicos. Basta observar el nivel de las universidades privadas en nuestro país, salvo honrosas excepciones, para darse cuenta de que un sistema educativo superior de este tipo, va en desmedro de la calidad de la formación. Ahí tenemos un ejemplo de cómo una visión de corto plazo puede tener un costo elevadísimo en las próximas décadas. Es cierto que para lo que comúnmente llamamos mercados sólo prevalecen las inquietudes de corto plazo, lo que es perfectamente racional para quienes pretenden maximizar sus ganancias aquí y ahora. Pero, en esos casos, lo que es bueno para el mercado, no lo es necesariamente para la sociedad en su conjunto.
Existe otro tema fundamental que el pensamiento único subestima totalmente: la identidad cultural de los distintos países. Esto tiene graves consecuencias políticas en el nivel planetario, ya que los grupos económicos dominantes crean reglas de juego que implican exportar su cultura a todas partes junto con sus capitales. Cada vez más sectores de muchos países se resisten a perder su identidad y se abroquelan detrás de sus creencias, dando lugar a un fundamentalismo étnico, y a veces religioso, de sumo riesgo. Este fenómeno no es privativo de los países del Tercer Mundo o de los mercados emergentes, y hasta se puede palpar en los grupos neo-nazis de Alemania o en los seguidores de Le Pen en Francia. El Estado Providencia, que creció desmesuradamente después de la Segunda Guerra Mundial, actuó de mediador entre la cultura y la técnica al insertar al ciudadano en un pacto social donde se le aseguraba trabajo sin irrumpir en su vida privada, pero haciéndolo partícipe de los destinos de la comunidad. Hoy, al desaparecer el Estado como actor de la vida económica, el ciudadano se encuentra sometido a las fuerzas del mercado y sin amparo.
El proceso de globalización, cuya aceleración está íntimamente asociada al pensamiento único, sigue una dinámica impuesta por los centros financieros y económicos del mundo, y utiliza todos los adelantos tecnológicos. Pero es necesario subrayar que esta dinámica no tiene nada de infalible ni está estrictamente determinada. Por lo tanto, es necesario divulgar esta realidad, para que reflexionen los grandes empresarios, financistas, organismos internacionales y gobiernos que lideran este proceso y analicen más detenidamente las consecuencias de sus decisiones. Adaptarse a una corriente difundida en el nivel mundial no exime a ninguno de los actores de usar su sentido común, el cual es frecuentemente vapuleado por quienes se escudan detrás de un fenómeno mundial como la globalización. Esto permite a los grupos privados maximizar sus ganancias y a los gobiernos evitar conflictos con los mercados, lo que trae beneficios de corto plazo, pero genera desequilibrios y problemas de mediano y largo plazo que las futuras generaciones deberán atender.
En la Argentina
Entre nosotros los estragos de la hiperinflación crearon las condiciones necesarias para que la sociedad aceptara el regreso a políticas de mercado aplicadas sin ningún matiz. La ley de convertibilidad, la apertura económica, la desregulación de la mayor parte de las actividades de producción de bienes y de servicios, y la privatización de las empresas estatales, permitieron lograr la estabilidad. El fuerte ingreso de capitales favoreció el incremento del crédito y el auge de la demanda, por lo que se recuperó la actividad económica y el crecimiento del PBI alcanzó un 34% entre principios de 1991 y fines de 1994. La contraparte de este proceso fue un fuerte endeudamiento externo, del sector público sobre todo, pero también del privado, y una reestructuración profunda del aparato productivo del país siguiendo las normas de un darwinismo feroz; al mantenerse fijo el tipo de cambio, los incrementos de costos que se produjeron durante los primeros años tuvieron que ser absorbidos por las empresas industriales sometidas a la competencia externa con una fuerte distorsión desfavorable en los precios relativos. Las que no pudieron aumentar su productividad, por lo menos en el nivel de los incrementos de costos, quebraron, y esto explica el porqué de la desaparición de sectores enteros de la industria argentina. Este impacto negativo fue compensado en parte por la inversión en otros sectores de bienes transables, pero sobre todo en servicios, lo que no impidió un fuerte incremento de la desocupación. La crisis mejicana de fines de 1994, que se contagió al mercado financiero argentino en el primer trimestre de 1995, agravó el problema y la desocupación alcanzó su pico máximo en octubre de 1994 con 18% de la fuerza de trabajo sin empleo; la ayuda del FMI permitió mantener la paridad del peso, y recuperar poco a poco el nivel de los depósitos, pero el PBI retrocedió un 4,5% durante 1995. A partir de 1996, y en 1997, el país volvió a conocer un alto nivel de crecimiento y empezó a reducirse lentamente la desocupación. Sin embargo el déficit del presupuesto, que reapareció en 1994, y fue contenido en aproximadamente el 1,5% del PBI, no pudo ser eliminado y es una fuente de endeudamiento permanente. Como consecuencia de precios relativos distorsionados en contra de los bienes transables, la balanza comercial volvió al desequilibrio a fines de 1996, y presentó un fuerte déficit de 5 mil millones de dólares en 1997, mientras que las perspectivas para 1998 estiman un desequilibrio de 8.000 millones, y el déficit en cuenta corriente estará cerca de los 20.000 millones de dólares. Esto demuestra que el país sigue consumiendo más de lo que produce y que el incremento de la deuda es el principal sostén de la actividad.
El balance es contrastado. Hubo un fuerte incremento del Producto, si bien demasiado dependiente del endeudamiento, pero su repartición fue muy desigual, ya que 20% de la población sigue bajo la línea de pobreza y un 5% por debajo de la línea de indigencia, mientras que el 20% más favorecido vio aumentar fuertemente sus ingresos, sobre todo el 5% superior, en tanto la clase media sufrió una seria dispersión de los suyos. La desocupación tiene mucho que ver con esta situación; es un problema que sorprendió a las autoridades, quienes tardíamente ensayaron algunos paliativos para disminuir el estado de indefensión en que se encontraban los desocupados. La situación de los padres de familia es particularmente dramática, porque al sufrimiento personal, consecuencia de la baja de la autoestima que generalmente acompaña esta desgracia, se suman las consecuencias sobre los hijos. Estos crecen en el seno de una familia con una imagen paterna muy desvalorizada, lo que suele tener serias repercusiones en los jóvenes. De ahí que los programas oficiales de empleo, aun con sueldos muy bajos e insuficientes para solucionar el problema económico, son importantes porque ayudan al restablecimiento de la autoridad paterna revalorizada por el empleo, a pesar de que éste sea precario. El panorama social se complicó también por las reestructuraciones del sistema de previsión social; se ampliaron las edades mínimas de jubilación y se modificó el sistema de cálculo de la jubilación para intentar reducir el déficit del sistema, lo que agravó la situación de muchos desocupados próximos a la jubilación y de los propios jubilados que vieron reducirse su poder de compra.
A primera vista se puede decir que, en lo económico, el resultado es favorable, pero socialmente deja mucho que desear. En realidad, también se puede dudar de la sostenibilidad de los resultados obtenidos, ya que éstos, además de los esfuerzos de productividad concretos realizados por toda la población, han sido el fruto del ingreso de capitales, una parte bajo la forma de inversión directa incorporada al patrimonio del país, pero otra muy importante bajo la forma de préstamos. Dichos préstamos explican el crecimiento del endeudamiento, que alcanza los 100.000 millones de dólares para el sector público y alrededor de 20.000 millones para el sector privado. Pero debe inquietar aún más, que sólo el 39% de los bienes de capital importados se dirigen al sector de bienes transables y por lo tanto la mayor parte se invierte en el sector de servicios, importante para mejorar el nivel de vida de la población y en el largo plazo la productividad de los sectores transables, pero sin ningún efecto en el corto plazo sobre las exportaciones.
Esta situación es producto de que aquí la conversión al neoliberalismo o pensamiento único fue obra de conversos, que siempre tienden a sobre-actuar, fenómeno bastante generalizado en Latinoamérica. Carlos Fuentes, al comentar un documento de Jorge Castañeda y Roberto Mangabeira, nos dice que el poder público en consecuencia, se somete a esta lógica’, aplicada en América latina con el fervor antes reservado al tomismo o al positivismo, es decir con más fidelidad que en sus propios países de origen, dado que el capitalismo japonés, el europeo y aun el norteamericano tienen frenos, equilibrios, sanciones y capítulos sociales más amplios que los del nuevo dogma latinoamericano.
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El panorama es inquietante, y lo es más la pasividad que frente a estos y otros acuciantes problemas parecen demostrar tanto el gobierno como gran parte de la oposición. Es necesario pensar ya en cómo salir de la trampa en que nos encontramos. Por el Mercosur somos socios de Brasil, que se encuentra en una situación más delicada que la nuestra, aun considerando que le quedan por realizar la mayor parte de las privatizaciones. A pesar de tener una política cambiaria mucho más flexible (el real se devalúa un 7% anual) su problema de precios relativos es también serio y la eventualidad de un ajuste cambiario existe.
Está claro que el piloto automático aplicado por las autoridades económicas, expresión práctica del pensamiento único, ya no es suficiente. Hasta ahora permitió que la mayoría de la población usufructuara del sistema a costa de olvidarse de la minoría marginada. Pero ahora de lo que se trata es de volver a dar competitividad a nuestros productos, para que nuestra economía siga funcionando, y así se vaya absorbiendo la desocupación. Para esto es necesario volver a usar el sentido común, a fin de buscar la forma que nos permita vivir más de lo nuestro y menos del esfuerzo ajeno. Esperemos que nuestros dirigentes, tanto del oficialismo como de la oposición, depongan sus dogmatismos y se dediquen a resolver este muy difícil problema del cual depende nuestro futuro cercano.