¿Qué se entiende comúnmente hoy por democracia? Rara vez se piensa en el proyecto último de Jean-Jacques Rousseau de coincidencia total entre el gobernante y el gobernado, bajo las estrictas condiciones enunciadas por el autor del Contrato social. Por el contrario, con frecuencia se alude al conjunto de mecanismos que aseguran que el pueblo tenga la última palabra en las cuestiones que le atañen directamente. Otra acepción hace referencia a la extensión de la participación en la vida política. Y finalmente, la cuarta: a veces sólo denota la designación de los mandatarios por el voto popular.

 

Durante gran parte del siglo XIX la Iglesia se mostró reticente frente la democracia, a tal punto que la idea de que el poder proviene del pueblo se entendía opuesta a la que sostenía que el poder procede de Dios; hasta se confundía la primera con arbitrariedad total. Pero a fines del siglo XIX, con el papa León XIII, esta doctrina comenzó a modificarse. Y puede decirse que “dio un giro” claramente con la segunda guerra mundial y la notable toma de posición de Pío XII al final del conflicto: “Todos estos males no hubieran sucedido –proclamó–, si los pueblos hubieran podido decir su palabra, coartada por sistemas totalitarios o autoritarios donde todo el poder se concentraba en partidos únicos y, a través de ellos, en líderes carismáticos”. Hablaba de democracia en el segundo de los sentidos. Expresaba este punto de vista en el mensaje de Navidad de 1944, con la verosímil influencia de Maritain, quien había reconocido al comienzo de la guerra una estrecha relación entre democracia y cristianismo 1.

 

Hasta Juan XXIII y el Concilio

 

Decía Pío XII: “Ante el resplandor siniestro de la guerra que los envuelve, en el calor abrasador de la hoguera en el que se encuentran aprisionados, los pueblos parecen despertar de un largo sopor. Han asumido frente al Estado, frente a los gobernantes, una actitud nueva, interrogativa, crítica, desconfiada. Tras una amarga experiencia, se oponen con vehemencia al monopolio de un poder dictatorial, incontrolable e intocable, reclamando un sistema de gobierno más compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos. Estas muchedumbres, inquietas, disgustadas por la guerra hasta en sus estratos más profundos, alcanzaron hoy la íntima persuasión –antes algo vaga y confusa y hoy irresistible– de que, si la posibilidad de controlar y de corregir la acción de los poderes públicos no les hubiera faltado, el mundo no habría sido arrastrado al torbellino desastroso de la guerra y, para evitar en el futuro que se repita semejante catástrofe, es necesario crear en el pueblo mismo garantías eficaces. […] La tendencia democrática ha invadido a los pueblos y obtiene con creces el voto y el consentimiento de quienes aspiran a colaborar más eficazmente en los destinos de los individuos y de la sociedad”.

 

Seguía una definición que implicaba claramente la justificación de la democracia: “Expresar la opinión personal sobre los deberes y los sacrificios que le son impuestos; no estar obligado a obedecer sin haber sido escuchado, he ahí dos derechos del ciudadano que se encuentran en una democracia, como su nombre lo indica, su expresión”. Se podría traducir: la democracia permite realizar estos derechos, y es un mérito muy grande. “La forma democrática de gobierno se le presenta a muchos como un postulado natural impuesto por la razón misma”. Es evidente que no estaba lejos de hacer suyo ese juicio (de “muchos”). La democracia así entendida “admite diversas formas y puede darse tanto en las monarquías como en las repúblicas”. Aludía a varias monarquías constitucionales de Europa de carácter democrático. En general se trata de la participación del pueblo; la participación de todos sería la esencia de esta democracia, más allá del solo sistema mayoritario (ciertamente sin excluirlo como procedimiento práctico de decisión, con la condición de que todos los interesados sean respetados).

 

Pío XII señalaba su reserva ante una situación en la que el pueblo no fuera sino una “masa”, “inerte, mirando desde afuera”. Esa sería una falsa democracia. Incluiría a todos los populismos. Es necesario que cada uno ejerza su responsabilidad; cada uno debe tener “conciencia de su propia libertad unida al respeto de la libertad y la dignidad de los demás”.

 

Inmediatamente después Juan XXIII y el Concilio Vaticano II acentuaron la idea de la democracia como respeto específico de los derechos del hombre y el rechazo del autoritarismo, pero también la idea de la democracia como “participación”, de toda participación posible en la vida política. El Concilio dijo: “Es perfectamente conforme a la naturaleza humana que se encuentren estructuras jurídico-políticas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin ninguna discriminación, la posibilidad efectiva de tomar libre y activamente parte tanto en la determinación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en la gestión de los asuntos públicos, en la fijación de los campos de acción y de los límites de los diversos organismos y, finalmente, también en la elección de los mismos gobernantes” (Gaudium et spes 75).

 

Nuevas inquietudes

 

Juan Pablo II, el gran papa de fines del siglo pasado, en muchas de sus primeras intervenciones también da por sentada la democracia en el contexto de su compromiso con los derechos humanos. En su encíclica sobre el desarrollo (Sollicitudo rei socialis, 1988), marcó expresamente la exigencia: “Muchos países desean reformar algunas estructuras injustas y, especialmente, sus instituciones políticas”; concretamente, “reemplazar regímenes corruptos, dictatoriales y autoritarios por regímenes democráticos que favorezcan la participación. […] La salud de una comunidad política –que se expresa por la libre participación y la responsabilidad de todos los ciudadanos en los asuntos públicos, la firmeza del derecho, el respeto y la promoción de los derechos del hombre– es una condición necesaria y una garantía segura del desarrollo de «todo hombre y de todos los hombres»” (SRS 44).

 

En 1991, en un contexto internacional muy complejo, afirma: “La Iglesia aprecia el sistema democrático” en tanto “asegura la participación de los ciudadanos en las decisiones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de decidir y controlar a sus gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica”. Retoma así la triple justificación de Juan XXIII, que también subyace en el texto citado del Concilio Vaticano II. De entrada aparecen el autoritarismo, el totalitarismo, la independencia absoluta del poder. Pero es necesario remarcar que Juan Pablo II opone en primer lugar a todo esto “el Estado de derecho”, antes que la democracia: que “el poder sea equilibrado por otros poderes y otras competencias que lo mantengan en sus justos límites”; que la soberanía “pertenezca a la ley y no a la voluntad arbitraria de los hombres” (GS 44). Podría hablarse de un Estado de derecho que precede a la democracia, la idea de poder limitado, de equilibrio de poderes, pero sería todavía una forma germinal de democracia.

 

Por otra parte, para Juan Pablo II una democracia no es de por sí un Estado de derecho. Para ser “auténtica” debe primero ser un Estado de derecho. Hay aquí una prioridad de prioridades, una primera prioridad respecto de la democracia.

 

Al formular estas precisiones en el contexto de la caída de los regímenes comunistas, sin hacer referencia expresa a problemas como la legislación del aborto, Juan Pablo II aborda de inmediato la cuestión de la relación de la democracia con la verdad. Lo hace en relación con los regímenes totalitarios que ignoran todo criterio acerca del bien y del mal, excepto “la voluntad de los gobernantes” quienes, en especial, no reconocen forma alguna de derecho natural. Para ellos no existe ninguna verdad trascendente. Y “si no existe una verdad trascendente –dice Juan Pablo II–, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente –prosigue–, triunfa la fuerza […] y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás” (Centisimus annus 44).

 

Juan Pablo II se pregunta si las democracias prevalecientes entonces en los regímenes totalitarios en nombre de la ley y del derecho, no están también enfermas de indiferencia a la verdad y a los valores, enfermedad similar al reemplazo directo de la verdad por la voluntad de los gobernantes (o del partido gobernante): no se atreven a poner en la base de la vida política una determinada (“correcta”, dice el Papa) concepción de la persona humana.

 

Sostiene en Centesimus annus: “Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas y que, cuantos están convencidos de conocer la verdad y adhieren a ella con firmeza, no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos… La Iglesia tampoco cierra los ojos ante el peligro del fanatismo o del fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de esta índole la verdad cristiana. Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por lo tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad. La libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la verdad […] El cristiano vive la libertad y la sirve (cf. Juan 8, 31-32), proponiendo continuamente, en conformidad con la naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha conocido. En el diálogo con los demás hombres y estando atento a la parte de verdad que encuentra en la experiencia de vida y en la cultura de las personas y de las naciones, el cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le han dado a conocer su fe y el correcto ejercicio de su razón (GS 46)”.

 

Conviene destacar algunos puntos de este pasaje perturbador. El texto se centra en la actitud del cristiano que no debe renunciar a confesar su fe, en “la verdad que él ha descubierto”. Por otra parte, se refiere, a la relatividad inherente a los juicios de la Iglesia sobre la realidad social y política (“cambiante”, dice). Pero también cabe considerar siempre un minimum, “la dignidad trascendente de la persona”, lo que es verdadero induce directamente al respeto de la libertad (respeto de la libertad como regla de acción) y, sólo desde allí a una primacía de la verdad. Vale la pena detenerse en particular en este último punto. El texto no insiste sobre una verdad objetiva, primera y dominante a observar en toda la vida política; si bien se advierte en la intención de las primeras frases, es algo difícil de formular. El Papa apunta a un relativismo de principio. Con todo, se puede no ser relativista y no obstante ignorar qué hacer exactamente en la práctica (al legislar, por ejemplo) en cuestiones en las que la opinión está muy dividida. Considero que se trata de algo distinto de un relativismo de principio.

 

Al mismo tiempo, una cosa es no admitir que “la verdad” sea determinada por la mayoría, y otra negar toda decisión mayoritaria. La decisión mayoritaria puede resultar inadecuada en ámbitos que atañen a las convicciones, a la conciencia, pero esto no significa que no haya que tener en cuenta los diversos puntos de vista en una decisión por consenso, por ejemplo.

 

1993, 1995

 

Juan Pablo II retomó el tema de la relación de la democracia con la verdad en su encíclica sobre la cuestión moral, Veritatis splendor (1993). Pone en el centro mismo de la moral práctica el problema de la “relación entre la libertad y la verdad” (n.84). No se refiere exactamente a ‘democracia y verdad’, pero se aproxima. “Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia –dice–, solamente la libertad que se somete a la verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la Verdad y en realizar la Verdad”. Es una formulación de la teoría moral fundamental: el bien y la verdad no son sino una sola cosa. Decían los escolásticos: convertuntur, se convierten el uno en la otra, pasan el uno a la otra. De ahí el rechazo del relativismo, en particular del que reduce toda conclusión a lo meramente “político” sin preocupación por la verdad. “Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo –la primera de entre ellas el marxismo–, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad” (n. 101). Se podría decir que había entonces demasiada (pretendida) verdad en esos totalitarismos; y que hoy en las democracias ya no la hay, todo tiende a estar determinado bajo una política aparentemente de libertad –por la libertad y para la libertad–; no se invoca ninguna verdad independiente de ésta.

 

Aquí hay algo más específico que en Centesimus annus, donde el problema era el relativismo de principio. El enfoque de Juan Pablo II no está lejos de una concepción efectivamente existente de la democracia que no la reconoce más que como procedimiento de deliberación y de decisión, y estima que esto es suficiente. Dos años después, en su encíclica sobre la vida humana, Evangelium vitae, enfatiza: “En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustituto de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un «ordenamiento» y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático […], sino que depende de su conformidad con la ley moral y de los fines que persigue y de los medios de los que se sirve. […] En la base de estos valores no pueden estar provisorias y fluctuantes «mayorías» de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto «ley natural» inscrita en el corazón del hombre, es el punto de referencia normativa de la misma ley civil” (n. 70). Resulta claro que apuntaba a la concepción que ve en la decisión mayoritaria –en la decisión mayoritaria sea cual fuere– “provisoria y fluctuante” como lo es con frecuencia la opinión, el medio de determinar lo que es moral, lo que incluso es verdad, no sólo lo que puede ser tenido como regla de coexistencia práctica en la comunidad política. Sobre todo teniendo en cuenta que parece identificar ‘sistema de decisión mayoritaria’ y ‘democracia’ a secas, de aquí en adelante se estará lejos de la acogida a la democracia hecha por Pío XII, Juan XXIII y el Concilio. La circunstancia generó cierto malestar. ¿Es posible clarificar las cosas y evitar así este malestar? Es lo que trataré de hacer.

 

Clarificar, ¿cómo?

 

No hay que “mitificar” la democracia, dice Juan Pablo II: en todo caso, no hay que hacer un “mito” de la decisión mayoritaria que no es sino un “instrumento”. Esto puede ser aceptado por muchos. En principio los demócratas admiten que la decisión mayoritaria no es lo mejor para cualquier tipo de problema. No hay identificación necesaria entre decisión mayoritaria y democracia. Un método de decisión considerado perfectamente democrático en muchos casos –por ejemplo en las asambleas internacionales– es el consenso. El presidente verifica, de ser necesario varias veces, que una fórmula de conciliación es tal, de modo que todos pueden tolerarla, vivir con ella, aun cuando la solución no sea a sus ojos la mejor. Una vez que nadie rechaza la fórmula de compromiso, el presidente decreta la solución adoptada por consenso. Por otra parte, idealmente en democracia la decisión mayoritaria en sí misma es buena sólo si tiene en cuenta las posiciones minoritarias, lo que en principio habrá sido posible mediante la deliberación, el ‘debate’; con la condición de que ‘debate’ signifique escuchar a los demás. La argumentación sería la siguiente: la democracia no está determinada por el voto mayoritario, sino que exige debatir y escuchar las razones de todos. La democracia es el recurso a un “espacio público” abierto, como lo señalaba el filósofo alemán Habermas en sus primeros escritos antes de hablar de “actividad comunicacional” como inherente al hombre.

 

En efecto, a veces la imprecisión en los documentos institucionales y legales encuadran nuestras democracias. ¿Dónde está escrito, por ejemplo, en la Constitución francesa que la decisión mayoritaria es la regla democrática, sobre todo la regla democrática universal? ¿Dice que una decisión mayoritaria debe ser tomada sin tener en cuenta los puntos de vista minoritarios? Se supone todo lo contrario, pero no está escrito. Los principios prácticos de la democracia raramente son enunciados.

 

Por otra parte, la unanimidad política –y qué decir de la mayoría– no expresa lo que es justo y verdadero. Las cuestiones políticas dependen ciertamente de la moral pero no son cuestiones específicamente morales. La ley del Estado no tiene porqué hacer aplicar la totalidad de la ley moral. En política –y en democracia– de lo que se trata es de asegurar la convivencia civil, un respeto mutuo que signifique dejar atrás la violencia entre los ciudadanos, pero no forzosamente el acuerdo en todo, incluso en cuestiones morales o en las verdades fundamentales.

 

La verdad en la política

 

Al mismo tiempo, no puede decirse que la vida política –y por lo tanto la democracia– sea indiferente a la verdad. En efecto, existe una gran dosis de verdad en el hombre comprometido con el respeto mutuo necesario en la política. Aunque no sea toda la verdad, al menos la requiere; y sin esta verdad compartida no hay convivencia política posible; y sólo puede alcanzarse de manera empírica, no teórica. En democracia, las decisiones comunes se toman a través de la deliberación, del debate razonable; y la decisión debe ser, en la medida de lo posible, fruto de un consenso. El otro tiene tanto derecho al respeto como yo, y esto es una verdad de valor moral considerable. Rechazo terminantemente en este aspecto el punto de vista que pretende que la definición de democracia se agota en el procedimiento democrático. La democracia no se define, al menos suficientemente, sino por la verdad que subyace bajo ciertos procedimientos. Y si debemos subrayar, como lo hizo Juan Pablo II, la importancia de la verdad en relación con la política, es porque ya hay en la política una verdad: la verdad de las relaciones humanas, aunque esa verdad sea más práctica que especulativa. Hay, podría decirse, un típico ir más allá de la verdad, propio también, precisamente, en la conciliación política. El hombre está en la causa misma de la política: el hombre abierto al otro, abierto a la verdad, hombre-espíritu.

 

Otras verdades involucradas

 

Pero esto no es todo. Al considerar muchas de las democracias hoy existentes, a despecho de las tendencias relativistas que temía y observaba Juan Pablo II, es necesario constatar también la tendencia a someter la vida pública, incluso la elaboración de leyes, a principios generales –los derechos del hombre, por ejemplo– estrictamente codificados, defendidos en su soberanía con medios jurídicos de control constitucional. Francia conoció una declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en 1789 pero nunca produjo un texto de derecho positivo en nombre del cual algunas leyes pudieran ser derogadas, anuladas. Hoy, esa declaración forma una parte muy fuerte de los instrumentos de control constitucional, algo impensable en las Repúblicas anteriores. En la preocupación de Juan Pablo II se advierte una verdad superior a la política misma –en el sentido cotidiano de la política– que no es contraria a la democracia: los hombres determinan por sí mismos un principio superior, de ahí el respeto mutuo que surge de la reconciliación y se extiende a la práctica democrática.

 

En consecuencia, la democracia no cae, como podría temerse al escuchar a Juan Pablo II, en la trampa donde él creía verla a menudo. Su preocupación se justifica –es importante que la práctica democrática no sea ajena a la verdad–, pero también es necesario defenderla de la sospecha demasiado generalizada o demasiado radical de relativismo. Sería conveniente incluso evitar acusar a la democracia de puro procedimentalismo: el procedimiento democrático del que se jacta ¿no es ya, en efecto, una afirmación de respeto mutuo como norma de relación de los hombres entre sí? Y a la inversa: la democracia no debe avergonzarse de los valores que expresa y proclama al traducirlos en acciones. Es probable que haya habido algún malentendido en la desconfianza expresada por el Pontífice.

 

Ciertamente, Juan Pablo II deseaba que el catálogo de verdades de la vida política abarcara la idea de la inviolabilidad de la vida del embrión humano desde su concepción. Se trata de una verdad. El problema del reconocimiento y del respeto mutuos se plantea a partir del momento en que las opiniones divergen en este tipo de cuestiones. Se podría responder que el problema se resuelve precisamente por la idea del respeto del otro –respeto del otro ser humano– aplicado al embrión. Pero el debate no se da allí, dado que algunos no reconocen el carácter propio de hombre al embrión (aunque sea humano –adjetivamente– y destinado a devenir hombre); distinguen entre potencia y acto. Sin pretender ofrecer ahora una fórmula de solución práctica a este problema, pienso que no es conveniente alimentar el desacuerdo, incluso en un tema tan importante como este a propósito de la idea de un relativismo radical de una de las partes en debate. Y me preocupa que se haya generalizado la sospecha sobre las democracias a partir de este debate.

 

La puesta en guardia de Juan Pablo II fue muy necesaria, pero también cabe consignar la verdad que hay en la democracia cuando es vivida efectivamente como respeto mutuo: es la primera verdad para la práctica de la democracia, antes de recurrir a otras fuentes de verdad. “Una democracia sin valores –y sin verdad– se transforma fácilmente en un totalitarismo, declarado o disimulado”, dijo Juan Pablo II. No obstante, agregó: “La Iglesia, al reafirmar constantemente la dignidad trascendente de la persona, adopta como regla de acción el respeto a la libertad”. Ella tiende a la verdad, pero también a la libertad, a la democracia, que es ya, aunque parcial, una verdad. Este es el punto de equilibrio de la enseñanza de Juan Pablo II. No es la solución de todo problema, aunque denota la tensión en la cual debemos aceptar vivir si queremos el derecho y la democracia. También podríamos decir: la verdad y la democracia. Hay mucha sabiduría en esta indeterminación 2. No veo ninguna razón para cambiar de parecer, incluso ante problemas difíciles como el que mencioné antes.

 

Allí donde aparece una tensión entre democracia y verdad, entiéndase bien, sobre todo cuando se enfrenta a la democracia una verdad de otro origen, debe prevalecer el mutuo respeto inherente a la relación política. Podría hablarse de “verdad práctica”. Por otra parte, ésta es inevitable. Lo importante es que la solución se busque en el reconocimiento práctico interciudadano, evitando la imposición de una verdad de otro origen. Incluso con una gran preocupación por la verdad, Juan Pablo II ponía en guardia contra su imposición. Conviene seguir profundizando este problema tan concreto de la democracia, pero hay que hacerlo sin perder de vista sus grandes méritos, dando voz al pueblo y permitiendo la participación de cada uno, según las decisivas palabras de otro papa, Pío XII, retomadas además por el Concilio Vaticano II.

 

 

 


Traducción: Alberto Azzolini.

 

1. Maritain trató el tema en su pequeño libro Cristianismo y democracia, escrito al comienzo de la guerra y muy difundido sobre todo después.

2. Jean-Yves Calvez – Henri Tincq, L’Eglise pour la démocratie, Le Centurion, 1992, p. 65).

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?