Es el mismo Joseph Ratzinger quien ofrece la clave de lectura de su obra de pensador de la fe y de hombre de diálogo, cuando afirma que la finalidad de su vida entera ha sido dedicarse “al servicio de la palabra de Dios que busca ser escuchada entre las millares de palabras de los hombres” (A. Nichols) 1. Quien busca y al mismo tiempo pretende ser escuchado no tiene nada del presuntuoso poseedor de una verdad que quiere imponer a los demás a golpes de clava: Ratzinger plantea y acoge interrogantes verdaderos y nunca ofrece respuestas carentes de rigurosa argumentación. Prueba significativa, entre otras muchas, es el diálogo con el filósofo Jürgen Habermas 2. Si Habermas es considerado el más influyente filósofo alemán del momento, cuyo papel se presenta también como el de dar voz a la conciencia moral en la cultura política de su país, Ratzinger no es solamente el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe convertido en el papa Benedicto XVI, sino también un fino intelectual alemán elogiado en 1992 por la Académie des Sciences Morales et Politiques del Instituto de Francia.

 

En realidad, Ratzinger entiende la obra del pensamiento y de la investigación como simple y puro servicio a la Verdad. De allí que el ídolo negativo lo identifica con el relativismo, en esa posición que si bien reconoce el pluralismo de las verdades en parte relacionadas con la subjetividad, excluye la idea de la Verdad que es preciso servir y amar, y la sustituye con la única certeza de que todo es relativo. A este sustancial sentido de la Verdad, Ratzinger no llega en una aventura individual sino desde la comunión de la Iglesia de Dios en el contexto de la gran tradición del pensamiento occidental: desde los estudios de su muy amado Agustín y Buenaventura a sus frecuentes lecturas de los maestros de la herencia de Munich (Sailer, Görres, Bardenhewer, Grabmann y Schmaus…) al diálogo con la sabiduría griega, sobre todo platónica, y la filosofía moderna y contemporánea. Benedicto XVI se nutrió de un extraordinario patrimonio de pensamiento, que actualiza y reelabora a fin de presentar el antiguo mensaje de la revelación cristiana a la inquieta cultura de nuestro tiempo, signado por cambios tan rápidos como profundos.

 

Puede decirse que su teología y su filosofía, más que un aristocrático amor por la sabiduría, son expresiones de una humilde y convencida sabiduría del amor que quiere ofrecer a los demás en la escucha y el diálogo. Al presentar sus reflexiones sobre “Dios: la búsqueda y la fe”, trataré de responder a cuatro preguntas que nos afectan a todos los que pensamos, creyentes o no: ¿qué significa creer?, ¿quién es el Dios en quien cree el que cree?, ¿qué relación hay entre lo humano y lo divino manifestado en la fe?, ¿cuál es el lugar vivo del encuentro, dónde habita Dios? La referencia al diálogo Ratzinger-Habermas servirá para mostrar el profundo carácter dialógico de las respuestas del futuro Benedicto XVI, siempre atentas a las razones del otro.

 

¿Qué significa creer?

 

Creer, en el análisis de Ratzinger, “significa dar el propio consentimiento a ese ‘sentido’ que no estamos en grado de construir por nosotros mismos, sino sólo de recibir como don, tanto que nos basta acogerlo y abandonarnos a él” 3. La fe es aceptación consciente y libre del “sentido donado” y nace del encuentro entre el movimiento de autotrascendencia del hombre y el ofrecimiento absolutamente gratuito de la gracia de Dios. Este encuentro no es para nada azaroso: debe ser vivido en toda su dimensión agónica, signada por la experiencia de la real alteridad del Otro: “El Credo cristiano toma sus primeras palabras del Credo de Israel, sumando al mismo tiempo la lucha de Israel, su experiencia de la fe y su combate por Dios, convirtiéndose así en una dimensión interior de la fe cristiana, la cual no existiría sin ese combate”.

 

Frente a esta visión de la fe, Habermas se muestra muy interesado: “La razón que reflexiona sobre su fundamento más profundo, descubre su origen en Otro; y la potencia inexorable de ello debe ser reconocida por la razón si no quiere perderse en el callejón sin salida de un híbrido devenir prisionero de sí mismo… Incluso sin una intención teológica inicial, la razón que descubre sus propios límites avanza hacia otro”. La perspectiva de un aprendizaje complementario entre religión y razón es compartida por ambos. La visión de Ratzinger con respecto a la racionalidad, a su fuerza y a sus progresos, es ciertamente más problemática que la expresada por Habermas. En cuanto teólogo, no deja de señalar que junto a las patologías de la religión –de las que son ejemplo los movimientos religiosos que alimentan la violencia y el terrorismo– hay también patologías de la razón, como las que llevaron a la construcción y el uso de terribles armas de destrucción. Pero ello no exime a la fe del deber de un diálogo purificador con la razón, y Ratzinger no duda en declarar que existe una “necesaria correlación entre razón y fe, razón y religión, llamadas a la recíproca purificación y a la mutua curación, necesitadas la una de la otra y del consiguiente reconocimiento”. La fe –lejos de ser sacrificio de la inteligencia– es estímulo y alimento extraordinarios. La razón que quiera dar razón de cuanto existe, ejercitada en profundidad, se abre al asombro frente al misterio, donde vive lo Otro, a quien el que cree reconoce como el Dios al tiempo soberano y cercano.

 

¿Quién es el Dios en quien cree el que cree?

 

El único Dios en quien confía el creyente es misterio del mundo, sentido último de la vida y de la historia, razón irrefutable para desconfiar de la miopía de todo lo que es penúltimo, fundamento tanto de la vigilancia crítica de todo lo que es menos que Él como de la esperanza profética sobre lo nuevo y lo que está por venir según su promesa. “Llamando a Dios ‘Padre’ y al mismo tiempo ‘Señor del Universo’, el Credo ha combinado un concepto familiar y otro cósmico en la descripción del único Dios. De manera tal que se ponen de relieve las notas dominantes que caracterizan el retrato de Dios en la fe cristiana: tensión entre potencia absoluta y amor absoluto, entre inconmensurable distancia y estrecha cercanía”. Es precisamente la presencia paradójica de estas dos características lo que ayuda a comprender en qué sentido el Dios de la fe es el Dios viviente. No se trata de un objeto muerto sobre el que ejercemos un juego de inteligencia, sino del Sujeto vivo y actuante al que podemos responder con conciencia y libertad (aceptando una alianza de amor). No se trata de un Dios que compite con el hombre, sino de un Dios humano cuya gloria es el hombre viviente.

 

Las tesis de Habermas pretenden ofrecer una suerte de traducción secular de este Dios, que –si bien es cuestionable desde la óptica de la fe vivida– muestra la singular correspondencia entre su búsqueda en la filosofía y en la fe cristiana. “La compenetración recíproca de cristianismo y metafísica griega no ha producido sólo la forma espiritual de la dogmática teológica y la helenización del cristianismo, no siempre positiva; esa compenetración ha favorecido también la apropiación de genuinos contenidos cristianos por parte de la filosofía. Esta labor se explicita en nexos conceptuales de fuerte carga normativa, tales como responsabilidad, autonomía y justificación, historia y recuerdo, nuevo comienzo, innovación y regreso, emancipación y cumplimiento, alienación, interiorización y encarnación, individualidad y comunidad. Ello ha transformado el sentido religioso originario, pero no lo ha desvitalizado o vaciado. Traducir la idea de un hombre creado a imagen y semejanza de Dios en la de una igual dignidad de todos los hombres, que deben respetarse incondicionalmente, es un ejemplo de esa traducción que emplea y muestra el contenido de los conceptos bíblicos más allá de los confines de una comunidad religiosa, hasta alcanzar a todos quienes tienen otra fe o no creen”. También aquí la correspondencia con las tesis de Ratzinger se une a una posterior problemática que ya se adelanta: la simple “traducción” de los conceptos teológicos en categorías terrenales no alcanza. La relación entre lo divino y lo humano es mucho más compleja.

 

¿Qué relación entre lo humano y lo divino?

 

En el encuentro de la fe, lo humano y lo divino se relacionan de manera dialéctica, viva y vital. Ratzinger ha profundizado esta relación al mostrar cómo la experiencia eclesial de la gracia llegue a ser la verdadera realización de la búsqueda del corazón humano, y cómo se da a un precio análogo al de la dignidad de la criatura. La “tesis dualista”, que opone naturaleza y gracia según la doctrina de la “naturaleza pura” y la teoría de los “dos órdenes”, natural y sobrenatural, terminó acorralando la acción de la gracia en estrechos límites: la mera no imputación del pecado no conllevaba ninguna modificación de la dinámica espiritual y natural del hombre. Las “doctrinas de la inmanencia” –ligadas a los proyectos emancipatorios de la modernidad– habían percibido en las capacidades intrínsecas de lo humano sólo el potencial para expresarse y actuar en el progreso de la vida personal y social.

 

Entre estos extremismos opuestos, la tradición creyente busca un equilibrio que Ratzinger descubre bien expresada en la fórmula gratia praesupponit naturam (o también gratia non destruit, sed supponit et perficit naturam), por él estudiada gracias a la inspiración de su maestro Gottlieb Söhngen: “El naturalismo que rechaza la gracia en la naturaleza lleva al mismo resultado que el sobrenaturalismo que combate la naturaleza y, malinterpretando la creación, despoja de sentido también a la gracia” 4. En primer lugar, si la gracia praesuppone la naturaleza, el interlocutor humano del pacto no queda anonadado, sino que entra –en toda la plenitud y dignidad de su ser– en el misterio de la alianza con Dios. El hombre se pone frente a lo Eterno como protagonista, no como simple receptor pasivo de la obra divina. En la densidad del praesupponit está comprendido entonces el espacio de la libre acción de la criatura, que puede abrirse con conciencia y responsabilidad ante el don sobrenatural o bien cerrarse en sí misma, en una presunta autosuficiencia frente al Misterio. De allí que es necesario leer correctamente un movimiento dialéctico en el axioma. La gracia completa a la naturaleza sobre todo en cuanto niega sus repliegues: llega al hombre “sólo violando la dura caparazón de la autoexaltación que cubre en él la magnificencia de Dios. Lo cual indica que no existe gracia sin cruz”. El encuentro con Dios siempre comienza con un llamado al cambio radical del corazón y de la vida.

 

Junto a esta negación de la antropología cerrada a lo Eterno, la gracia comporta también su plena afirmación: si el hombre es deseo de Dios, el ofrecimiento de la autocomunicación divina se realiza en el más alto nivel de la aspiración de su ser. En el praesupponit están comprendidas la alegría y la belleza de la vida divina participadas a la criatura, la plenitud de sentido que únicamente ella es capaz de darle a la vida del hombre en la tierra: “Sólo la humanidad del segundo Adán es la verdadera humanidad, sólo la humanidad que ha pasado a través de la cruz pone en evidencia al verdadero hombre”. La dialéctica de la negación y de la afirmación, sin embargo, no ofrece aún la plenitud de sentido del axioma: el cumplimiento del deseo humano de parte del Dios viviente es su superación en un nivel que el mismo deseo no hubiera podido nunca alcanzar. “La verdadera humanidad del hombre es la humanidad de Dios, la gracia que completa la naturaleza”. Es ésta, por otra parte, también la conclusión que saca Ratzinger hacia el final de su diálogo con Habermas: “es importante para los dos grandes componentes de la cultura occidental dejarse abarcar en una correlación polifónica, donde se abran a la complementariedad esencial entre razón y fe, de manera que pueda crecer un proceso de purificación universal, donde en última instancia los valores y normas esenciales, de alguna manera conocidas o intuidas por todos los hombres, puedan adquirir nueva fuerza de iluminación, a fin de que vuelva a operar cuanto tiene unido al mundo”.

 

¿Dónde habita Dios? Lugar del encuentro y círculo hermenéutico

 

En esta perspectiva, la Iglesia puede ser percibida como el espacio de la relación viva y fecunda entre el Dios viviente y la nostalgia del corazón humano sediento de él. Ratzinger examina otra afirmación de la tradición teológica, no menos rica de sorprendentes iluminaciones: el axioma “extra Ecclesiam nulla salus” 5. La afirmación de que fuera de la Iglesia no hay salvación no puede ser comprendida fuera del horizonte simbólico de la patrística: “La frase cobró vigencia sobre el fondo de una imagen del mundo propia de la antigüedad, de la que también forma parte. Según esta imagen, en el tiempo final de la patrística, el mundo era considerado prevalentemente cristiano. La impresión que se tenía era que cualquiera que quisiese ser cristiano podía serlo si ya no lo era. Solamente una rigidez culpable podía mantener al hombre lejos de la Iglesia”. En cuanto ámbito de la presencia del Logos universal, la Iglesia se presenta a los Padres como el lugar donde encuentra expresión la acogida salvífica del Logos mismo. Separarse de ella se correspondería a un alejamiento de la única puerta que conduce a la plenitud de la vida.

 

Por cierto, la Iglesia sigue siendo una paradoja que vela y revela: ella nos relaciona con Aquel de quien proviene y hacia quien tiende. La Iglesia nunca puede presuponer constituir un absoluto que se sustituya a la atracción misteriosa de Dios y a la libertad de sus caminos. En la concepción de la Iglesia como sacramento de salvación universal coexisten entonces “tanto la amplitud ilimitada de la salvación (universalismo como esperanza) como el imprescindible acontecimiento Cristo (universalismo como exigencia)”. La paradoja eclesial reenvía inevitablemente al misterio del Reino, que debe respetar toda libertad. No sorprende, por lo tanto, que el mal y el pecado habiten en la Iglesia. Ratzinger lo sabe bien y se anima a reflexionar. Santa por la llamada y la fidelidad de Dios, la Iglesia no deja de ser pecadora. Ella “vive siempre aún del perdón que la transforma de prostituta en esposa; la Iglesia de todas las generaciones es Iglesia por gracia, la que Dios vuelve a salvar siempre de Babilonia, donde los hombres se encuentran librados a sus fuerzas… Precisamente lo absoluto de la gracia incluye la insuficiencia y lo criticable de los hombres con los cuales está en relación. Pero estos hombres… son la Iglesia, una Iglesia que no puede desentenderse de ellos, como si fuera algo objetivo detrás de los hombres. Ella, por el contrario, vive en los hombres por más que los trascienda en el misterio de la bondad divina. En este sentido, la Iglesia santa sigue siendo pecadora” 6.

 

Desde esta coexistencia de santidad y de pecado, se comprende en qué sentido la vida misma de la Iglesia exige su incesante renovación. Para resplandecer como Israel escatológico, el pueblo de Dios debe hacer visible y atrayente su santidad a través de un perenne retorno al Señor y a su dominio en cada campo de su existencia histórica. El criterio de la verdadera reforma y de la auténtica renovación está en la fidelidad a lo que Dios quiere de su pueblo. Una renovación que no se lleva a cabo optando por formas de ruptura, que privilegian a un pequeño grupo de elegidos frente a la masa, sino que es eclesial en su fin y en sus protagonistas. La reforma se realiza junto con todos: la Iglesia se renueva verdaderamente si se renueva en la comunión de su fe, en un esfuerzo auténticamente “católico” de conversión, que no excluya con prejuicios a nadie y no apunte a modelos inalcanzables o imposibles para la mayor parte de sus fieles. En este sentido, la renovación “no consiste en una cantidad de ejercicios y de instituciones exteriores, sino en el pertenecer única y enteramente a la fraternidad de Jesucristo… Renovación y simplificación, no en el sentido de desmerecer o disminuir, sino de tornarse simples, de apuntar a esa simplicidad verdadera que es el misterio de todo lo que vive… y que repite un eco de la simplicidad del Dios uno” 7.

 

La fe vivida en continua renovación se convierte en el camino donde se prepara y anticipa el cumplimiento del “éschaton”: “La participación en el martirio de Cristo es la manera de morir propia de la fe y del amor, a través de la cual acepto la vida y la torno aceptable a Dios, el cual, sólo en cuanto Trinidad, puede ser amor, y sólo en cuanto amor torna soportable el mundo” 8. A todos no es dado entrar en la tensión entre el ya y el no todavía del que la Iglesia es sacramento. Para los creyentes esta condición está signada por el consuelo de la “comunión de los santos” que consiente la comunicación interpersonal de la fe, en la esperanza y en la caridad, expresada en la oración, en el tiempo y para la eternidad. En este sentido, “quien cree nunca está sólo, en la vida como en la muerte” 9.

 

 

 


1. Prefacio de A. Nichols, Joseph Ratzinger, San Paolo, Cinisello Balsamo 1996, 6.

2. Jürgen Habermas, I fondamenti morali prepolitici dello Stato liberale.

3. Introduzione al cristianesimo. Lezioni sul Simbolo apostolico, Queriniana, Brescia 1969, 41.

4. J. Ratzinger, Dogma e predicazione, Queriniana, Brescia 1974, 138.

5. J. Ratzinger, Nessuna salvezza fuori della Chiesa?, in Id., Il nuovo popolo di Dio, Queriniana, Brescia 1971, 365-389

6. Il nuovo popolo di Dio, o.c., 278s.

7. Il nuovo popolo di Dio, 301. 303.

8. cf. J. Ratzinger, Escatologia. Morte e vita eterna, Cittadella, Assisi 1985, 115.

9. Homilía del 24 abril 2005, Inauguración del Pontificado.

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