Son múltiples los aspectos en que la obra de Simone Weil influyó en la filosofía y en la teología del último medio siglo. Múltiples, también, las vidas que en el breve término de 34 años la filósofa francesa fue capaz de vivir: profesora, militante de izquierda, obrera de fábrica, combatiente republicana en la guerra de España, teóloga, mística. Esa multiplicidad es capaz de provocar desconcierto y a la vez fascinación; es capaz de nutrir muy diferentes aspiraciones y reflexiones, y puede transformarse en objeto de muy diversos intentos de apropiación. En las filas del catolicismo, la figura de Simone Weil suele provocar decididos rechazos, pero también la voluntad de incorporarla al panteón de los pensadores católicos pasando por alto o minimizando las profundas convicciones que la mantuvieron fuera de la Iglesia. Hay quien ha hecho malabares argumentativos para demostrar que en el último minuto Weil habría aceptado el bautismo: perturba la existencia de un catolicismo (no ya un genérico cristianismo) que encuentra el sitio de su testimonio en la frontera y su vocación más alta en la defensa radical de la libertad de pensamiento.

 

Simone Weil nació en 1909 en el seno de una familia judía culta y de buen pasar y se dedicó tempranamente al estudio de la filosofía. Su padre fue médico, y su hermano Andrè uno de los más importantes matemáticos del siglo XX. En 1931 Simone comenzó su carrera como profesora filosofía y griego en Le Puy, Auvernia. Era entonces una muchacha de aspecto extravagante que publicaba artículos políticos en periódicos sindicales y compartía su sueldo con desocupados y mendigos. Cuatro años después, tras haber realizado experiencias similares pero menos decisivas en otros establecimientos fabriles, Simone pide licencia en el Colegio de Le Puy para ingresar como obrera a la Renault de París. Allí recibe, según consigna en el diario de fábrica, publicado bajo el título de La condition ouvrière, una indeleble “marca de la esclavitud” que la acompaña toda su vida, el sentimiento de haberse transformado definitivamente en una esclava para compartir la suerte de los últimos. En 1936 participa de la guerra de España en el bando republicano, pero un accidente doméstico –se tira encima, por torpeza, un recipiente con aceite hirviendo– la obliga casi enseguida a abandonar el frente. Por entonces ya había “descubierto” el cristianismo –“la religión de los esclavos”, como lo definía– en ocasión de la fiesta patronal de un pueblo de pescadores portugueses a la que había asistido durante un viaje realizado en compañía de sus padres. Ese descubrimiento señala el inicio de un periplo espiritual intenso y trabajoso que profundiza en ocasión de visitas a Asís en 1937 y a Solesmes en 1938. Dos años más tarde pierde su cargo docente como resultado de la aplicación de las leyes antisemitas en la Francia de Vichy, y en 1942, obligada a dejar Francia, se traslada a Nueva York. Lo hace con la intención de regresar en breve a su país para alistarse en la resistencia, pero pronto concibe la idea de crear un cuerpo femenino de asistencia a los combatientes y comienza a gestionar su organización. Con ese propósito viaja a Londres, donde se enferma y es internada en el hospital en el que encuentra la muerte. El fin es acelerado por su decisión de no ingerir los alimentos que le son prescriptos, en solidaridad con quienes se ven privados de ellos en la Francia ocupada. La anemia y la tuberculosis terminan con su vida el 24 de agosto de 1943, a los 34 años.

 

En los tres últimos años de esa intensa existencia, en Marsella primero y más tarde en Nueva York, Simone Weil inicia una serie de contactos con sacerdotes, varios de ellos dominicos, con el deseo de hallar respuesta a una serie de interrogantes que la han ido absorbiendo crecientemente hasta transformarse en una suerte de obsesión. Son cuestiones que remiten en última instancia a la eventual compatibilidad de sus concepciones religiosas con la fe profesada por la Iglesia católica. Ese proceso de diálogo, de enorme riqueza teológica y espiritual, conoce también momentos espinosos, tensos e incluso enojosos, debidos fundamentalmente a la insistencia por parte de sus interlocutores –en Marsella el padre Joseph-Marie Perrin– de inducirla al bautismo. Frente a esos denodados intentos de persuasión, Simone reafirma sus objeciones para el ingreso a la Iglesia, pero manifiesta reiteradamente su ferviente deseo de recibir los sacramentos.

 

Es en torno a la cuestión del bautismo, de hecho, que las posturas de Weil y de sus interlocutores eclesiásticos se endurecen crecientemente. Se trata de un conflicto que nace de un gran equívoco, de una fundamental incomprensión: el padre Perrin, a quien Simone conoce en Marsella en junio de 1941, no alcanza a comprender el real alcance de las objeciones interpuestas. Fundamentalmente porque para ella el problema de si la Iglesia puede o no aceptar fuera de sus límites la existencia de experiencias de vida cristiana auténticas, legítimas desde todo punto de vista, no constituye un mero objeto de elucubración: se trata por el contrario de una cuestión crucial, desde el momento en que la verdadera misión de la Iglesia en el mundo no podría realizarse sino admitiendo esa posibilidad como punto de partida. En parte, también, porque Simone cree que la pertenencia a la Iglesia se relaciona con la realización de una vocación personal a la que se refiere cuando hace uso de los conceptos de perfección y de imperfección. Porque la perfección no se mide a su juicio en relación con criterios generales, universales, pasibles de ser enunciados y definidos objetivamente: cada individuo alcanza la suya en la medida en que es capaz de transformar su vida adecuándola a un designio especial de Dios que ha de tomarse el trabajo de descubrir y dilucidar. En otras palabras: una de las afirmaciones a las que Simone no está dispuesta a renunciar a ningún costo cuando plantea un eventual ingreso a la Iglesia es la absoluta validez de permanecer fuera.

 

Estas cuestiones se relacionan con su concepto de catolicidad, que difiere significativamente del que proponía el magisterio preconciliar. La Iglesia no es católica –o no debería serlo– por su voluntad de incorporar a todos los hombres al número de los bautizados, sino por su capacidad para aceptar como legítimas, e incluso como propias, la totalidad de las manifestaciones religiosas auténticas. Para Simone existen dos elementos fundamentales que permiten dilucidar si una religión debe ser encuadrada en esa categoría o si por el contrario debe contarse en el número de las “falsas”: uno de ellos es la fe en un Dios al que se reconoce como bueno; el otro es la gratuidad de la experiencia religiosa, el rechazo de “pactos” que regulan la relación entre Dios y sus criaturas. Porque entre Dios y los hombres no hay nada que se pueda “pactar”, simplemente porque no hay nada que las criaturas puedan ofrecer a su Creador.

 

El cristianismo no es la única “religión auténtica”, y la Iglesia es católica –universal– en la medida en que logra abarcar a todas las religiones auténticas. “Siempre que un hombre invocó con el corazón puro a Osiris, Dionisio, Krishna, Buda, el Tao, etc., el Hijo de Dios respondió enviándole el Espíritu Santo. Y el Espíritu obró sobre su alma, no obligándolo a abandonar su tradición religiosa, sino dándole la luz –y en el mejor de los casos la plenitud de la luz– en el interior de esa tradición” 1. Para Weil la Iglesia no es más católica en la medida en que el impulso misionero incorpora a su seno a más gente; lo es relación a su capacidad para abrazar al resto de las “religiones verdaderas” reconociéndoles pleno derecho de ciudadanía. “El cristianismo, puesto que es católico, debe contener todas las vocaciones sin excepción. En consecuencia, también la Iglesia debería hacerlo” 2. La pregunta surge de inmediato: ¿por qué razón, entonces, profesar una religión y no otra? Porque las religiones, nos explica Simone, se adecuan al ethos de cada pueblo, de manera que cada uno de ellos encuentra en la propia el modo específico de relacionarse con Dios y la vive como la única verdadera y la única posible. Es parte de su arraigo. Pero la Iglesia ha de ver más allá.

 

El otro punto tiene que ver con la vocación personal, con el destino, con el designio de Dios para su vida. Porque entre las múltiples vocaciones que el cristianismo debe contener figuran no sólo las colectivas, sino también las individuales. Crucial aquí es la cuestión de las relaciones entre el individuo y la colectividad: “la colectividad es depositaria del dogma; y el dogma es un objeto de contemplación para el amor, la fe y la inteligencia, tres facultades estrictamente individuales”. De allí que conciliarlas implique construir una “armonía en sentido pitagórico: justo equilibrio de los contrarios”. En reiteradas ocasiones Simone Weil expresó en esos precisos términos sus dudas en relación con un eventual ingreso a la Iglesia. Se preguntaba si la voluntad de Dios –su perfección– era que adhiriera a la Iglesia, o si por el contrario deseaba que permaneciese “en la intersección entre el cristianismo y todo lo que no es él”. En una autobiografía que envía a Perrin a mediados de mayo de 1942 afirma que hasta el momento, a pesar de haberse propuesto la cuestión durante la oración, durante la liturgia y “a la luz del resplandor que queda en el alma después de la misa”, no ha experimentado nunca la sensación de que Dios la desee dentro de la Iglesia, lo que la conduce a concluir que, al menos por el momento, su vocación, la voluntad de Dios, es que permanezca fuera de ella. No se trata en este caso de objeciones de naturaleza intelectual y por lo tanto objeto de la inteligencia, sino de razones que anidan en su sensibilidad y que deben ser discernidas e interpretadas mediante el ejercicio de la contemplación y de la “atención”. A la postre, Weil parece convencida de que su vocación personal, su modo de ser perfecta, es dar testimonio de vida cristiana fuera de la Iglesia.

 

Ese testimonio no es de ningún modo marginal: es por el contrario clave en su contexto histórico, porque el cristianismo está llamado a dar respuesta a una situación en buena medida inédita y a todas luces dramática: “nunca en toda la historia actualmente conocida hubo una época en que las almas estuvieran tan en peligro como ahora en todo el globo terrestre”, escribe a Perrin. El problema es que la Iglesia romana no está a la altura de ese desafío epocal: ha heredado de Israel la absurda idea de que es ella el único espacio posible de salvación, ha confundido la fe con la pertenencia, a Dios consigo misma. Si la imagen del cuerpo místico que propone la eclesiología de la época es rechazada de plano por Simone Weil es justamente porque favorece, a su juicio, una confusión entre el Cristo y la Iglesia que juzga gravemente errónea, si no blasfema. En virtud de esa confusión la Iglesia pretende obligar al amor y a la inteligencia a adoptar “su lenguaje por norma”, una pretensión que, lejos de proceder de Dios, nace “de la tendencia natural de toda colectividad, sin excepción, a los abusos de poder”. No ha comprendido que el único camino de salvación es que el cristianismo se encarne en la vida profana en lugar de negarla, y que la vida profana en Occidente ha sido moldeada por los pueblos denominados “paganos”, en particular los griegos. Para Weil la Iglesia tiene la misión de “mostrar” al Cristo, de comunicar un anuncio de salvación, de conducir a los hombres al conocimiento de una verdad de la que no posee el monopolio. No la de imponer una teología que excluye a las demás tradiciones religiosas auténticas, no la de incorporar a su seno a todos los hombres obligándolos a abjurar de cuanto no se ajusta a sus propias enseñanzas. La Iglesia confunde el mensaje religioso con la teología. Lo único que impone el Evangelio, en su opinión, es el anuncio de que Jesús es el Cristo, anuncio que ha de agregarse a las demás tradiciones religiosas auténticas y a las tradiciones “profanas” de cada pueblo, porque es capaz de iluminarlas a todas en lugar de sustituirlas generando desarraigo y dolor. Sólo entonces el cristianismo podrá llamarse a sí mismo “católico”.

 

Los escritos de esos últimos años de la vida de Simone Weil vuelven una y otra vez sobre esos temas que la obsesionan: la multiplicidad de tradiciones religiosas auténticas, la nefasta confusión entre la fe en Cristo y la adhesión a la Iglesia, la relación conflictiva entre individuo y colectividad. Temas todos que podrían convertirse en tópicos de seria reflexión también para el catolicismo actual, enfrentado crecientemente al fenómeno de los “católicos sin Iglesia”. Los sociólogos de la religión constatan cada vez con mayor nitidez la proliferación de experiencias espirituales, incluso de identidades confesionales, que no se traducen en la adhesión a una comunidad religiosa (lo que Grace Davie llama “creer sin pertenecer”, “believing without belonging” 3) y menos en el seguimiento de las pautas normativas de las Iglesias. Se trata en buena medida de una ruptura más general de los universos de pertenencia: desde los años 60 es clara la transformación de numerosas instituciones –partidos políticos, sindicatos, clubes– de “instituciones de pertenencia” –aquellas en las que los miembros se inscriben en forma vitalicia– en “instituciones de servicio” a las que se recurre en situación de necesidad 4. En el caso de los católicos que creen pero no pertenecen, lo más fácil y cómodo para la Iglesia es sin dudas ofrecerles el regreso al redil. En las lecturas más autocríticas, esos hombres se han “alejado” porque la Iglesia no ha sabido retenerlos, porque no ha dado respuesta a sus necesidades espirituales. En las más miopes todo es culpa del “mundo moderno”. Pero en todos los casos se los considera una “anomalía” que debe ser corregida por medio de una adecuada acción pastoral. Simone Weil propone una lectura distinta, que contempla la existencia de múltiples vocaciones cristianas, colectivas e individuales, dentro y fuera de la Iglesia. Piensa una Iglesia cuya función primordial, si no única, es la de ser depositaria de los sacramentos y custodio de los textos sagrados; la de formular, sí, “decisiones sobre algunos puntos esenciales”, pero “sólo en calidad de indicación para los fieles” 5. En su opinión el futuro del cristianismo y la salvación de las almas dependían de esa transformación, de la capacidad de la Iglesia para convertirse en aquel árbol de la parábola en el que anidaban todos los pájaros.

 

 

 


1. S. Weil, Carta a un religioso, Buenos Aires, Sudamericana, 954, pág. 22.

2. Salvo indicación contraria, las citas siguientes provienen de S. Weil, A la espera de Dios, Madrid, Trotta, 1996, págs. 45 y ss.

3. Grace Davie, Europe: The Exceptional Case. Parameters of Faith in the Modern World, London, Darton, Longman & Todd, 2002.

4. Danièle Hervieu-Léger, Catholicisme, la fin d’un monde, Paris, Bayard, 2003.

5. Citado por G. Gaeta, “Sulla soglia della Chiesa”, en S. Weil, Lettera a un religioso, Milano, Adelphi, 1996, pág. 128.

3 Readers Commented

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  1. Cesar Carbajal on 27 junio, 2011

    Excelente!

  2. Graciela Moranchel on 21 julio, 2011

    El significado de la «catolicidad» de la Iglesia dado por Simone Weil y que el autor del artículo recrea, es un punto más que interesante para reflexionar hoy. La Iglesia es católica, justamente si se abre para «integrar» a todas las religiones o expresiones espirituales de la humanidad, y no por sus desvelos para conseguir que se bauticen todas las personas posibles, como ocurre actualmente en tantas campañas pastorales «oficiales», donde lo único que se busca es «facilitar» el acceso al sacramento, más allá de cuestiones de fe y seria decisión personal.

    Una reflexión eclesiológica seria puede tener como disparador muchos textos de Simone Weil sobre este punto. Me gustó mucho el artículo. Lamento haberlo descubierto recién ahora, luego de tantos años de publicado. Pero bueno, nunca es tarde para leer algo bueno…

    Saludos cordiales,
    Graciela Moranchel
    Profesora y Licenciada en Teología Dogmática

  3. carla on 19 febrero, 2013

    para mañana tengo un trabajo sobre Simone Weil . Me ha gustado mucho la página . Pero no acabo de entender de donde vienen todas sus influencias?

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