Llama la atención la inquietud que provoca el retorno de la nación. Se siguen inventando naciones, y por lo tanto posibles Estados nacionales. Comunidades que jamás se habían concebido como naciones -en la ex Yugoslavia, por ejemplo-, se manifiestan como tales. La implosión soviética fue el momento de la gloria de las naciones 1, en el cual el hecho nacional desconsiderado por Gorvatchov fue una de las causas de su ruina política. Continúan las afirmaciones nacionalitarias -expresión distinta del fenómeno propiamente nacionalista- así como presenciamos los procesos de invención y construcción de naciones salidas de los procesos tardíos de descolonización o de crisis de viejos Estados multinacionales.
Esas manifestaciones ocurren simultáneamente con el fenómeno de globalización y la erosión relativa del Estado nacional como cuadro político soberano. Y es esa diversidad de situaciones la que intentaré explorar en breves reflexiones.
La rama doblada
El nacionalismo que más ha conmovido al siglo XX es el nacionalismo de los nacionalistas, que designa un sistema de pensamiento esencialmente fundado sobre la primacía, en el orden político, de la defensa de los valores nacionales y de los intereses nacionales, pero en un sentido organicista distinto del voluntarista, perteneciente a otra tradición. En la visión organicista la nación es un valor supremo, un organismo proyectado en una ideología absoluta, que priva sobre el hombre. En este tipo de nacionalismo no se aplica el precepto evangélico según el cual no es el hombre para el Sábado, es el Sábado para el hombre, sino el precepto antiliberal, autoritario y antidemocrático, y al cabo totalitario, según el cual el hombre es para el sistema y no el sistema para el hombre.
Junto a ese nacionalismo estructurado y organicista existió y existe un nacionalismo difuso e inorgánico, de sentimiento general que no se identifica con el nacionalismo de los nacionalistas. Aunque en muchas situaciones el nacionalismo de los nacionalistas sería incomprensible si no explotara la presencia de un nacionalismo de opinión general. E inversamente, el nacionalismo de sentimiento general procura ser estimulado por el nacionalismo de los nacionalistas, que aporta temas, palabras de orden y cuadros de expresión. Isaiah Berlin 2 emplea una metáfora expresiva para describir las reacciones nacionalistas más agresivas y hostigantes. El nacionalismo es como la rama doblada que los hechos llevan a una máxima tensión y cuando vuelve lo hace con fuerza que hiere y deja marcas si algo o alguien la recibe en su reacción. El nacionalismo organicista y el nacionalismo unificador, de significación ambivalente pero históricamente actuante, fueron manifestaciones que hoy reaparecen como viejos demonios o nuevas realidades con la tensión de la rama doblada.
No hay sólo nacionalismo agresivo y excluyente que Juan Pablo II denuncia por su proyección inhumana, sino nacionalismos defensivos de quienes quieren manifestarse contra fenómenos que no dominan o que padecen como dominantes. Ambos son bandera para nuevos alineamientos políticos y se expresan en situaciones muy diferentes.
Citaré algunos ejemplos entre muchos posibles para demostrar que el recorrido social del nacionalismo es tan cambiante como proclive al desconcierto. Escritores que suelen situarse en la izquierda ideológica se están desplazando hacia cuestiones que hacen a la integración europea, a la inmigración, a la nacionalidad. El caso que tengo inmediatamente presente es el de Francia. Algunos comunistas que no han renunciado a su ideología aunque su iglesia esté en crisis, están en diálogo tenso pero cercano con ideólogos de la extrema derecha expresándose mutuas simpatías acerca del redescubrimiento de la nación, el antiamericanismo y aun el antisemitismo. La derecha republicana presenta testimonios análogos y Stanley Hoffmann comprueba 3 que durante la mayor parte de 1992 y 1993 la vida política francesa comenzó una suerte de regresión hacia un nacionalismo proteccionista y defensivo que evoca signos de chauvinismo. Con la extensión del desempleo y el movimiento de poblaciones, la transnacionalidad de esas manifestaciones conduce a los franceses al rechazo del multiculturalism in the American way. La protesta se hizo pesada hasta el reciente triunfo socialista y no debe esperarse que se haya esfumado. Incluye el rechazo de los nuevos bárbaros subdesarrollados, pero también la amenaza de los bárbaros superdesarrollados, en alusión obvia a los Estados Unidos. Hay razones para rechazar ciertos aspectos de la vida francesa atribuibles a la americanización forzada. Pero Hoffmann no es el único en advertir que las razones más genuinas en materias puntuales -tal vez el cine y la agricultura- son nutridas por viejos demonios más bien que por nuevos argumentos. El caso francés es un ejemplo vívido y corriente de la coexistencia tensa entre la necesidad atávica de los franceses de un Estado que aferra a la sociedad, e igualmente el fuerte instinto francés de resistir al Estado…. Un tema que el fenómeno Le Pen ha puesto en evidencia es, precisamente, cómo mantener los viejos demonios a raya.
Un segundo caso de apropiación del tema nacionalista. Cómo seguir siendo comunista después del derrumbe, entre 1989 y 1991, de los regímenes del socialismo real. Es un interrogante que tiene varias respuestas según situaciones regionales y, sobre todo, nacionales. Donde los comunistas siguen reconociendo la ideología, ésta mantiene los cuatro antis caracterizados por el anticapitalismo, el antiimperialismo, el antifascismo y el antirracismo. Si bien los cuatro antagonismos están imbricados, el anticapitalismo determina a los otros: porque el capitalismo está presente es que hay imperialismo, riesgos de fascismo y difusión del racismo. En cuanto persisten como partidos comunistas, hay oposición absoluta al capitalismo y pretenden que es necesario romper con el mercado y sobrepasar al capitalismo. Es una de las diferencias fundamentales con los partidos socialdemócratas y socialistas, los cuales sostienen la necesidad de rectificar los efectos negativos del mercado. Los detalles precisos de aquella ruptura son poco explícitos y hay diferencias a veces profundas entre los comunistas de Francia, de Italia y de otros países occidentales. No obstante, los partidos comunistas de Europa occidental buscan una genealogía nacional que les permita remitir el fracaso soviético a particularismos diferentes de los que conciernen a las situaciones locales.
La operación tiene sus riesgos, en particular el de una deriva nacionalitaria. Uno de los principales caballos de batalla del comunismo europeo es la lucha contra la Unión Europea y el tratado de Maastricht, que simboliza a sus ojos los peores errores del capitalismo. Ese combate antieuropeo incluye la globalización como uno de los blancos de la crítica, y a su vez procura evocar una doble ventaja: de una parte, los PC occidentales esperan atraer las categorías populares hostiles a la unificación europea (objetivo que comparten con expresiones de la extrema derecha como el lepenismo francés, por ejemplo), y de otra parte quieren situar a los partidos socialistas y socialdemócratas a la defensiva, haciéndolos aparecer como cómplices de la ofensiva neoliberal, del pensamiento único y de los atentados a la soberanía nacional denunciados por los comunistas. Una vez situado en la realidad nacional, el comunismo se presenta como la pura y simple expresión de lo social 4. Dados los cambios habidos en el mundo, el comunismo se muestra, pues, como un ideal de protesta; y procura beneficiarse con cierto capital de simpatía que pueda ocultar las dimensiones más sombrías de su historia. Tardíos y superficiales en la adhesión a la democracia, a la búsqueda de arraigo en sociedades que viven asediadas por incertidumbres, se reclaman como nuevos nacionalistas, reivindicativos del Estado-providencia cuya crisis niegan, así como afirman la necesidad de su defensa allí donde quedan manifestaciones de él.
El tercero y último de los casos que ilustra el tema de la vigencia del nacionalismo en manifestaciones que pueden ser o parecer premodernas, tiene repercusiones tan polémicas como los anteriores. Se trata de la prédica del subcomandante Marcos, jefe del Ejército Zapatista de Liberación Nacional desde su centro de operaciones en Chiapas, Méjico.
Para Marcos, el neoliberalismo como sistema mundial es una nueva guerra de conquista de territorios. Habría comenzado la cuarta guerra mundial. Y esto reclama de los Estados nacionales que definan su identidad 5. El hijo (el neoliberalismo) devora al padre (el mercado nacional), y en lugar de democracia para Marcos la escena mundial es un caos sembrado por la bomba financiera. La primera víctima es la polis (es decir, la nación). La Unión Europea pavimenta el camino hacia el fin de las naciones. La política, en tanto que motor del Estado-nación, no existe más (sic); es sólo gestión de la economía y los hombres políticos no serían sino gestionarios de empresas. El discurso de Marcos es frontalmente nacionalista y reivindicativo de un Estado nacional hoy víctima de la mundialización, entendida como un fenómeno concentrador de la riqueza y distribuidor de la pobreza. Los zapatistas estiman -escribe- que, en Méjico, la reconquista y la defensa de la soberanía nacional hacen a la revolución antiliberal, porque la construcción de las megapolis y la fragmentación de los Estados son una consecuencia de la destrucción de los Estados-nación. En suma, para el líder del movimiento indígena la defensa del Estado nacional es necesaria frente a la mundialización, que demoniza.
La posición del zapatismo mejicano es una manifestación del nacionalismo defensivo planteado desde la marginación, pero no para desgajarse de la nación mejicana sino para que (los pueblos indígenas) sean reconocidos como parte del país, pero con sus especificidades (…) porque aspiran a afirmarse en un Méjico armónico con la democracia, la libertad y la justicia. De donde se presentan como defensores auténticos de la soberanía nacional, que consideran indivisible y no defendida por el gobierno ni por las fuerzas armadas legales. El nacionalismo aparece en este testimonio militante como patrimonio de una legitimidad que los zapatistas no reconocen a la legalidad vigente. En la medida que ese movimiento indígena pueda reconocerse como una expresión de izquierda -cuestión abierta- no hace sino manifestarse dentro del rumbo examinado por Jorge Castañeda en La utopía desarmada. En este ensayo, el escritor mejicano propone para la izquierda latinoamericana, como destino inexorable, la reformulación del nacionalismo, en democracia.
Globalización y Estado contemporáneo
Muchos piensan que el Estado nacional, o el Estado-nación en la literatura histórica y política, ha llegado a la etapa final de su existencia. Otros, aceptando la metamorfosis formulan el dilema entre muerte o transfiguración, y se inclinan por ésta 6.
En el corazón histórico de la sociedad moderna, la Comunidad Europea supranacional, que analiza Michael Mann a propósito de nuestro tema, parece conferir crédito particular a la tesis de una fragmentación en curso de una soberanía nacional y política. Pero la cuestión esta abierta. La politología contiene exámenes del proceso europeo que ven en él transformaciones de los Estados nacionales que los conducen a formas más vastas, a confederati, condominii o federatii, como se ha expresado, sugestivamente, en latín, evocando formas antiguas 7. La lectura de la historia y de las instituciones que realiza Mann lleva a resultados mucho más matizados. Por lo pronto le parece que el debilitamiento del Estado nacional es en Europa occidental moderado, específico, desigual, y sin equivalentes más allá del continente. En otras regiones pueden hallarse casos semejantes, pero al cabo las diferencias son mayores y las razones, muchas veces premodernas. Por otra parte, Europa no es el porvenir del mundo….. En la mayor parte de este mundo los Estados nacionales maduran o persisten, y los que han entrado en crisis no parece que sea por envejecimiento.
Una exploración comparativa no exhibe la declinación general del Estado nacional, aunque pese la actividad de fuerzas supranacionales que imponen reformulaciones profundas. La democracia sigue contando con el Estado-nación para su existencia. Y las potencias significativas del mundo actúan desde Estados nacionales. Sería sorprendente para un norteamericano o un japonés, para no citar sino a los otros dos actores del conjunto trilateral, que se les proponga la idea de un Estado nacional en retroceso o al borde de la muerte. Cuando, si se observa el fenómeno en perspectiva histórica, son Estados nacionales relativamente recientes, con un capitalismo en manos de nacionales como no se comprueba en ningún país europeo.
A eso puede añadirse que la sociedad, sobre todo la occidental, no ha sido nunca puramente nacional, porque las fronteras nacionales jamás constriñeron del todo ni a la economía capitalista ni a la cultura moderna. El barroco, el movimiento romántico, la novela realista, el estilo victoriano, la ópera, el ballet, el modernismo en arte y en decoración, para no citar la música rock o la arquitectura posmoderna, expresan con evidencia el carácter transnacional de los hechos culturales. Arnold Toynbee había construido su teoría de la historia a partir de la dimensión cultural que él llamaba civilizaciones. Hoy se vuelve sobre esa dimensión, al mismo tiempo que el tema de las culturas se nos viene encima. La vieja Europa es, en ese sentido, un laboratorio de experiencias, desafíos, respuestas y perplejidades.
La Comunidad Europea es, en efecto, un caso testigo. Articula Estados nacionales que luego de grandes guerras cuentan con la defensa norteamericana, cediendo lo que había sido una función original del Estado-nación y una fuente del nacionalismo agresivo: la potencia militar decisiva. El tratado de Maastricht, firmado en 1991, es considerado una pieza maestra pero de difícil interpretación en cuanto a sus consecuencias, conducidas desde la Comunidad por altos funcionarios con convicciones federalistas que asocian las decisiones de política general a soberanías nacionales afectadas en la capacidad de legislar por la tendencia dirigida hacia el mercado único y el sistema monetario europeo. La CE es fundamentalmente un organismo de planificación económica, según sus intérpretes experimentados. Pero no es sólo eso, si se consideran los principales objetivos de Maastricht: promover un progreso económico y social equilibrado y durable, especialmente por el establecimiento de una unión económica y monetaria; afirmar la identidad de Europa sobre la escena internacional, a través de una política exterior y de seguridad comunes que pueda conducir a una defensa común; reforzar la protección de los intereses comunes en dirección a una ciudadanía europea, y alentar una conferencia intergubernamental destinada, en su momento, a completar lo acordado en Maastricht.
Esas intenciones y compromisos están hoy en debate, porque ha mediado la guerra yugoslava, las masacres africanas, la fragilidad del proceso de paz en el Medio Oriente, el desempleo y la exclusión, los movimientos inmigratorios y el tráfico de drogas, temas en los que la Unión Europea y sus principales protagonistas han tenido y tienen conductas renuentes o ineficaces, y políticas a menudo ambiguas. La Unión Europea es una gran potencia económica y comercial, pero el déficit democrático expresado por la necesidad pendiente de desarrollar una ciudadanía europea, realizar reformas que permitan el control de los parlamentarios europeos por sus electores e introducir la transparencia en los procesos de decisión de Bruselas, resume en parte la crítica política a lo que se ha logrado, que ciertamente no es poco. Si se impondrá o no la propuesta de un Jacques Delors en favor de Europa como federación de Estados nacionales, fórmula que procura conciliar los fenómenos coetáneos de globalización, regionalización y vigencia relativa pero existente del Estado nacional, es un interrogante abierto y una de las lecciones del proceso europeo que América latina debería examinar de cerca 8.
Todo lo expuesto sucede mientras la globalización o la mundialización es el contexto. Fenómeno no imprevisto. La unificación del mundo, lo que luego de esa expresión sencilla y elocuente se ha denominado la aldea global, fue un proceso percibido con nitidez creciente en este siglo 9. La cuestión reside en saber si se trata es un proceso incremental o si representa un salto cualitativo en la historia de la humanidad.
Si fuera un proceso incremental, cabe pensar, sería relativamente controlable. Con el aumento de factores tendientes a la unidad habría probablemente un aumento correlativo de conocimientos que los acompañen, y al acompañarlos los conduzcan. Hacia 1963 Jean Piaget escribía que la realidad social contemporánea constituye algo nuevo si se la compara con el pasado de la humanidad: todos los hechos importantes que se producen en cada una de las sociedades nacionales toman inmediatamente un carácter universal y repercuten sobre el mundo entero. Los fenómenos colectivos han cambiado de escala, y el plano sobre el que se producen es el de una interdependencia completa. A pesar de las tentativas artificiales de autarquía económica y espiritual, no existe más ni economía nacional ni política exterior aislada, ni tampoco reacciones intelectuales y morales limitadas a un solo grupo.
Si esto es así, la perplejidad, la mezcla inextricable de asombro, gratificación, duda y temor que hoy se advierte frente al fenómeno de la globalización, reside en que no se presenta como evolutivo, sino como revolutivo. Y las revoluciones, como indica la experiencia, son fuente de consecuencias queridas y no queridas, previstas e imprevisibles, aunque fueran a veces sospechadas. Bienes, capitales, gente, conocimiento, imágenes, comunicaciones, pero también el crimen, la cultura, la polución, las drogas, las modas y las creencias fluyen a través de las fronteras territoriales. Redes transnacionales, movimientos de población, relaciones infinitas conmueven virtualmente todas las áreas de la actividad humana.
La globalización es inevitablemente atendida. Necesita ser entendida, porque sigue siendo cierta la apreciación con que Piaget completaba la descripción precedente: el hombre no se ha adaptado psicológicamente al nuevo estado social. No ha encontrado ni el instrumento intelectual que servirá para coordinar los fenómenos sociales, ni la actitud moral que permitirá dominarlos por la voluntad y por el corazón.
La globalización es extensión, pero también intensidad. Tiene una connotación espacial, pero también supone la intensificación antes desconocida en el nivel de las interacciones, los contactos, la interdependencia entre Estados y sociedades que constituyen la comunidad mundial. Sus consecuencias no se experimentan de manera uniforme a través del globo como hemos visto y parece obvio ni tampoco en un mismo Estado o sociedad. La globalización tiene, por decirlo así, diferentes llegadas que reflejan las asimetrías existentes en la geometría del poder mundial. Y entonces aparece como un proceso más bien dialéctico que lineal, con tendencias opuestas: integración global vs. fragmentación; universalismo vs. particularismos; homogeneidad vs. diferenciación cultural.
El debate que lleva a repensar el Estado nacional con todo lo que eso significa, parte de lo cual hemos insinuado, tiene consecuencias intelectuales y prácticas. Si ese debate existe se debe a que la teoría moderna del Estado democrático constitucional supone la idea de una comunidad de destino, abordaje que los factores transnacionales en principio ignoran, o frente al cual se desinteresan, salvo que la traducción de esa idea los condicione.
La comprobación de que es impropio escribir el epitafio del Estado nacional no significa ignorar que el espacio político y económico internacional busca nuevas formas de articulación, o las va produciendo allí donde la búsqueda no es deliberada, o donde los fenómenos sustantivos se padecen porque no hay capacidad efectiva de dominarlos, o de reducirlos a problemas gobernables.
La búsqueda de nuevas formas de articulación, en la que la región y las subregiones, como entre nosotros el Mercosur, no son manifestaciones de puro voluntarismo, es provocada por la percepción cada vez más compartida de que es preciso identificar dislocaciones internas y externas para actuar sobre ellas. Dislocaciones entre el dominio formal que los Estados, sobre todo los democráticos, intentan guardar para sí mismos, y los caminos por los cuales andan los factores de poder global, internacional o regional, que condicionan las prácticas efectivas de los Estados nacionales. El mapa de esos caminos y dominios relativamente reservados podría proveernos de una guía para redefinir el ámbito y la naturaleza, y por lo tanto los alcances actuales, de la autoridad soberana de un Estado contemporáneo maduro o en trance de maduración, en medio de la globalización.
En la dimensión política, las transformaciones de las estructuras internacionales de seguridad en un orden internacional de dominación es un tramo para explorar en ese mapa imaginario. En la dimensión económica, los caminos cuentan con exploraciones expresivas, entre otros motivos porque la globalización suele tratarse con frecuencia en esa única dimensión.
La globalización, en fin, trae consigo, paradójicamente, la internacionalización del Estado más bien que su desaparición. Y son los Estados nacionales maduros, y los que aspiran a serlo, protagonistas necesarios en el proceso mundial, como lo asumen sin dudar los Estados Unidos, Japón, China, la Unión Europea, aún con sus disidencias internas.
En perspectiva histórica, la Argentina y la mayoría, si no la totalidad, de los Estados nacionales latinoamericanos estamos en clave comparada en la etapa de la maduración. Hemos vivido etapas hobbesianas en lo político y en lo económico: estamos en condiciones de entrar en la etapa lockeana, que supone asociar la constitución política efectivamente democrática a la constitución económica, pero también asignaturas pendientes a la constitución social y moral.
La coordinación regional sería un salto hacia la maduración plena. Este debe ser el sentido, entre nosotros, del Mercosur y de sus extensiones viables. La regionalización no es, nos parece, una globalización en escala menor o un fragmento de la mundialización. Es la coordinación estratégica de Estados nacionales inteligentes para aprovechar oportunidades y para disminuir o compensar las consecuencias dañinas de la globalización. Para lograr un espacio mayor de civilización que permita ascender en la escala mundial para ver más lejos y actuar en consecuencia. Es una forma de sumar armas que existen en el arsenal político y económico de Estados nacionales democráticos precarios, medios o consolidados en relación con una democracia pluralista real, pero que no sirven guardadas en las parroquias locales.
¿Situados o sitiados?
El último libro de Ronald Inglehart 10 examina los cambios culturales, económicos y políticos ocurridos en 43 sociedades contemporáneas, entre ellas la argentina. Podemos apoyarnos en un peldaño de ese trabajo notable: es cuando comprueba que si bien no hay determinismos políticos, económicos y culturales, la lectura de la historia, de las instituciones, de la economía y de la política pone de manifiesto la relación que existe entre esas dimensiones y los cambios que han ocurrido y, en el largo plazo y en cierto sentido, que pueden esperarse con mayor probabilidad.
Un fragmento importante del libro explora la hipótesis de que, como un resultado del rápido desarrollo económico y la expansión del Estado de bienestar que siguió a la segunda guerra, la experiencia formativa de las cohortes más jóvenes en la mayoría de las sociedades industriales, habría de diferir de las viejas en cuestiones fundamentales, que las llevarían a cambiar las prioridades valorativas. En breve: los viejos, víctimas de las privaciones de los años de guerra privación de alimentos, pero también de paz, dieron prioridad a valores materialistas, enfatizando sobre todo seguridad física y económica. Los jóvenes, quienes crecieron en una sociedad con un Estado que brindó conquistas en la seguridad económica y física, cambiaron las prioridades de los viejos por valores posmaterialistas, adhiriendo a la autoexpresión y la calidad de vida. Preciso es decir que cambiaron las prioridades, pero sin despreciar los valores por los que los viejos trabajaron, o que privilegiaron. Los jóvenes posmaterialistas construyen las nuevas prioridades sobre el suelo de la seguridad física y económica.
Esas hipótesis, que Inglehart fue elaborando desde hace un cuarto de siglo así como las investigaciones y sobre todo las interpretaciones, fueron sometidas a la polémica. Y en este libro hallamos la ratificación de que el cambio político, económico y cultural van de la mano lo que puede aceptarse pacíficamente, y que hasta cierto punto esa congruencia puede extenderse a ciertas predicciones lo que es controvertido, como había ocurrido con las teorías de la modernización. Pero según los datos indican, los valores posmodernos han prevalecido en las sociedades industriales avanzadas produciendo cambios valorativos importantes que se van imponiendo en la medida que las generaciones jóvenes del posmaterialismo van tomando la posta de las más veteranas.
Para nuestras reflexiones inmediatas, es interesante comprobar que los Estados y sociedades nacionales más aptas para no ser sitiadas por la globalización, exigen haber salido del nivel de la sobrevivencia institucional, política, económica y cultural 11.
Los cambios valorativos examinados tienen implicaciones globales que es demasiado importante ignorar, señala Inglehart en el final de su introducción. Podría añadirse una afirmación complementaria: la globalización golpea más fuerte y con menos generosidad a quienes son frágiles frente a los cambios.
Una nación situada supone una sociedad civil sólida, una economía moderna con capacidad de crecimiento, un Estado que favorezca la adaptación a las oportunidades del cambio cualitativo, la instalación de la confianza entre los competidores de la democracia respecto de la lealtad a las reglas del juego y de la confianza recíproca entre los miembros de la sociedad, y el reconocimiento de la dimensión ética desde una triple visión: una ética del carácter (¿qué clase de gente y de dirigentes somos?), una ética de la opción (¿qué clase de decisiones adoptamos?) y una ética de la comunidad (¿qué tipo de sociedad buscamos crear?).
Por lo pronto, ley, moneda y templanza moral en dirigentes y sociedad. No nos parece fundamental discutir si un Estado nacional y una sociedad contemporáneos necesitan haber llegado al posmaterialismo para situarse en la globalización, porque puede darse la tentación de saltar hacia él por el atajo del voluntarismo en lugar de aceptarse que, de ser deseable, es un peldaño precedido por el peldaño materialista. Hay que pisar con seguridad en éste y aprestarse al cambio cultural del paso siguiente, que supone preocupación por la calidad de la vida de las personas y también de los sistemas, entre ellos el Estado. Y naturalmente la calidad de quienes gobiernan y dirigen en el Estado y en la sociedad, como una ética del carácter propone.
La calidad de la democracia que nos abrigue es un elemento importante para no ser sitiados por la globalización, pero también para salir del nivel hobbesiano que siempre acecha. Reinhold Niebuhr lo expresó muy bien: La capacidad del hombre para la justicia hace la democracia posible; pero la inclinación del hombre hacia la injusticia hace la democracia necesaria.
Versión de la ponencia del autor en la Cuarta Conferencia Industrial Argentina, Buenos Aires, septiembre 1997.
1. Así tituló una de sus últimas obras Hélene Carrére dEncausse: La Gloire des Nations ou la fin de lEmpire soviétique, Paris,1990. Su libro premonitorio fue LEmpire éclaté. Paris, 1978.
2. Confr. especialmente Against the current y más recientemente The Sense of Reality. Studies in Ideas and their History. Londres.1996.
3. «France: keeping the demons at bay». The New York Review of Books, March 3, 1994.
4. Conf. Marc Lazar. «Lidéologie communiste nest pas morte». En Esprit. Paris, Marsavril 1997. También el ensayo colectivo consagrado a La Gauche en Europe depuis 1945. PUF. Paris. 1996.
5. «Pourquoi nous combattons. Le Monde Diplomatique. Aout 1997.
6. Confr. Michael Mann en Daedalus, número dedicado a Reconstructing Nations and States, 1993, vol. 22, n. 3, y Le Débat, Nation: entre dépassement et reviviscence. Paris, marsavril 1995.
7. Confr. Philippe Schmitter. The European Community as an emergent form of political domination. Instituto Juan March, doc. de trabajo n. 26,1991.
8. Confr. Semanas Sociales de Francia. Entre mondialisation et nations. Quelle Europe? Paris, 1997.
9. Confr. el editorial de Criterio, Buenos Aires, 22.2.96, n. 2169, «Globalización y fragmentación».
10. Ronald Inglehart. Modernization and Postmodernization. Cultural, Economic, and Political Change in 43 Societies. Princeton University Press, 1997. La obra combina los trabajos de más de 80 investigadores que siguieron las pautas de World Values Surveys aplicadas a los países donde actúan. Esas 43 sociedades representan el 70% de la población mundial, varían entre un ingreso per capita de $300 por año a sociedades con ingresos cien veces más grandes e incluyen democracias establecidas con economías de mercado hasta estados autoritarios de derecha y exsocialistas. La última ola de datos proceden de 1990, pero cierto número de países fueron examinados entre 1970 o 1980 y ese año. Del mismo autor: The Silent Revolution:Changing Values and Political Styles among Western Publics, y Cultural Shift in Advanced Society. El empleo de aspectos del libro en este texto son de mi responsabilidad.
11. Confr. cuadros 11.1 y 11.2, pp. 333 a 336 e interpretaciones adjuntas respecto de la Argentina, Hungría y Sudáfrica desde 1981 situadas aún en el nivel de survival values según la categorización del autor.