Apareció en una sala de cine arte, pero esperemos que salga dentro de poco en video, este documental de impresionante ascetismo y rigor, y quizá por ello mismo más interesante, más emotivo, y más sugestivo que otros acercamientos a la misma figura. A diferencia de otras películas sobre el Che, ésta apenas tiene dos o tres imágenes suyas, y están todas al comienzo, en un prólogo que obra como marco de referencia, «cuando huyendo de privilegios, nomenklaturas y burocratismo», nuestro personaje asume una última aventura, y aparece clandestinamente en Bolivia, calvo y sin barba.

 

El resto de la película es, como dice su título, el diario del Che. La cámara registra sus páginas, un narrador va leyendo algunos párrafos heroicos (todo es una sucesión de desencuentros, fatigas, desilusiones), y al mismo tiempo van apareciendo los lugares que esas páginas mencionan. Y las gentes. Un par de ex-guerrilleros, tres ex-soldados, dos propietarios que le vendieron alimentos, las viejas de un villorrio, que repiten sus palabras, y culpan de delatoras a las del pueblo vecino, la vieja solitaria que lo denunció, y su hija enana, y el árbol que le dio cobijo, tal como figuran en el libro… La impresión es muy fuerte, y compleja. Ese es el lugar. Ahí pasaron los hechos. En tanto tiempo, nada ha cambiado. El intenso canto de los pájaros, la aspereza del monte, y esas gentes que, como criaturas de Borges, viven en el cultivo, casi en el culto, de un recuerdo. La cámara se planta en la callejuela de una aldea, o en un camino de cabras, y a uno le parece estar viendo al hombre de quien hablan. No está, pero así deben ser las cosas. “Un mito siempre está ligado a la ausencia”, ha dicho el autor del filme, el documentalista suizo Richard Dindo, parafraseando indirectamente a André Malraux. A manera de epílogo, van también el relato de la maestra de La Higuera, acaso la última persona que conversó con Guevara (“me conversó”, dice ella, y agrega “una persona muy caballerosa”, en ese castellano casi colonial que han sabido conservar los bolivianos).

 

Luego se ven el aula donde murió, la lavandería donde pusieron su cuerpo, como el Cristo de Mantegna, herido en un costado, los escritos que sus peregrinos dejan en las paredes. No hay más, y sin embargo está todo, el hombre, el mito, el paso del tiempo. Dindo no emite la menor moraleja. Desdeñoso del comunismo y de las religiones, se limita a seguir los hechos. Y le sale, a pesar suyo, un via crucis que deja sin palabras.

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  1. david on 3 abril, 2013

    quien escribió este articulo,disculpen!

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