Tony Blair habló de “la mano de la historia” en sus espaldas cuando debió señalar la esperanza que depositaba en el acuerdo enderezado a la paz que se estaba gestando en Irlanda del Norte y fue firmado el 10 de abril. No eran sólo sus espaldas las que sostenían esa esperanza; eran también las de David Trimble, líder de los Unionistas de Ulster y las de los negociadores del Sinn Fein, ala política del IRA, y, paradójicamente, las de paramilitares de ambos extremos que comenzaron a distinguirse de los fundamentalistas en el reconocimiento de que la violencia continua no llevaba a ninguna parte, o en todo caso llevaba a una parte oscura del futuro.

 

La jerarquía católica irlandesa recibió con prudencia el acuerdo, sin renuencias pero con la intención de no aparecer implicada en negociaciones políticas. Felicitó a los participantes y protagonistas, mientras el arzobispo de Dublin hizo lo mismo e invitó a los actores a que fuesen animadores del “perdón y la abnegación”. Más difícil fue la posición de las iglesias protestantes, en general proclives al apoyo pero acosadas por uno de sus militantes, el reverendo Ian Paisley, contra todo acuerdo con los católicos. Si se tiene en cuenta que el histórico conflicto irlandés, tiene a la religión como uno de sus ejes fundamentales, se entiende mejor la reacción cautelosa pero positiva de la mayoría de los líderes religiosos, entre los cuales el líder fanáticamente opositor es ahora la excepción.

 

Desde los Estados Unidos Bill Clinton endosó calurosamente el acuerdo, en el que un senador de su partido actuó como mediador explícito. Si se tiene presente que más de 40 millones de norteamericanos son de origen irlandés, el acuerdo de Belfast tendrá consecuencias electorales no desdeñables. Si en 1996 el 62% de los votos de aquellos millones fueron a Clinton, y si las cosas siguen bien, el partido Demócrata puede esperar un porcentaje mayor en esa enorme minoría del electorado. Incluso la Unión Europea está jugando su papel de manera discreta pero masiva, con inversiones en la modernización de Irlanda del Norte y en programas intercomunitarios que interesan a miles de personas. La apertura hacia y desde Europa, sumada a la presencia norteamericana, constituye uno de los factores internacionales actuantes en la moderación del conflicto.

 

La lectura de una larga historia que apenas insinuaremos ahora hace comprensible la seria posibilidad para la paz efectiva abierta en Irlanda. Para los irlandeses no se trata sólo de lectura sino de historia vivida dramáticamente.

 

El nacionalismo irlandés arraiga en una Irlanda que ha sido la marginada entre las naciones de las islas británicas. Fue siempre la última entre los británicos, o como muchos aprendieron a sentirlo, los irlandeses han sido los no-británicos de las islas. Entre la asimilación a la cultura inglesa y la separación, el separatismo fue un sentimiento en difusión creciente. La religión ha sido un factor clave de la conciencia nacional irlandesa, y esto desde fines del siglo XVII. La mayoría era no sólo católica, sino también desposeída. Desposesión y fe, y más tarde un tipo agresivo de nacionalismo, se alimentaron recíprocamente. Si uno era protestante tenía más derechos civiles, incluyendo el derecho a la propiedad personal, y mejor educación. Las escuelas católicas fueron desalentadas por la ley y por las políticas públicas.

 

Mientras Escocia fue una suerte de “subestado” nacional satisfecho dentro del Reino Unido, y Gales lograba respeto a sus usos religiosos y a su lengua, el nacionalismo de Irlanda encontraba en la marginación y en la protesta religiosa razones para luchar por una independencia completa. Polarizada entre el fanatismo religioso católico y el igualmente fanático protestantismo probritánico, la unión de Irlanda con Gran Bretaña fue un acto fallido desde el principio. Sólo el Ulster prosperaba mientras el resto de la isla se degradaba. Una hambruna en 1840 mató un millón de sus habitantes; otro millón emigró hacia los Estados Unidos. Durante las décadas siguientes otros millones siguieron ese camino. De ocho millones de habitantes a mediados del siglo pasado, la población cayó hacia el final de siglo a la mitad.

 

El nacionalismo irlandés nunca olvidó esos tiempos, recordados con resentimiento frente a la percepción de la indiferencia británica, cuando no de un abandono deliberado. La tradición de violencia que cultivó una minoría militante desde el siglo XVIII se fue arraigando, aunque no necesariamente difundiendo. Después de la participación y la independencia en 1922, los protestantes y las fuerzas británicas suprimieron transitoriamente la acción revolucionaria de la minoría católica en el norte y en el sur católico la guerrilla del IRA siguió actuando en progroms respondidos puntualmente por su contraparte protestante.

 

Ambas comunidades, en fin, fueron construyendo “mundos” distintos. Se convirtieron en lo que se llamó expresivamente el conflicto de “dos soledades”.

 

La represión británica y el terrorismo de los extremistas protestantes no tuvieron éxito, pero el terrorismo del IRA, apoyado por la Unión Soviética durante la guerra fría y por irlandeses poderosos de los Estados Unidos fue conociendo luego de esos tiempos el precio de un relativo pero constante aislamiento internacional. Incluso los objetivos verdaderos del IRA fueron haciéndose más confusos, porque al cabo algunos de sus actores revelaban una extraña y romántica fascinación por soluciones lejanas a una Irlanda democrática. Aspecto éste de no fácil análisis, pasa con él lo que Furet describe en su bello libro sobre El pasado como ilusión: hay procesos en los que el reconocimiento de todas las perspectivas de la verdad es bloqueado por el temor o el interés a que se devele. En el caso irlandés, esto vale tanto para el análisis del comportamiento del nacionalismo como de sus enemigos.

 

En los últimos años todas las partes, salvo los fanáticos de todos los bandos, fueron admitiendo la necesidad de soluciones políticas, y no de represiones militarizadas y de contestaciones terroristas. Si los nacionalistas irlandeses debían revisar sus posiciones en pos de lo que la mayoría de la gente pedía, los hombres de Londres y los actores de las políticas anticatólicas habían demostrado demasiado fanatismo, incompetencia e insensibilidad como para que el experimento represivo se legitimase.

 

En los años 90, los moderados y los innovadores comenzaron a converger. Ellos fueron los que dieron el paso enormemente difícil para hacer la paz en el acuerdo reciente. Es un acuerdo que se dedica más al cuidado de los medios que a la pretensión de suscribir sin fisuras fines compartidos. La paz se logra por pequeños pasos, piensan los irlandeses protagonistas de un acuerdo que, según se va viendo, es respaldado explícitamente por dos tercios de la población de la isla. Puede ser una vez el triunfo de la política sobre la violencia, pero también el de la innovación sobre el revolucionarismo y el de la promesa de justicia sobre los dogmatismos reaccionarios.

 

El acuerdo de Belfast es un suceso. Pero es sobre todo, y sustancialmente, un proceso que necesita de gente sensible, porfiada y con coraje. La paz se construye con gente así y el apoyo de la sociedad. Y también con algo de suerte. Un primer gran paso se ha dado en la dirección que las malas pasiones habían impedido.

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?