Una de las características de la diplomacia en un mundo crecientemente interdependiente son las llamadas “reuniones cumbres” a las que asisten los jefes de Estado. Allí se tratan, básicamente, aspectos vinculados a la administración de alguno de los capítulos de una agenda internacional donde predominan los temas del comercio y la moneda. Las cuestiones relacionadas con la seguridad se abordan más bien en ámbitos menos notorios (desafortunadamente no en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas) o en las “cumbres” de una OTAN potenciada -paradójicamente sin Guerra Fría-, en la medida que se amplía a los países eurocentrales.

 

En nuestro continente el antecedente previo a esta “cumbre presidencial” fue el evento de Miami en 1994. En esa oportunidad la Administración Clinton quiso reparar una notoria falla: la ausencia de una política hacia América latina y el Caribe. El vacío se explicó por el involucramiento de los Estados Unidos en otras cuestiones, por ejemplo la transición en Rusia, Medio Oriente y Asia. Sin embargo, cuando Washington decidió apurar la Cumbre de Miami, más allá de la compensación, estuvo muy presente el cálculo económico. En efecto, terminada la Guerra Fría, una de las prioridades de la diplomacia de Washington pasa por la conquista de mercados, de manera que el comercio es uno de los capítulos externos donde el presidente Clinton más se ha concentrado. En esa circunstancia la Casa Blanca y sus expertos estaban preocupados por el destino final de la gran ronda comercial previa a la creación de la Organización Internacional de Comercio y en especial advertían la creciente importancia del mercado regional para las exportaciones norteamericanas.

 

En Miami la decisión más importante fue la creación de una zona de libre comercio, el ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas). Esta idea venía de la Administración Bush y Clinton la retomó seguramente teniendo a la vista los datos comerciales y la creciente importancia que la Unión Europea otorgaba en particular al Mercosur. A partir de ese momento en Washington cesó el “piloto automático”, la región pasó a ocupar otro rango, el eje de la agenda política impuesta por la Casa Blanca dejó de ser el narcotráfico y quedó claro que México era un caso singular   -por ser vecino y haber accedido con dificultades al Nafta-, no equiparable al resto de la región.

 

La historia de la preparación de la Cumbre de Santiago de Chile no fue ajena a los nuevos datos que emergen en América latina. En particular, los años que van de Miami a Santiago se caracterizaron por la concentración del diálogo en torno de Washington y el Mercosur. Sólo en esta nueva etapa los Estados Unidos advirtieron el protagonismo adquirido por este emprendimiento sureño que, gracias a la decidida voluntad de Brasil y la Argentina, permitió pasar de una geopolítica de confrontación a una geoeconomía de cooperación. En la medida que el Mercosur resultó exitoso, multiplicando el comercio subregional, atrayendo inversiones y concitando interés en Europa y Asia, en los Estados Unidos surgieron dos tipos de reflejos; el primero: no quedar al margen; y el segundo, resultado de una vieja constante de su política exterior: evitar que los intereses europeos se instalen en estas tierras.

 

Un funcionario notorio de la segunda gestión del presidente Clinton llegó a afirmar que el Mercosur era “nocivo” para los intereses estadounidenses y al exponer ante el Senado explicó el surgimiento de esta Unión Aduanera como un efecto no deseado de la no-política norteamericana hacia América latina. Las diplomacias sudamericanas llegaron así a la conclusión de que el éxito del Mercosur lo había llevado a incorporarse a “la pantalla del interés nacional de los EE.UU.”, con todo lo que ello supone por tratarse, nada más y nada menos, que de la única superpotencia global.

 

Para el Mercosur resultó difícil sostener el diálogo diplomático previo a la Cumbre de Santiago. La constante presión estadounidense se centró en la idea de acelerar las negociaciones comerciales, mientras que los países del sur en todo momento buscaron ganar tiempo para estar en mejores condiciones de competitividad con los productos norteamericanos. Originariamente la idea prevaleciente en Washington consistía en defender el concepto de “cosecha temprana”, que en la práctica significa habilitar la posibilidad de ir suscribiendo y poniendo en funcionamiento acuerdos parciales en aquellas áreas donde se pudiera llegar a un consenso. En cambio, los países del Mercosur siempre fueron partidarios de no avanzar parcialmente para estar en condiciones de retener los instrumentos diplomáticos en sus manos hasta tanto se arribara a acuerdos en todas las áreas de interés, como lo son por ejemplo las cuestiones agrícolas para la Argentina. Otro punto donde se reiteraron las diferencias fue en el cronograma. Los Estados Unidos insistieron en iniciar las negociaciones a partir de la Cumbre de Santiago y el Mercosur hablaba de lanzar. Más allá de las palabras, el sentido de esta pulseada era muy concreto: al apelar a un lanzamiento, quienes querían ganar tiempo postergaban el inicio de las negociaciones para más adelante; en verdad lanzar debió ser leído como un mero anuncio sin compromisos inmediatos.

 

En la reunión de nivel ministerial celebrada en San José de Costa Rica, en las semanas previas a la “cumbre”, se alcanzó el consenso previo que es de práctica, ya que los Presidentes cuando se reúnen trabajan sobre resultados, consagrando lo que los expertos han acordado. Los Ministros virtualmente establecieron un “empate”. Aceptaron iniciar las negociaciones a partir de Santiago, tesis sustentada por los Estados Unidos, y aprobaron el criterio del single undertaking (nada será firmado hasta que todo esté acordado), defendido por el Mercosur. Asimismo se aceptó un criterio que en su momento enfrentó a ambos polos: los países pueden negociar sobre la base de grupos subregionales, que es la idea del Mercosur. Éste nunca aceptó la tesis norteamericana que llegó a pretender que, una vez creado el ALCA, los grupos subregionales debían licuarse. En cuanto a las fechas, se insistió en la meta de concluir para el 2005, es decir el cronograma norteamericano. En materia de autoridades, en Costa Rica quedó plasmado el nivel de los verdaderos interlocutores: el Nafta y el Mercosur. Así, en la primera etapa, la presidencia y la vicepresidencia rotará entre Canadá y la Argentina, mientras en la etapa final, ello ocurrirá entre los Estados Unidos y Brasil. En este campo el mensaje es claro y sin duda el gran derrotado ha sido México, país que aspiró a un rol mayor, debiéndose conformar con ser la sede del último round de negociaciones.

 

Este acuerdo pactado en San José constituyó la base de la agenda de la Cumbre de Santiago, un evento pensado cuando Chile aspiraba a ser invitado a ingresar al Nafta. Pero no sólo ello no ocurrió, sino que también las expectativas originales quedaron automáticamente devaluadas desde el momento en que el Congreso de los Estados Unidos le negó al presidente Clinton la “vía rápida”, que le hubiera permitido a éste negociar en otros términos tentando a muchos países con la posibilidad de acceder a ese importante mercado. Como se sabe, Clinton llegó a Chile con las manos vacías y por esa razón el Departamento de Estado vanamente buscó sustitutos, como quedó de manifiesto en el reportaje concedido por el Presidente a algunos periódicos latinoamericanos. En esa entrevista Clinton se mostró forzado a justificar la falta de apoyo del Congreso y trató de desviar los temas hacia las cuestiones no comerciales. En ese nuevo contexto se explica la importancia que el ocupante de la Casa Blanca le atribuyó, para la “cumbre”, a las cuestiones de la seguridad y el narcotráfico, temas que no formaban parte de la agenda propuesta en Miami.

 

Finalmente se arribó a la reunión de Presidentes donde afloraron un conjunto de debates que vinieron a sustituir la ausencia de grandes anuncios comerciales. Una vez más surgió un tema que se reitera en cada evento regional: Cuba. Por decisión norteamericana, Cuba no está invitada y el argumento formal es la ausencia cubana en el sistema panamericano que se institucionaliza en la Organización de Estados Americanos (OEA). Como era de esperar, luego de la visita de Juan Pablo II a la isla, muchos creyeron que era posible modificar el marco político, que excluye al régimen castrista, a cambio de determinadas concesiones, por ejemplo derechos humanos, pluralismo, libertad de prensa. Sin embargo los Estados Unidos no sólo no dieron señales de cambio sino que también “sugirieron” a gobiernos como el argentino no hablar de cambios respecto de Cuba. El presidente Clinton también trató de convencer al gobierno de Frei acerca de equipar a la fuerza aérea trasandina con aviones norteamericanos, ahora que Washington levantó la veda a la venta de armas. En cuanto al narcotráfico -una fuente permanente de conflicto-, si bien en las formas hubo avances en el sistema de certificación, en los hechos habrá que esperar para observar la conducta norteamericana. Hasta ahora anualmente los Estados Unidos juzgan a los países según sus propios criterios y así han llegado a certificar o descertificar sobre la base de pautas no muy objetivas. Colombia fue descertificada y México no lo fue. Cuesta explicar este doble standard ya que ambos países están involucrados en ese tipo de producción y de comercio. Y esa medida acerca o aleja a los países de determinados créditos blandos. El unilateralismo norteamericano ha sido reiteradamente cuestionado y en general los países de la región han venido reclamando la creación de un mecanismo multilateral. Ahora este último procedimiento parece ser aceptado, pero habrá que ver si Washington se desprende de ese instrumento diplomático; sobre todo cuesta creer que el Congreso, que después de la Guerra Fría ha retomado muchas atribuciones externas, esté dispuesto a perder esa parcela de poder.

 

Por último, en la Declaración Final se lee un compromiso colectivo a favor de la educación. Más allá de que se cumpla lo acordado, objetivamente hablando, se trata de un compromiso casi revolucionario; el hecho de que este aspecto figure como meta es de por sí destacable y habla de una nueva realidad y de la vigencia de un diagnóstico certero.

 

Queda entonces la “foto de familia”. El tiempo dirá cuán importante resultó esta “cumbre”, sobre la base de los avances que se registren en los dos ejes que encabezan los documentos finales: comercio y educación. El Mercosur y el Nafta serán los protagonistas de la pulseada comercial. Seguramente el presidente Clinton no podrá obtener de aquí hasta el final de su mandato el instrumento de la “vía rápida”, de manera que el Mercosur deberá aprovechar los próximos dos años para avanzar en su agenda pendiente, sin duda compleja, ya que se trata de alcanzar el mercado común, buscando multilateralizar sus opciones diplomáticas a través de los acuerdos con la Unión Europea. En cuanto a la educación es de esperar que los gobiernos cumplan y para ello habrá que revisar la actual agenda de prioridades, sin duda excesivamente orientada hacia las cuestiones económicas.

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