Las cronologías pueden ser tramposas, sobre todo si se atribuye a una mera convención historiográfica un valor simbólico exagerado o se resuelve trazar con ella una frontera divisoria entre dos edades. Conviene entonces recordar lo obvio, algo que fácilmente se olvida: la historia se atiene a cronologías para entender, en una primera lectura, cómo se relacionan los hechos (“lo que realmente ocurrió”, según Ranke) y sus efectos (lo que los actores hubiesen querido que ocurriera y no necesariamente acontece); pero, en un nivel más profundo de esa secuencia, hay cortes y cambios de rumbo que no coinciden con el comienzo y terminación de un siglo.

 

Para sortear los obstáculos que levantan las cronologías en la vida histórica, muchos historiadores (Eric Hobsbawm es el más importante) han introducido el concepto de un “siglo corto”, entendido como un período más breve que se recorta sobre los cien años del siglo XX. Esta idea deriva de la percepción del origen y crepúsculo de una era que inició la estúpida matanza de la Primera Guerra Mundial entre 1914 y 1918 (estúpida porque ningún hombre de Estado, y tampoco las masas conmovidas por el irracionalismo patriótico, fue capaz en aquel entonces de prever sus devastadores efectos) y clausuró la caída del muro de Berlín en 1989.

 

Según esta perspectiva, el siglo XX se revela como un contrapunto entre el horror y el progreso. Jamás en la historia de la humanidad la voluntad totalitaria (nacida precisamente de los escombros de la Primera Guerra Mundial) fue capaz de sacrificar a tantos millones de seres humanos en el altar de ideologías convertidas en lo que Raymond Aron denominó “religiones seculares”, jamás, por otra parte, el genio y la inventiva del hombre lograron avanzar hasta el punto de penetrar en el misterio de la vida humana y del cosmos que la rodea.

 

Aquella visión fáustica del mundo, aquel furor desatado que pretendía transformar las sociedades a la medida de designios colosales, hoy han quedado relegados a los arrabales de la historia. Nadie, o muy pocos, parecen creer en estas mutaciones guiadas por una voluntad ilimitada al modo, por ejemplo, del stalinismo en la Unión Soviética, del nazifascismo en Europa occidental, del maoísmo en China o del Khmer rojo en Camboya (y la lista podría alargarse hasta cubrir el planeta entero). Para quien está acostumbrado a tratar problemas propios de la larga duración, como diría Braudel, lo más destacable del ocaso de las ideas y creencias que sustentaron estas catástrofes es la lejanía que ahora las envuelve; distancia, por cierto, muy poco comparable con el lapso que nos separa de aquellas experiencias.

 

Se dice que el rápido desenvolvimiento de los acontecimientos ha quebrado la continuidad del pasado, con su memoria entrelazada de hechos terribles y benignos, y nos ha instalado frente a una certidumbre y varios interrogantes. La primera observación se repite con insistencia. El único régimen que ha sobrevivido al derrumbe del totalitarismo, en tanto principio de legitimidad valioso, es la democracia constitucional en pugna con los factores que, desde sus orígenes republicanos en el siglo XVIII, siempre la erosionaron: la violencia, el fanatismo, el autoritarismo enmascarado tras las leyes y la corrupción.

 

Los interrogantes de fines de siglo son, por su lado, naturalmente imprevisibles y pueden servir de ariete para socavar aquella certeza fundamental. Tocqueville decía que la libertad política es un fenómeno condicionado por tendencias históricas de peso. El ejercicio de la libertad política -afirmaba- no puede oponerse, so pena de perecer, al ascenso para él inevitable del sentimiento subjetivo de la igualdad en los individuos y en las sociedades. Algo análogo acontece en la actualidad: no es la igualdad la deidad en ascenso sino un cambio de escala espectacular en las relaciones económicas, tecnológicas y culturales.

 

Tanta velocidad adquiere esta mutación que los discursos, palabras y teorías dispuestos a dar cuenta de ella revelan una marcada insuficiencia. El concepto de globalización, por ejemplo, es acaso útil para fijar un contorno planetario, pero no alcanza a explicar sus efectos políticos ni menos las normas que deberían regularla (por lo visto, La paz perpetua de Kant o Pacem in terris de Juan XXIII no evocan por ahora una agenda con resultados probables sino una meta todavía inalcanzable).

 

Por otra parte, la indigencia teórica que suele difundirse a través de comentarios mediáticos, notas de actualidad y una manifiesta pereza para seguir pensando es como el calco al revés de lo que pretendían las religiones seculares del siglo XX. Así como los marxismos vulgares sostenían que la historia estaba determinada por la fuerza inexorable que conducía a la sociedad sin clases y al comunismo, ahora se proclama, con la misma arrogancia, que el ser humano ya no generará más utopías y que sobre la idea del progreso las campanas tocan a muerte.

 

Esta nueva versión de la historia, llamada “pensamiento único”, no tiene, creo yo, el más mínimo asidero: significaría, a la postre, negar una dimensión del sujeto democrático de las sociedades modernas que, por múltiples caminos, imagina el perfil de otra sociedad o, mediante acciones donde se mezclan la cooperación pacífica y la protesta, explora otras alternativas. Así como el progresismo del siglo XIX no logró eliminar las ideas reaccionarias, estos esquemas no lograrán borrar la apetencia de nuevos horizontes inscripta en el alma humana.

 

Desde luego, estas teorías à la page son tan precarias como el contexto en el cual dicen inspirarse. El vacío de significados, la levedad de las cosas, lo efímero del tiempo: todas estas metáforas dan cuenta de un cambio histórico que deja atrás la densidad ideológica de antaño y no la reemplaza con nada. En realidad, estas visiones son extremistas por partida doble. Sufren de una incurable nostalgia por los “grandes relatos de la historia” que revertían el sueño de la ciudad de Dios en la ciudad de los hombres y no proveen ninguna alternativa capaz de sortear la trampa del vacío. El mundo de finales de siglo acaso esté huérfano de revolucionarios (por ahora), pero más serio aún es que entre esas ausencias y los administradores de los sistemas globalizados no aparezcan reformadores capaces de corregir serias carencias y asumir lo que siempre ha exigido la legitimidad democrática: reconstruir sin pausa un orden que, por definición, está sujeto a la crítica constante.

 

En el curso de dos siglos se intentó construir una ética de la revolución y después el acento se desplazó hacia la ética individual; es hora de colocar nuevamente en el lugar que le corresponde a la ética reformista. Este problema se ha instalado en nuestras sociedades y no sólo en América Latina. Es acuciante en Europa y sin duda en los antiguos países comunistas que han iniciado una difícil marcha hacia la democracia.

 

Entre todas las cuestiones que en los próximos años tendrá que enfrentar la reforma política se destaca la erosión que padece el Estado. Este proceso es asimétrico y, por ejemplo, no afecta en la misma medida a una superpotencia sin rivales como los Estados Unidos, a una superpotencia en decadencia como Rusia, a una superpotencia ascendente como China, o a un conjunto de países europeos en trance de pactar consensualmente una nueva soberanía supranacional.

 

En este juego de asimetrías, América Latina puede quedar una vez más a remolque del progreso si los factores asociados a la corrupción y a la debilidad institucional adquieren la fuerza suficiente para convertirse en contra poderes del Estado. En los países del Mercosur estas señales nos colocan frente a un doble espejo: por un lado, el camino de la integración basada en sólidas instituciones domésticas; por otro, la rápida decadencia de la calidad estatal que es reemplazada por redes de violencia tributarias de la corrupción, las mafias y el narcotráfico. Pese a las enormes dificultades en el mundo del trabajo, un espejo lo proveen un puñado de países que defienden un equilibrio razonable entre libertad e igualdad (en las Américas el único ejemplo convincente es el de Canadá); el otro espejo es el mundo andino. En un caso, las instituciones configuran el marco indispensable para consolidar la democracia y diseñar una respuesta regional viable a la globalización; en el otro, la caducidad de las instituciones (o su reemplazo por el poder ilegítimo de organizaciones y bandas capaces de producir coacción, amenaza y protección distribuyendo ingentes recursos) puede rasgar el velo de una democracia virtual que gira en rueda libre, sin rumbo fijo e inerte frente al desarrollo de la macro y micro violencia.

 

La Argentina transita en este fin de siglo por ese paso de cornisa desde donde se puede avizorar una civilización más humana o la regresión a la atmósfera agobiante de una ilegalidad cada vez más generalizada. Estos no son, va de suyo, escenarios inéditos para los argentinos; son problemas que arrastran un legado de frustraciones a resolver por la deliberación y el consenso (y no por “el azar y el accidente” como dice El Federalista) asuntos comunes, propios de toda sociedad civil. El Estado en la Argentina se ha revestido con mil máscaras: según diversos períodos fue signo de fraude electoral, de irresponsable paternalismo populista, de mecanismos proscriptivos, y de torturas, mutilación y crímenes. Hoy es signo de una democracia que debe recuperar el temple de sus instituciones públicas: la dignidad de sus jueces y representantes, la responsabilidad de su poder de policía y la honestidad y eficiencia de sus burocracias.

 

Quizá valga la pena recordar, en este número aniversario de CRITERIO, los conceptos de un pensador cristiano (un solitario admirable que en su momento afrontó las furias del autoritarismo católico, particularmente en nuestro país) frecuente colaborador en las páginas de esta revista. En El hombre y el Estado Jacques Maritain decía que el Estado tenía en la vida de las democracias una función modesta y al mismo tiempo trascendente, pues esa deidad consagrada por los totalitarismos -Maritain escribía estas cosas en los años cincuenta- no era más que el instrumento de que se valía la sociedad política para realizar el bien común. Estamos de acuerdo. Aun así, el valor de una cultura no se prueba solamente por el genio de sus protagonistas sino por la calidad de los instrumentos que es capaz de diseñar.

 

Uno de los factores que más equívocos produce en la historia es la manía inveterada de predecir el futuro. Presiento, sin embargo, que la cuestión del Estado no nos abandonará fácilmente en los próximos años.

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