Pronto se celebrará en Roma la asamblea especial del Sínodo de los Obispos para América con representantes del episcopado católico americano. Sugerida por el Papa en su Discurso en Santo Domingo en vista a la “solicitud pastoral por las categorías sociales más desprotegidas” (DSD 17) fue propuesta en Tertio millennio adveniente entre los “Sínodos de carácter continental” (TMA 38). Su doble contexto, americano y mundial, atravesado por el conflicto norte-sur, marca a la Iglesia del continente que pronto superará el 50% del catolicismo.

 

Juan Pablo II le ha señalado tres objetivos: promover la nueva evangelización; incrementar la solidaridad entre las iglesias; iluminar los problemas de la justicia internacional 1. Para cumplirlos la reflexión girará en torno del tema: Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América (L 3; IL 1). Jesucristo es el Camino al Padre y a los hermanos, y por eso la vía a recorrer por la Iglesia para una nueva evangelización que promueva la conversión como fuente de comunión y solidaridad. El Sínodo deberá articular esas metas alrededor de Cristo-camino: la conversión personal y social, la comunión trinitaria y eclesial, la solidaridad social e internacional (IL 2, 68).

 

Muchos temas se anudan a ese enunciado: desde la búsqueda de nuevos senderos pastorales hasta el replanteo de la deuda externa, que pertenece a la agenda del Papa (TMA 51) y del Sínodo (IL 65). Tres desafíos no se podrán soslayar: religioso: anunciar a Cristo en el continente más cristiano del mundo ante el fuego cruzado del secularismo y las sectas; cultural: cultivar los valores genuinos y los intercambios recíprocos entre nuestros pueblos cuando se difunde una cultura global; social: globalizar la solidaridad frente a la injusticia nacional e internacional en el marco del conflicto entre norte y sur.

 

Me concentraré en una cuestión apenas planteada en los documentos previos (L 45, 47, 62, 64; IL 12, 36) pero importante para el Pueblo de Dios que peregrina por América entre procesos de continentalización y de globalización, sin referirme a sus aspectos más comentados. Trataré la relación entre catolicidad y mundialidad presentando al “universal católico” en su universalidad singular e integradora (1); indicando algunas conexiones entre la catolicidad eclesial y la mundialización secular (2); y enunciando desafíos del “Pueblo de Dios que está en América” para favorecer el intercambio de bienes entre iglesias y naciones (3). Lo ofrezco a una revista que, durante 70 años, ha pensado las cuestiones de la fe y la cultura con espíritu “católico” y en un horizonte “mundial”.

 

1. El “universal católico”

 

Sin analizar el término católico como denominación confesional, considero la catoli­cidad “cualitativa o intensiva”, propiedad esencial de la Iglesia que, reunida por la fe en Cristo, único Salvador, es un Pueblo universal. Si en el AT el Pueblo de Dios estaba limitado a una única nación, el Pueblo de la Nueva Alianza comprende a hombres de todas las naciones. La catolicidad es una unidad universal, con un dinamismo versus unum, hacia la unidad de todos. La Iglesia es kath’ hólon, secundum totum, según el todo. “Católico” indica la totalidad como una unidad de plenitud, no totalitaria sino totalizante, y por eso entraña una cualidad espiritual y una actitud mental determinada 2.

 

Catolicidad es ortodoxia y universalidad. La Iglesia contiene la totalidad de la fe y es capaz de alcanzar a la totalidad del hombre. En el primer sentido señala la integridad auténtica de la fe que le otorga a la Iglesia su unidad y la plenitud de los medios salvíficos. En el segundo indica la vocación eclesial de alcanzar a todos los hombres, lo que impele a abrazar a todo el hombre, a asumir todas las condiciones humanas y a ceñir a cada uno con sus peculiaridades. La catolicidad es una “totalidad” con un centro firme y abierto, capaz de asumir las diferenciaciones. Es una universalidad centrada, como la del Concilio Vaticano II, “centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo” (TMA 18). Si ortodoxia indica la unidad íntima de la verdad católica entonces universalidad significa su fuerza de dilatación universal, en una dialéctica de concentración y expansión.

 

La catolicidad, como la Iglesia, es divina y humana, y se desarrolla según una doble lógica que converge en la Plenitud de Cristo. “La naturaleza propia de la catolicidad exige reconocerle una fuente desde arriba y otra desde abajo: la Trinidad de Dios y la naturaleza humana” 3. La catolicidad de Trinitate se despliega desde su origen divino, misterio de unidad en la distinción, que es el modelo supremo de la Iglesia. La catolicidad ex hominibus se abre desde su base humana, misterio de distinción en la unidad, que es la “unipluralidad” de nuestra naturaleza.

 

Esa lógica se despliega en un entramado de dialécticas que conjugan principios contrarios: unidad y pluralidad, identidad y diversidad, universalidad y particularidad. La catolicidad sintetiza unidad y multiplicidad. La Catholica es al mismo tiempo rigurosamente una e indefinidamente múltiple, una Iglesia “en” muchas realizaciones. Su plenitud procede de Dios, que en su unidad alberga la pluralidad, y del hombre, que en su pluralidad tiende a la unidad. La catolicidad reúne identidad y diversidad. La identidad de la verdadera fe, que identifica a la Iglesia universal, se conjuga con la lógica de la diferenciación, multiplicación y particularización que hace de cada persona y de cada comunidad un sujeto diferente que desea ser asumido “a su modo” en la totalidad. La catolicidad no es expansión cuantitativa de la unidad sino comunión enriquecida por las diferencias, que en el Pueblo de Dios se han de respetar salvando la unidad en la fe.

 

La catolicidad reconcilia lo universal y lo particular. La universalidad despliega la identidad y la unidad de la fe teologal mientras que las particularidades concretan la pluralidad y la diversidad humanas. El “universal católico” supera la reducción lógica de la universalidad con la consecuente antinomia universal-particular. No es una generali­dad abstracta que, por un proceso de racionalización, se despoja de las particularidades. Tampoco depende de la extensión geográfica, pues otras religiones, iglesias e incluso sectas se extienden casi universalmente. La catolici­dad es original: una universalidad multiforme y no amorfa ni uniforme, diferen­ciada y no indiferenciada, centrada y no dispersa, integradora y no dominadora. Asume las particularidades evitando que se conviertan en particularismos al trascenderlas hacia lo universal. Y se resiste a los opuestos de una Iglesia “unitaria” concebida de forma centralizada y de una Iglesia “federal” vista como una libre asociación de iglesias autónomas.

 

La plenitud católica liga la unidad idéntica y universal con la pluralidad diversa y particular. Durante la guerra de las Malvinas, en plena tensión entre lo particular y lo universal, el Papa nos recordó que el Pueblo de Dios “no se limita a los confines forzo­samente estrechos de una nación, raza o cultura, sino que se extiende por todo el universo… (pero) no ignora ni des­precia las naciones, razas o culturas. Su grandeza y originalidad está precisamente en amalgamar en una unidad viva, orgánica y dinámica a las más diversas gentes; de tal modo que ni la unidad padece rupturas, ni la diversidad pierde sus riquezas esenciales” 4.

 

Ante el universalismo que niega las diferencias y el particularismo que rechaza la universalidad emerge la riqueza del “universal católico”. Su fundamento es Cristo, el Singular concreto y universal, que realiza el Uno por todos (pars pro toto) y el todos en Uno (totum in parte). Tanto universale como concretum se atribuyen Cristo contra la ley lógica que identifica lo universal con lo abstracto y lo concreto con lo particular. Su universalidad no es la de una idea abstracta pero su particularidad no es la de un mero individuo. El Verbo encarnado “concreta” singularmente la totalidad de Dios y del hombre con un significado salvífico universal que la Iglesia debe comunicar a todos. Por eso la Catholica, simbolizada en Pentecostés -la unidad de la fe en la diversidad de las lenguas (Hch 2,1-11)- debe realizar la universalidad en la particulari­dad, la unidad en la multiplicidad y la identidad en la diferencia.

 

2. Catolicidad y mundialidad

 

La Iglesia es católica y mundial porque tiene la vocación de alcanzar a la totalidad del hombre y del mundo. Su universalidad se despliega en el espacio y el tiempo. Es espacial en cuanto se encarna en la extensión y la geografía procurando llegar “hasta los confines del mundo” (Hch 1,8), haciendo crecer al Pueblo de Dios en su catolicidad “extensiva o cuantitativa” y arraigándolo geo‑culturalmente en cada pueblo. Es temporal porque asume el movimiento y la sucesión para extenderse “todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,20), incorporando nuevos pueblos que llevan a un crecimiento histórico-cultural de su catolicidad. La Iglesia, siendo católica desde siempre, en el sentido dogmático, al asumir las culturas históricas se hace más efectiva y plenamente Iglesia mundial.

 

El mundo se encuentra, desde la irrupción de América en la historia y desde el comienzo de la Modernidad, en un proceso de integración universal. Esta planetarización marca una nueva conciencia de mundialidad. Por primera vez la catolicidad se encuentra ante una Ecumene planetaria, lo que plantea el novedoso “encuentro entre el universalismo cristiano, o la catolicidad de la fe, y el universalismo humano, nacido de la unificación del mundo” 5. Hay que pensar esta desafiante sintonía manteniendo la unidad en la distinción y la distinción en la unidad.

 

Los Lineamenta advertían este signo de nuestro tiempo: “Para alcanzar esa meta, que responde al misterioso designio de Dios en Cristo, el camino es largo y laborioso. Se trata de un trabajo que implica diversas etapas orientadas a la formación de comunidades intermedias, de nivel regional, nacional e internacional. La tendencia histórica a formar comunidades de pueblos a nivel nacional, y comunidades de naciones a nivel internacional y continental, es señal de esa aspiración de la humanidad a reconocerse como una grande y única familia… Estos y otros son signos de una marcha lenta pero grandiosa e imposible de detener, que contribuye a la unidad de la familia humana… Esta es una grandiosa tarea y un enorme desafío que tiene delante de sí la Iglesia en América: trabajar por la comunión mientras se dispone a cruzar el umbral del Tercer Milenio de la era cristiana” (L 47bc).

 

Por esta correspondencia la mundialidad ayuda a comprender y realizar la catolici­dad, y la catolicidad ayuda a comprender y realizar la mundialidad. La mayor universalidad secular favorece la realización de la catolicidad del Pueblo de Dios y el “sentido católico” acompaña el camino hacia una comunidad universal de los pueblos. Por eso un típico aporte católico es ayudar a equilibrar la unidad universal y las diversidades particulares. Un país, un continente y el mundo son, cada uno a su modo, una unidad plural 6, una síntesis tensa entre unidad y pluralidad. También la Iglesia resulta una unidad plural sui generis y, por eso, puede iluminar el devenir de la mundialización.

 

El universal católico brilla ante las pretensiones ideológicas del universal­ismo abstracto moderno y del particularismo fragmentario posmoderno. Por eso debe afirmarse tanto ante la crítica ilustrada, que propugna una excluyente universalidad científica e impugna su particularidad histórica, como ante la coexistencia lúdica de fragmentos autosuficientes que rechazan toda universalidad como totalitaria. Ambas posturas alimentan el debate acerca de la unidad y la pluralidad de la cultura y de la historia. Si en lo fáctico la historia se hace planetaria, en lo teórico disputan cierta posmodernidad desencantada que liquida la posibilidad de una cultura humana y una historia universal sumando “muchas” historias privadas y cotidianas, y cierta modernidad obstinada que todavía postula “una” historia guiada por la ilustración de la razón y el progreso de la libertad 7. La realidad muestra procesos opuestos de globalización y fragmentación que se fugan hacia el cosmopolitismo y los nacionalismos. La universalidad, dada en potencia para actualizarse históricamente, debe incorporar y no absorber las particularidades, cuando la humanidad corre una misma suerte y no se diversifica en historias separadas, como se percibió en 1989.

 

La Iglesia, con su secular historia de catolicidad, debe ayudar a fortalecer la “subjetividad” de todas las comunidades para que la globalización no termine fagocitando familias, naciones y culturas. Los pueblos, sujetos de sus culturas e historias, tienen mayor o menor gravitación mundial. La Iglesia puede darles una visión teológica de la historia que conjuga tres niveles. La civilización universal con los instrumentos científicos y tecnológicos del desarrollo, cada vez más global, y las culturas particulares con su acervo de creencias, símbolos, costumbres, ritos y lenguajes. Si el progreso lineal abarca al mundo instrumental en sus logros acumulativos y su difusión televisiva e informática conformando “una” historia de la civilización, el plano de las culturas, unidades de memoria y de proyecto en base a sentidos, valores y fines, tiene la marca de lo “plural”. La historia es una en su progreso racional y múltiple en su dramática cultural. Junto a éstos la fe discierne un tercer plano, el “misterio” de la historia, centrada en Cristo, unificada por su fin escatológico, que le da su último sentido y funda la esperanza del Pueblo de Dios peregrino y universal 8.

 

Esta mirada “católica” a la mundialización puede enriquecer su desarrollo hacia la unidad universal evitando dos peligros. Por un lado la patología de la globalización o culto de la identidad que integra por exclusión o violencia, confunde unidad con uniformi­dad y propende un universal que es la “universalización” de una forma particular dominante. Otro es la hipertropia de la diversificación múltiple hasta la fragmentación en variados exclusivismos: desde el individualismo que niega toda comunidad al particularismo que rompe con la universalidad.

 

Un estilo “católico” sabe conjugar la dialéctica entre la parte y el todo como presencia del todo en la parte (totum in parte) y como referencia de la parte al todo (pars pro toto). Ser católico es ser, pensar, sentir y obrar según la totalidad. La actitud contraria, sectaria, niega el ser parte de un todo (esse partem unius totius) o el obrar como parte (agere ut pars), absolutizando una parcialidad. Que el todo esté en la parte signifi­ca que un miembro o comunidad particular del Pueblo de Dios realiza a su modo la catolicidad. Que la parte es para el todo significa que cada uno debe actuar en función de todos y del todo. A tono con esta concepción, aunque restringida a lo cultural, Puebla alertó sobre una falsa universalidad “sinónimo de nivelación y uniformidad, que no respeta las diferentes culturas, debilitándolas, absorbiéndolas o eliminándolas” (DP 427).

 

El mundo es, concretamente, el mundo de cada pueblo y de todos los pueblos. El Pueblo de Dios realiza su catolicidad al encarnarse en “todos” los pueblos, siendo Iglesia del pueblo y de los pueblos. La teología latinoamericana lo ha pensado al conectar catolicidad y religión popular. El principal valor dado a la religiosidad del pueblo es reconocerla como “expresión de la fe católica” (DP 444). Su carácter “popular” expresa la encarnación del Pueblo de Dios en el mayoría del pueblo gracias a la fe y al bautismo. La condición eclesial de las multitudes pobres y creyentes es una expresión de la universalidad eclesial porque especialmente “en el ámbito de la piedad popular la Iglesia cumple con su imperativo de universalidad” (DP 449). Así popularidad y universalidad se recubren mutuamente cuando la Iglesia se muestra capaz de ser “según la totalidad popular”. Por eso el sentido católico de Pablo VI trazó este principio de la pastoral popular: “Sensible a su deber de predicar la salvación a todos, sabiendo que el mensaje evangélico no está reducido a un pequeño grupo de iniciados, privilegiados o elegidos, sino que está destinado a todos, la Iglesia hace suya la angustia de Cristo ante las multitudes errantes y abandonadas ‘como ovejas sin pastor’ y repite con frecuencia sus palabras: ‘Tengo compasión de la muchedum­bre’ (Mt 9,36)” (EN 57).

 

3. El intercambio de dones en América

 

Entrelazar catolicidad y mundialidad exige profundizar el aporte católico para confirmar la unidad plural de América y del mundo, y para iluminar los movimientos de continentalización y globalización. En esta línea otro posible aporte consiste en promover una cultura de la comunión, la integración y el intercambio 9. Para eso hay que pasar de la comunión de la Iglesia universal a la comunicación entre las iglesias particulares porque, según Lumen gentium, la catolicidad es un fundamento del intercambio de dones. “En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus propios dones a las restan­tes partes y a toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comuni­can y tienden a la plenitud en la unidad” (LG 13c).

 

El intercambio de dones entre las iglesias, enraizadas en sus culturas, no sólo enriquece la catolicidad sino que también fomenta la comunicación entre los pueblos. Las iglesias arraigadas en las naciones de América están llamadas a acrecentar este intercambio de bienes teologales, humanos y materiales para ser un sacramento de la comunión entre las sociedades del continente. La Iglesia, comunión universal de las iglesias parti­culares presentes en los pueblos, representa y promueve sacramentalmente una unión universal de las culturas en la que cada una ha de aportar al conjunto. Para pensar concretamente este intercambio eclesial y cultural distinguiré tres horizontes y los recorreré de menor a mayor, del latinoamericano al mundial, privilegiando el nivel americano.

 

A nivel latinoamericano

 

Los principales interrogantes acerca de América Latina se pueden resumen así: es ¿una o plural?, ¿tradicional o moderna?, ¿occidental o sureña? Me centro en la primera cuestión recordando que Puebla acentuó la unidad y Santo Domingo la pluralidad. Una vía media reconoce la unidad plural afirmando tanto la comunidad continental como las diversidades de sus pueblos y Estados. Con todas las diferencias regionales, na­cionales o locales existe una “originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina” (DP 446) desde factores históricos, lingüísticos, culturales y religiosos comunes, que le dan “la unidad espiritual que subsiste pese a la ulterior división en diversas naciones” (DP 412). La clave de la unidad latinoamericana es sobre todo religiosa y cultural, situada en un nivel más hondo que los constituyentes geográficos, raciales, económicos, políticos y tecnológicos 10.

 

Con todas sus diversidades América Latina es una comunidad de pueblos con un plexo de valores comunes, un carácter afín, una tradición compartida, un estilo expresivo, y similares necesidades e inquietudes, que forman una misma morada espiritual. Testimonia esta concien­cia el nombre de América Latina, surgido en el siglo XIX para diferenciarse tanto de la América Sajona expansionista como de la Europa latina y que desde el inicio ha intuido el llamado a ser una nacionalidad continental 11. Esta unidad, limitada y variable, se confirma si se la compara con la que se da en otros conti­nentes, pues hay más unidad cultural entre dos puntos extremos de América Latina que entre dos países distantes de Europa, África o Asia, con diferencias lingüísticas, históricas y religiosas enormes.

 

Pero nuestro subcontinente no ha logrado una efectiva integración. La comparación con Europa sigue siendo útil al considerar el modo distin­to de constituir las nacionalidades. Allí los Estados se formaron desde raíces culturales preexistentes mientras que aquí la gran unidad histórica de la América Hispana fue dividida compulsivamente en una veintena de Estados que tuvieron que forjar naciones. Desde aquellas bases la integración de la “comunidad europea” posterior a la segunda guerra avanzó en lo económico y político, y ahora en­frenta el reto de establecer nuevos vínculos culturales recreando las bases comunes y respetando la riquísima variedad de micro-culturas, cuando se afirman regionalismos y autonomías. Pues también Europa es una unidad de multiplicidad 12.

 

América Latina necesita una mayor integración económica y política. El MERCOSUR, a partir del vínculo entre Argentina y Brasil, con su doble cara atlántica y pacífica, abre la esperanza a una proyección a la región y al con­tinente. Si la integración es el signo distintivo de la sociedad internacional al fin del milenio, América Latina debe lograr articulaciones que hagan posible un destino digno bajo el sol del siglo futuro. Si el sentido de Patria Grande nos configura desde la memoria histórica, la vocación de integración debe urgir la construcción de una Nación de naciones en la “aldea global”.

 

La Iglesia latinoamericana ha contribuido desarrollando una impresionante dinámica continental con las conferencias de Río de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo Domingo. Su fisonomía proviene de estar formada en su mayoría por un pueblo creyente y pobre, y de estar radicada en un subcontinente uno y múltiple, tradicional y moderno, occidental y sureño. Su identidad se expresa teológicamente en los temas de pueblo, cultura y liberación y en algunos de sus valores propios, como la riqueza de su piedad popular, el sentido de la liberación integral, la creatividad pastoral de sus comunidades, el florecimiento de sus vocaciones y ministerios, la fuerza de su opción por los pobres, su dinámica misionera ad gentes, su promesa de esperanza.

 

El Pueblo de Dios debe seguir siendo sacramento de comunión de nuestros pueblos con Dios y entre sí. Desde su misión debe fortalecer los vínculos religiosos y culturales para que la comunión teologal sea germen de nuevas formas, justas y eficaces, de integración secular “en los cuadros respectivos de una nacionalidad, de una gran patria latinoamericana y de una integración universal” (DP 428). Perseverar en esta animación de la comunión continental será un signo de fidelidad de la Iglesia latinoamericana a sí misma, ya que el CELAM y las cuatro Conferencias de nuestro Episcopado, en el último medio siglo, han promovido la unidad de América Latina y han generado líneas pastorales comunes, dando el ejemplo de reu­niones eclesiales que ahora se organizan en otros continentes como asambleas sinodales. Nuestra Iglesia, experta en latinoamericaneidad, cultivó este sentido de pertenencia en varias generaciones con sus documentos, santuarios y símbolos. De allí su responsabilidad en fomentar una cultura de la comunión.

 

Al ampliarse al nivel americano el Sínodo deberá asumir y profundizar el camino común hecho por nuestras iglesias que llegan a la asamblea con una experiencia distinta respecto de las iglesias norteñas. Un avance del Instrumentum laboris sobre el anterior, que sólo citaba textos del magisterio universal (salvo 53a), es que, manteniendo esa fuente principal, asume aportes de los documentos del episcopado latinoamericano (IL 10, 14, 18, 23, 24, 48, 49, 57, 63, 64) e incluso de un trabajo común entre el CELAM y los obispos de los Estados Unidos (IL 41).

 

A nivel americano

 

La novedad del Sínodo es plantear los problemas de la fe y la justicia en perspectiva americana. Pero pensar a América en su conjunto es una tarea difícil para los que estamos en el cono sur y para los que, en Roma, elaboraron los documentos previos. Un punto deficiente de los Lineamenta fue caracterizar a América básicamente con un criterio geográfico, como decía su Nota previa. Eso conducía a una visión simplificada sea que se la viera como una realidad continental sea que se la viera a partir de sus cuatro regiones: Norte, Centro, Caribe y Sur. En tal cuadro, ¿cómo considerar, por ejemplo, a México, ubicado geográficamente en el Norte pero que pertenece histórica, social y culturalmente al Sur?

 

El Instrumentum laboris ha asumido esta observación crítica (IL 3a), ha marcado determinaciones más cualitativas y ha dado cuenta tanto de las realidades comunes como de los factores diversos y hasta contrarios. En lo religioso presenta “una identidad cristiana de América” que tiene la marca de una Iglesia joven, pues en el norte y en el sur apenas tiene 500 años (IL 3-4); en lo cultural sintetiza corrientes globalizadas y características comunes (IL 12) pero analiza los desafíos al Evangelio por parte de sus múltiples culturas (IL 13-21, en la línea de L 45b); en lo socioeconómico se hace eco de las diferencias cada vez mayores entre ricos y pobres (IL 60) entre el norte y el sur (IL 36, 63) y en el mismo norte (IL 61). Asumiendo este marco general quiero enunciar, al menos, algunos desafíos.

 

Nuestras naciones deben redefinir su pertenencia americana. En América Latina debemos repensar nuestro espacio continental ante los cambios posteriores a la caída del muro, la mundialización de las finanzas, el comercio, la ecología y la seguridad, el monopolio trasnacional de la información y la comunicación, los nuevos bloques como el ALCAN-NAFTA y el MERCOSUR, y nuestros procesos de democratización política en los ’80 y de transformación económica en los ’90. Pero también los Estados Unidos de América deben hacerlo, habida cuenta de la crisis de los modelos unidireccionales que impuso sin grandeza histórica durante el siglo XX. Primero el panamericanismo (1889-1945) según la declaración Monroe “América para los americanos” y luego el sistema interamericano montado sobre el TIAR (1947) y la OEA (1948) en el post-Yalta, bajo la sentencia de Truman “un hemisferio cerrado en un mundo abierto”. Este modelo intracontinental se ha agotado quedando, últimamente, la “interde­pendencia asimétrica” de la deuda externa, dentro de “la persistencia y el alargamiento del abismo entre las áreas del Norte desarrollado y del Sur en vías de desarrollo” (SRS 14).

 

Muchos signos de este tiempo, entre ellos el mismo Sínodo y sus textos previos (L 2, 28, 59, 64; IL 12, 34-36, 53, 60, 65), reclaman una nueva vinculación entre el norte y el sur de América. Potenciarla requiere la grandeza del visionario en los políticos y en los pastores. Aquí se juega la responsabilidad episcopal por el posible aporte latinoamericano para lograr un continente americano más justo e integrado y, en ese marco, ayudar a que América Latina encuentre su lugar en el mundo. Así no serán un destino fatal las palabras de G. Papini: “desde el punto de vista de la cultura universal… América Latina es prescindible”, ni la respuesta de H. Kissinger a G. Valdés: “Usted nos habla de América Latina. No es importante. Nada importante puede venir del Sur. No es el Sur el que hace la historia” 13.

 

Nuestra Iglesia es y debe ser la Iglesia de los pobres porque une en la mayoría de su pueblo la fe y la pobreza. El 11/9/1962 Juan XXIII dijo: “Ante los países subdesarrollados la Iglesia es y quiere ser la Iglesia de todos, en particular la Iglesia de los po­bres” (IL 62). El Pueblo de Dios llega a ser «Iglesia de todos» cuando es «Iglesia de los pobres». Ser “católico” significa alcanzar a todos, especialmente a los últimos, a los pobres de los pueblos y a los pueblos pobres. Así la Iglesia es efectivamente católica, como enseña la segunda instrucción sobre la liberación: “La opción preferencial por los pobres, lejos de ser un particularismo y sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la misión de la Iglesia” (LC 68). La catolicidad se revela en el amor especial por los más pequeños, en esa opción tan latinoamericana en la que se ha comprometido reiteradamente el Papa con la Iglesia universal.

 

Asumir esta opción, cuando la desaparición del con­flicto este-oeste deja al desnudo el abismo norte-sur, debe llevar a la Iglesia a dar testimonio público de que el Sur también existe. La Iglesia latinoamericana, que alberga al 43 % del catolicismo, tiene esa responsabilidad por ser americana y sureña: es “cristiana” al pertenecer a América, y es pobre al compartir la suerte de los pueblos del Sur, donde vivirán el 70 % de los católicos en el s. XXI. Como Iglesia de los pobres ha de reflejar una universalidad concreta en la encrucijada de los continentes. Para eso se debe profundizar la solidaridad económica, que viene dándose, entre iglesias del Norte y del Sur, y buscar nuevos caminos para que las naciones colaboren a superar una injusta distribución de los bienes que contradice su destino universal (IL 63). Urge globalizar la solidaridad para que el desarrollo llegue realmente a todos los hombres 14.

 

El documento de trabajo plantea el ideal de la unidad sin callar los conflictos al decir que, en el Sínodo, se encuentran obispos de iglesias “que pertenecen a dos partes del Continente ciertamente significativas: el norte y el sur. En efecto, en estas dos áreas -no sólo geográficas sino también socioculturales- se manifiesta la gran división que caracteriza la situación del mundo en el final del segundo milenio, es decir, la tensión entre los hemisferios norte y sur. A la luz de una eclesiología de la comunión parece claro que la asamblea sinodal puede ser signo e instrumento de unión de todos los miembros del Pueblo de Dios y de las iglesias locales del Continente en comunión con el Pastor universal y, al mismo tiempo, un válido testimonio de unidad y solidaridad para la sociedad civil en América y para el mundo entero” (IL 36).

 

La Iglesia será un sacramento de comunión y solidaridad en la medida en que las iglesias particulares vivan una comunicación ejemplar de bienes eclesiales y culturales. Deben multiplicarse iglesias hermanas del norte y del sur que se intercambien agentes, experiencias, servicios y ayudas, y que lleguen a colaborar con vocaciones ad gentes en una América Misionera. Para esto nuestras iglesias, que forman “el Pueblo de Dios que está en América”, han de conocerse, aceptarse, valorarse, donarse y recibirse cada vez más, actualizando la catolicidad americana.

 

Señalo tres ejemplos que requieren una acción mancomunada. Las iglesias del sur deben prestar su ayuda ante el flujo migratorio hacia el norte que introduce en los EUA y en Canadá formas populares de la cultura latina y la religión católica (IL 16) 15. Las iglesias del norte deben actuar ante los poderes mundiales frente a la estrategia norteamericana de proliferación de sectas y nuevos movimientos que invaden América central, caribeña y sureña (IL 46). Todas las comunidades deben asumir las diversidades de los pueblos sajones y latinos que las configuran culturalmente, para delinear el perfil de las distintas iglesias particulares (IL 34-36) y para buscar las nuevas formas de inculturación (IL 11-12).

 

Por la compenetración entre la Iglesia y los pueblos el intercambio ad intra, fundado en una eclesiología de la comunión católica, sirve ad extra al diálogo intercultural e internacional. “En América existen expresiones culturales heterogéneas … Cada uno de estos grupos humanos posee un patrimonio cultural reconocible en sus expresiones artísticas, en su religiosidad y en su sensibilidad, que constituyen un don precioso para el Continente y para el mundo” (L 62b).

 

A nivel mundial

 

En plena crisis de la modernidad posmoderna el diálogo entre la Iglesia y la cultura se centra en el hombre. Hoy se abre el espacio cultural para que la Iglesia proponga el humanismo cristiano (DP 448), que surge de su fe trinitaria y cristológica, y así colabore con los hombres de buena voluntad para forjar un nuevo humanismo (GS 55). ¿Qué rol le cabe a la Iglesia del Nuevo Mundo en el diálogo intercultural sobre el futuro del Hombre? ¿Puede dar una genuina contribución a la base antropológica y ética que requiere una “casa humana común”? ¿Podemos, desde nuestra fe cristiana y nuestra pertenencia americana, aportar a un humanismo plane­tario?

 

La sabiduría del Pueblo de Dios puede contribuir a un humanismo integral y trascendente, racional y cordial, universal y particular. La Iglesia americana, sobre todo la que habita nuestro sur, debe escuchar el llamado conciliar: “nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubri­mientos de la humanidad… muchas naciones económicamente pobres pero ricas en esta sabiduría pueden ofrecer a los demás una extraordinaria aportación” (GS 15).

 

El Pueblo de Dios que está en América tendrá un rol decisivo en la suerte del cristianismo y del catolicismo en el mapa de los continentes y las religiones del tercer milenio. El Sínodo no deberá prescindir del aporte que la catolicidad ofrece a la globalización, cuyo valor viene tanto de la unidad de origen, naturaleza y destino de la familia humana como del misterio de la Iglesia y de su misión en el plan de Dios. “Los actuales esfuerzos en diversas partes del mundo por formar comunidades de naciones en los campos de la economía y de la cultura… son como teselas con las que se va formando el mosaico de una gran comunidad de nacionesLa Iglesia misma… católica en la universalidad de sus miembros y de sus comunidades con sus respectivas culturas, es ya una anticipación del único pueblo y de la única familia querida por Dios desde el alba de la creación” (L 64).

 

La tarea es buscar los caminos que impulsen la civilización del amor en el continente y el mundo para realizar el universalismo de la caridad evangélica según la lógica del Amor trinitario y pascual, pues “sólo un universal del Don pertenece a todos” 16. El amor universal de Cristo funda el amor a Cristo en todos y en cada hombre. Es el amor “católico” del Buen Samaritano (Lc 10,25‑37), universal y concreto, que se abre a todos y se aproxima a cada uno, hasta convertir en sinónimos caritas y catholicitas.

 

Por la globalización televisiva hemos contemplado la universalidad concreta de la caridad en Teresa de Calcuta. Con un amor tan universal que llega a los “murientes” que yacen en las calles de “la ciudad de la alegría” con una ternura que “alza de la basura al pobre”. Tan evangélico que contempla a Jesús, el Pobre, en sus hermanos más pequeños (Mt 25,31). Tan cristiano que expresa una universalidad centrada en Cristo y vivida desde una identidad religiosa transparente. Tan católico que realiza una universalidad abierta a todos sin acepción de credos: socorría a todos los miserables; aceptaba a todos como voluntarios; y fue reconocida por todos en la India y en el mundo.

 

La Iglesia peregrina por América, que se sentará a la mesa del diálogo sinodal, está llamada a brillar por su amor evangélico, concreto y universal. Que la Virgen de Guadalupe, que ha sido reconocida con audacia por el Santo Padre en la oración preparatoria al Sínodo como “Patrona de toda América y Estrella de la primera y de la nueva evangelización”, nos ayude a estar a la altura de esta responsabilidad histórica, americana y mundial, mientras cruzamos el umbral de la esperanza hacia el nuevo milenio.

 

 

 


Notas

1. Sínodo de Obispos – Asamblea especial para América, Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América. Lineamenta (L), Ciudad del Vaticano, 1996, ns. 2, 65; Íd., Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América. Instrumentum Laboris (IL), Ciudad del Vaticano, 1997, ns. 1-2. Desde ahora cito en el texto L e IL.

2. H. U. von Balthasar, Cattolico, Jaca Book, Milano 1978, 15.

3. Y. Congar, Propiedades esenciales de la Iglesia, en J. Feiner – M. Löhrer, Mysterium Salutis. Manual de teología como histo­ria de la salvación, IV/1, Cristiandad, Madrid 1973, 501.

4. Juan Pablo II, Discurso a los obispos argentinos (12/6/82) n. 3, en Juan Pablo II en la Argentina, Paulinas, Buenos Aires, 1982, 62.

5. A. Dondeyne, Rencontre des Cultures: Vrai et Fausse Universalisme, Justice dans le monde 3 (1962) 38.

6. P. J. Labarrière, L’unité plurielle, Aubier, Paris, 1975, 64 y 72.

7. Para ver ambas posiciones cf. G. Vattimo, El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona, 9-20, y J. J. Sebreli, El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1991, 333-349.

8. P. Ricoeur, Civilización universal y culturas nacionales, en Ética y Cultura, Docencia, Buenos Aires, 1986 43-56; El cristianismo y el sentido de la historia, en Política, sociedad e historicidad, Docencia, Buenos Aires, 1986, 99-114.

9. Cf. C. Galli, La lógica del don y del intercambio. Diálogo entre Tomás de Aquino y Claude Bruaire, Communio 2/2 (1995) 35-49.

10. H. Mandrioni, Latinoamérica en busca de sí misma, en AA. VV., Lateinamerika im Dialog. Peter Hünermann zum 60. Gebutstag, Rottenburg, 1989, 24-25.

11. A. Ardao, Nuestra América Latina, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1986, 54.

12. E. Morin, Il problema dell identitá europea, en L’identitá culturale europea tra germanesimo e latinitá, J. Book, Milano, 1987, 35 y 38.

13. Citados en J. L. de Imaz, Sobre la identidad iberoamericana, Sudamericana, Buenos Aires, 1983, 7; y A. Rouquié, Extremo Occidente. Introducción a América Latina, Emecé, Buenos Aires, 1990, 353.

14. A. Angulo, La solidarietà: una necessità per la mondializzazione, La Civiltà Cattolica 3530 (1997) 130-141.

15. Sobre los hispanos en la Iglesia de los EUA cf. R. González – M. La Velle, The Hispanic Catholic in the United States: A socio-cultural and religious profile, Northeast Catholic Pastoral Center for Hispanics, N. York, 1985; J. L. Moyano, Latinos en Estados Unidos. Una Iglesia y un país que no cono­cemos, CIAS 395 (1990) 361-374.

16. P. Eyt, Universel rationnel et universel catholique, en C. Geffré, Théologie et choc des cultures, Cerf, Paris, 1984, 174.

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