En el mundo a menudo impredecible del Vaticano, era tan seguro como algo podía serlo en torno a los ’90 que habría en 1991 una encíclica papal para conmemorar los cien años de la Rerum novarum (1891), la encíclica de León XIII, que es considerada acertadamente como la carta magna de la moderna doctrina social católica. El Pontificio Consejo Justicia y Paz, que se imagina a sí mismo como el guardián curial de la llama de la auténtica doctrina social católica, preparó un borrador, que fue debidamente enviado al papa Juan Pablo II, quien ya había tenido una mala experiencia con el izquierdismo convencional y el pensamiento no muy original de Justicia y Paz durante la preparación de la encíclica social de 1987, Sollicitudo rei socialis. Juan Pablo compartió el borrador propuesto con colegas en cuyo juicio confiaba; uno de ellos, prominente intelectual que había estado desde hacía tiempo en conversaciones con el Papa, le dijo que dicho borrador era inaceptable, puesto que sencillamente no reflejaba el modo en que funcionaba la economía global de la post-Guerra Fría.
Por ello, Juan Pablo descartó el borrador de Justicia y Paz y elaboró una encíclica que fue una conmemoración adecuada de la Rerum novarum. Centesimus annus no sólo sintetizó hábilmente la estructura intelectual de la doctrina social católica desde León XIII, sino que propuso una audaz trayectoria para desarrollar ulteriormente este cuerpo de pensamiento único, enfatizando la prioridad de la cultura entre las tres dimensiones de la sociedad libre (economía libre, política democrática, cultura moral pública vital). Acentuando la creatividad humana como fuente de la riqueza de las naciones, Centesimus annus también desarrolló una lectura de los “signos de los tiempos” en lo económico mucho más aguda, desde el punto de vista empírico, que la que quedaba en evidencia en las erradas tomas de posición de Justicia y Paz. Más aún, Centesimus annus dejó atrás la idea de una “tercera vía católica” que estaría de algún modo “entre” o “más allá” o “por encima de” el capitalismo y el socialismo, el sueño favorito de muchos católicos, desde G. K. Chesterton hasta John Ryan e Ivan Illich.
Era, en otras palabras, una derrota aplastante, un Waterloo, para Justicia y Paz. Desde entonces, Justicia y Paz, que puede perdonar pero ciertamente no olvida, ha venido esperando la revancha.
No la obtuvo en los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, a pesar de algunos esfuerzos por persuadir al Papa de conmemorar con un documento mayor el 30° aniversario de la encíclica social de Pablo VI, Populorum progressio, de 1967, o bien, cuando esa estratagema falló, de marcar el 35° aniversario de dicha encíclica. Evidentemente incapaces de aceptar un “no” como respuesta, Justicia y Paz continuó con su trabajo de hormiga, con un ojo puesto en el 40° aniversario de Populorum progressio, en 2007. Es uno de los secretos peor guardados en Roma que al menos dos borradores de dicha encíclica, tal vez tres, fueron rechazados por el papa Benedicto XVI.
Que Justicia y Paz imaginara una encíclica por el aniversario de Populorum progressio como un instrumento para contraatacar a Centesimus annus es revelador en sí mismo, puesto que en la larga línea de la enseñanza social de los papas que va de Rerum novarum a Centesimus annus, Populorum progressio es manifiestamente un caso extraño, tanto en su estructura intelectual (cuya continuidad con la estructura del pensamiento social católico establecido por León XIII y extendido por Pío XI en Quadragesimo anno es difícil de reconocer) como en su falsa lectura de los “signos de los tiempos” económicos y políticos (que fue oscurecido por concepciones izquierdistas y progresistas acerca del problema de la pobreza del Tercer Mundo, sus causas y sus remedios, que eran populares entonces). Centesimus annus había reconocido implícitamente estos defectos, ante todo argumentando que la pobreza en el Tercer Mundo y en el interior de los países desarrollados hoy es un tema de exclusión de las redes globales de intercambio en una economía dinámica (lo cual pone el énfasis moral en estrategias de creación de riqueza, “empoderamiento” del pobre e inclusión), más que un tema de codicia del Primer Mundo en una economía estática (lo que pondría el énfasis moral en la redistribución de la riqueza). Es altamente interesante que el mismo Pablo VI haya reconocido que Populorum progressio había errado en ciertos aspectos, y que había sido leída equivocadamente por algunos sectores como un apoyo papal a la violencia revolucionaria en nombre de la justicia social. Pablo VI intentó corregir esto en la carta apostólica Octogesima adveniens, otro documento por el aniversario de Rerum novarum.
Ahora llega Caritas in veritate (“La caridad en la verdad”, CV), la largamente esperada y muy diferida encíclica social de Benedicto XVI. Parece ser un híbrido que funde el penetrante pensamiento del Papa mismo acerca del orden social con elementos de la visión de Justicia y Paz sobre la doctrina social católica, que imagina que dicha doctrina comienza de nuevo en Populorum progressio. En efecto, los expertos en vaticanología podrían fácilmente recorrer el texto de CV, destacando con un marcador dorado aquellos pasajes que son obviamente de Benedicto y con un marcador rojo aquellos que reflejan las equivocadas ideas actuales de Justicia y Paz. El resultado neto es, con el debido respeto, una encíclica que se asemeja a un ornitorrinco, un mamífero con pico de pato.
Los pasajes claramente benedictinos, los que tienen la “marca de fábrica” de Benedicto, en CV siguen y desarrollan la línea de Juan Pablo II, particularmente en el fuerte énfasis que la nueva encíclica pone en considerar los temas relativos a la vida (aborto, eutanasia, investigación sobre células estaminales con destrucción de embriones) como temas de justicia social, lo cual Benedicto extiende inteligentemente a la discusión de los problemas medio-ambientales, sugiriendo que la gente que no se interesa mucho por los niños no-nacidos difícilmente pueden hacer contribuciones serias a la ecología humana que cuida el mundo natural. Las secciones benedictinas de CV son también, como era de prever, sólidas y convincentes en referencia al vínculo intrínseco entre caridad y verdad, argumentando que el cuidado por los demás que no esté vinculado a la verdad sobre la persona humana inevitablemente cae en mero sentimentalismo.
La encíclica sugiere correctamente, aunque con cautela, que gobiernos autoritarios en el Tercer Mundo tienen más que ver con la pobreza y el hambre que la falta de ayuda internacional para el desarrollo; reconoce que la tasa de nacimientos catastróficamente baja está creando serios problemas en la economía global (aunque este punto puede no estar desarrollado tan bien como lo estaba en escritos previos de Joseph Ratzinger); critica agudamente los programas internacionales de asistencia atados a directivas de contracepción y a la provisión de “servicios de salud reproductiva” (el eufemismo de la ONU para aborto a pedido); y vincula claramente la libertad religiosa con el desarrollo económico. Todo esto es bienvenido, y todo esto es manifiestamente de Benedicto XVI, en continuidad con Juan Pablo II y su extensión de la línea de argumentación, inspirada por Rerum novarum, en Centesimus annus, Evangelium vitae (la encíclica de 1995 sobre la vida), y Ecclesia in Europa (la exhortación apostólica de 2003 sobre el futuro de Europa).
Pero después están aquellos pasajes que deben ser marcados en rojo, los pasajes que reflejan las ideas y concepciones de Justicia y Paz que Benedicto evidentemente se creyó obligado a aceptar y acomodar. Algunas de ellas son sencillamente incomprensibles, como cuando la encíclica afirma que la derrota de la pobreza y el subdesarrollo del Tercer Mundo requiere una “necesaria apertura, en un contexto mundial, a formas de actividad económica marcadas por cuotas de gratuidad y comunión”. Esto puede significar algo interesante, puede significar algo ingenuo o incluso tonto. Pero aquí es virtualmente imposible saber lo que significa.
La encíclica incluye una larga discusión sobre el “don” (de ahí la “gratuidad”), lo cual, de nuevo, podría ser un intento interesante de aplicar a la actividad económica algunos aspectos del personalismo cristiano de Juan Pablo II y de la enseñanza del Vaticano II en Gaudium et spes 24, acerca del imperativo moral de hacer de nuestras vidas el don a los otros que la vida misma es para nosotros. Pero el lenguaje en estas secciones de CV es tan arrevesado y confuso que sugiere la posibilidad de que lo que se presenta como un nuevo punto de partida conceptual para la doctrina social católica sea, de hecho, un sentimentalismo confuso, precisamente del tipo que la encíclica deplora entre aquellos que separan la caridad de la verdad.
También hay en la encíclica bastante más sobre la redistribución de la riqueza que sobre la creación de riqueza, un signo seguro de las equivocadas ideas de Justicia y Paz en acción. Y otro tema favorito de Justicia y Paz, la creación de una “autoridad política mundial” para asegurar el desarrollo humano integral, es repropuesta, sin mayor comprensión acerca de cómo tal autoridad mundial operaría que la que típica de ese fideísmo curial sobre la inherente superioridad de la governance* transnacional. (Es uno de los misterios perdurables de la Iglesia católica por qué la Curia Romana pone semejante confianza en esta fantasía de una “autoridad pública mundial”, considerando la experiencia de la Santa Sede en la lucha por la vida, la libertad religiosa y la decencia elemental en las Naciones Unidas. Pero así es cómo piensan en Justicia y Paz, donde la evidencia, la experiencia y los cánones del realismo cristiano a veces parecen contar poco.)
Si aquellos que se esconden tras la estructura intelectual e institucional en el Pontificio Consejo Justicia y Paz imaginan CV como una reversión de la derrota que consideran haber sufrido con Centesimus annus, y si imaginan además a CV imprimiendo a la doctrina social católica una dirección completamente nueva, definida por Populorum progressio (como un consultor de Justicia y Paz ha dicho ya), es probable que sufran una desilusión. La incoherencia de las secciones pertenecientes a Justicia y Paz en esta nueva encíclica es tan profunda, y el lenguaje, en algunos casos, tan impenetrable, que aquello que los defensores de Populorum progressio toman por un nuevo resonar de la trompeta mucho más probablemente sea el gorgoritear de un piccolo desafinado.
Benedicto XVI, verdaderamente un espíritu apacible, pudo haber pensado que era necesario incluir en su encíclica estas múltiples notas fuera de tono, con el fin de mantener la paz en el interior de la Curia. Quien tenga ojos para ver y oídos para oír concentrarán su atención, al leer CV, en aquellas partes de la encíclica que son claramente benedictinas: la defensa de la necesaria conjunción de fe y razón y su extensión del tema característico de Juan Pablo II, de que todas las cuestiones sociales, incluyendo las políticas y económicas, son en última instancia cuestiones sobre la naturaleza de la persona humana.
El autor es miembro de honor del Centro de Ética y Política Pública de Washington, y comentarista sobre doctrina social de la Iglesia.
* Conservamos el término inglés, que suele vincularse al ejercicio del gobierno, sobre todo en los aspectos administrativos y burocráticos (N. del T.).
Traducción de Gustavo Irrazábal.
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Join discussionEn relación al artículo Caritas in veritate en dorado y rojo de George Weigel y que realiza una serie de comentarios sobre la reciente encíclica del P. Benedicto XVI, puedo –en una primera lectura- dar algunas consideraciones que por cierto pueden profundizarse más adelante.
1. Claramente el autor trata de mostrar un conflicto dentro del Vaticano, entre el Pontificio Consejo Justicia y Paz, y otra línea no muy netamente definida, pero que sería una combinación de las enseñanzas de Juan Pablo II y luego Benedicto XVI, ambos en línea con el pensamiento tradicional de la Iglesia.
O en todo caso quizá, no dos posiciones en conflicto, sino más bien denunciar a un grupo que actúa en las sombras. En esa situación, el actual Papa se hallaría en la difícil situación de congeniar las perspectivas del Consejo Justicia y Paz, con las propias y a su vez consecuentes de las de Juan Pablo II, y más atrás Pio XII y hasta León XIII.
Lo curioso de caso es que el autor denuncia las acciones de Justicia y Paz ya desde 1991, cuando aparentemente quedó relegada de participar activamente en la preparación de la encíclica Centesimus annus. “Desde entonces, Justicia y Paz, que puede perdonar pero ciertamente no olvida, ha venido esperando la revancha”, dice el autor de esta nota.
Los motivos de fondo dice, se hallarían en elementos no muy claramente definidos en la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI, que contendría una falsa lectura de los tiempos económicos y políticos, y oscurecida más aún por concepciones izquierdistas y progresistas.
De allí se derivarían dos miradas y juicios de los pontífices, particularmente del actual: si los análisis ponen énfasis en la codicia de los más desarrollados como elemento gravitante en las miserias de los subdesarrollados, o en cambio los análisis enfatizan la creación de riqueza y de un desarrollo económico más dinámico.
2. Llegado a este punto, me da la impresión que el autor no ha reparado debidamente en el parágrafo No. 12 de Caritas in Veritate que transcribo (separando los párrafos más significativos para facilitar su comprensión) y que parece adelantarse a estas objeciones:
12. La relación entre la Populorum progressio y el Concilio Vaticano II no representa una fisura entre el Magisterio social de Pablo VI y el de los Pontífices que lo precedieron, puesto que el Concilio profundiza dicho magisterio en la continuidad de la vida de la Iglesia.
En este sentido, algunas subdivisiones abstractas de la doctrina social de la Iglesia, que aplican a las enseñanzas sociales pontificias categorías extrañas a ella, no contribuyen a clarificarla.
No hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar y otra postconciliar, diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al mismo tiempo siempre nueva.
Es justo señalar las peculiaridades de una u otra Encíclica, de la enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder nunca de vista la coherencia de todo el corpus doctrinal en su conjunto.
Coherencia no significa un sistema cerrado, sino más bien la fidelidad dinámica a una luz recibida. La doctrina social de la Iglesia ilumina con una luz que no cambia los problemas siempre nuevos que van surgiendo.
Eso salvaguarda tanto el carácter permanente como histórico de este «patrimonio» doctrinal que, con sus características específicas, forma parte de la Tradición siempre viva de la Iglesia.
La doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido por los Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado después por los grandes Doctores cristianos. Esta doctrina se remite en definitiva al hombre nuevo, al «último Adán, Espíritu que da vida» (1 Co 15,45), y que es principio de la caridad que «no pasa nunca» (1 Co 13,8). Ha sido atestiguada por los Santos y por cuantos han dado la vida por Cristo Salvador en el campo de la justicia y la paz. En ella se expresa la tarea profética de los Sumos Pontífices de guiar apostólicamente la Iglesia de Cristo y de discernir las nuevas exigencias de la evangelización.
Por estas razones, la Populorum progressio, insertada en la gran corriente de la Tradición, puede hablarnos todavía hoy a nosotros.
Especialmente el Pontífice ha querido realzar la encíclica de Pablo VI, a la que además la pondera significativamente: manifiesto mi convicción de que la Populorum progressio merece ser considerada como «la Rerum novarum de la época contemporánea», que ilumina el camino de la humanidad en vías de unificación.(CiV 8)
Más aún, no deja de validar sus ventajas sobre aquella, que queda desactualizada dados los cambios acontecidos: Hoy, esta visión de la Rerum novarum, además de puesta en crisis por los procesos de apertura de los mercados y de las sociedades, se muestra incompleta para satisfacer las exigencias de una economía plenamente humana.(CiV 39)
Por eso conviene reiterar el concepto vertido más arriba: La doctrina social de la Iglesia ilumina con una luz que no cambia los problemas siempre nuevos que van surgiendo.
Creo que estas cuestiones de fondo son las que se le “escapan” al autor.
3. Ciertamente puede haber, y de hecho las hay, posiciones y puntos de vista diferentes.
Pero ya resulta menos creíble que desde 1991 cuando aparentemente perdió puntos en la consideración papal: una derrota aplastante, un Waterloo, para Justicia y Paz. Desde entonces, Justicia y Paz, que puede perdonar pero ciertamente no olvida, ha venido esperando la revancha.
El autor ingresa de algún modo al supuesto conflicto y de algún modo toma parte en él. Yo recalco lo de supuesto, pues no tengo ninguna información al respecto y desconozco los comportamientos de las autoridades del Consejo Justicia y Paz.
Ése Consejo que fue creado por Pablo VI en 1967, estuvo presidido en tiempos de Juan Pablo II por los Cardenales Roger Etchegaray y Jorge Mejía. Luego lo presidió nada menos que por el Cardenal Nguyen Van Thuan, y a su fallecimiento fue sucedido por el Card. Renato Martino, que tengo entendido estaría presentando su renuncia con motivo de su edad.
4. Más profundamente aún, me da la impresión que el autor elude el profundo contenido de la encíclica. Su párrafo dedicado a la Caritas in Veritate es lapidario:
Parece ser un híbrido que funde el penetrante pensamiento del Papa mismo acerca del orden social con elementos de la visión de Justicia y Paz sobre la doctrina social católica,…. El resultado neto es, con el debido respeto, una encíclica que se asemeja a un ornitorrinco, un mamífero con pico de pato.
Así, queda a un paso nada más, de extender sus críticas desde la encíclica al propio Sumo Pontífice, al que por ahora pondera con respeto.
Quizá lo que más le molesta al autor, pues se reitera, sea que se haga más hincapié en la redistribución de riqueza que en la creación de riqueza. Por mi experiencia en los ambientes universitarios dominados por las posturas liberales, se aprecia una mayor predisposición a las iniciativas pro-creadoras de riqueza. La teoría del derrame con una torta creciente, por la cual los beneficios de los afortunados descienden sobre los pobres es vista con mejores ojos que las que promueven la redistribución, y que tienden a favorecer el reclamo y la vagancia.
Ni lo uno ni lo otro; o dicho de otro modo, ambas posiciones tiene sus fundamentos. Lo curioso es que todos los Papas han remarcado ambos conceptos. Pero esto el autor lo presenta en términos dialécticos.
Por último, creo que se le escapa lo principal: tanto para Juan Pablo II como para Benedicto XVI (y por extensión todos sus antecesores) la doctrina social de la Iglesia es parte inseparable de la evangelización. Véanse estos párrafos significativos en la encíclica cuestionada:
El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él…(CiV 1)
La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia…(CiV 2)
Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera….(CiV 9)
La doctrina social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa «carta de ciudadanía» de la religión cristiana…(CiV 56)
Más bien el autor se ha quedado en la superficie de los temas, y desde allí pretende descubrir posturas y conflictos, pero pierde lo principal: en anuncio del mensaje cristiano, también en las cuestiones económico-sociales.-
EDUARDO RAFAEL CARRASCO: Profesor de Macroeconomía, y de Doctrina Social de la Iglesia en la Universidad Católica Argentina, y Profesor de Política Económica Argentina en la Universidad de Bueno Aires (Facultad de Derecho)
Conductor del PROGRAMA PADRES DE FAMILIA que se transmite por TELECENTRO, obtuvo el Premio SANTA CLARA DE ASIS 2006 en el rubro TELEVISIÓN.
Y se ha especializado en el estudio de la Doctrina Social de la Iglesia siguiendo en pensamiento de Juan Pablo II
Resulta difícil resistir la tentación de arrojar a la papelera de reciclaje neo-conservadora un artículo como el del Sr. Weigel. Pero hagámonos fuertes en las virtudes de la paciencia y la tolerancia, para tratar de aportar –modestamente- una mirada algo más amplia sobre la nueva Encíclica de Benedicto XVI.
Creo que lo peor que nos puede pasar es partir de una visión maniquea de la Iglesia.
Tachar de “izquierdismo convencional” el pensamiento de un Consejo Pontificio, que trabaja codo a codo con el Pontífice, suena tan poco feliz como comparar linealmente la Congregación de la Doctrina de la Fe con la ¿santa? Inquisición.
No me considero un cristiano ingenuo: por supuesto que hay matices –“luces y sombras”, en términos más pastorales- y posiciones tan divergentes como enriquecedoras, justamente por su diversidad en la búsqueda de la Verdad, la Justicia, la Paz….
Pero plantear estas divergencias en términos de dialéctica “amigo-enemigo”, o hablando de “derrotas”, “revanchas”, y otras sutilezas por el estilo, redunda en una visión absolutamente reduccionista y empobrecedora de la vida de la Iglesia.
Parece olvidar el autor que justamente es esta vida la que, acompañando el caminar de los hombres y los pueblos en la historia, pretende llegar a todos con un proyecto nuevo, orientado a buscar el Reino de Dios, mediante el seguimiento de Jesús.
La intervención magisterial en la cuestión social, al mismo tiempo tradicional y novedosa, cumple con la exigencia conciliar de estar atenta a los signos de los tiempos. Esto no implica relativismo o por el contrario, fundamentalismo ideológico alguno. La equivocada idea de una presunta “tercera posición” esbozada por el autor lo ilustra claramente.
La enseñanza y la experiencia social de la Iglesia se enriquecen con los aportes tanto del magisterio ordinario, como de los episcopados locales, de los teólogos de distintas vertientes y de las acciones concretas de las comunidades militantes comprometidas en problemáticas muy duras que afectan a la humanidad. Bien conocemos esto en Latinoamérica, por los desarrollos acaecidos desde Medellín a Aparecida, desde Leonardo Boff a los jesuitas latinoamericanos, desde los movimientos sociales a las comunidades de base.
La descalificación de los términos de gratuidad y comunión –“sentimentalismo confuso”-, revela si no la mala fe, al menos la supina ignorancia del autor sobre novedosos desarrollos en las ciencias económicas, en especial –aunque no únicamente- de parte de economistas europeos (Zanagni, Bruni, et al). No le vendrían mal algunas lecturas actualizadas al respecto. Lo mismo con el tema de la creación y la distribución de riqueza: para el autor no parecen estar ambos términos en el núcleo de la acción económica (¿Es que acaso pueden verse por separado?¿Hacia dónde creerá que está orientada la creación de riqueza: solamente a la acumulación y al consumo?).
Para finalizar, es francamente deplorable la pretensión de identificar con colores los párrafos del documento según su particular postura ideológica: en especial para los argentinos, utilizar el color rojo para acusar nos trae tristísimos recuerdos.
He preferido una lectura atenta del artículo de J. I. Calvez sobre esta misma encíclica, publicado en la versión electrónica de Criterio, que permite acceder a un mayor nivel de lucidez y pensamiento crítico.
Agradezco como antiguo lector la posibilidad de participar en esta querida revista, siempre abierta a los debates.
Le saludo atentamente
Carlos R. Coppa
Rosario
Docente de Doctrina Social de la Iglesia (Fac. de C. Económicas del Rosario, UCA)