“¡Yo soy un ciudadano de Berlín!”, dijo en alemán John F. Kennedy el 26 de junio de 1963 frente al muro de Berlín. Famosa declaración, identificación con la libertad aplicada a la pertenencia a una ciudad rodeada por un infame muro, el muro por antonomasia, el que significó todos los muros contra la libertad.
A su lado, estaba el entonces intendente de Berlín, Willy Brandt, más tarde primer ministro de su país. No entiendo por qué no se lo ha recordado, entre tantos otros momentos liminares de la triste historia del muro, o de la trágica historia de Berlín durante la Segunda Guerra Mundial y luego de ella.
Ahora la ciudad luce brillante, renovada, bella y fuerte (siempre fue fuerte, en espíritu), con su espléndida calidad urbanística y arquitectónica, de nuevo una de las grandes capitales de Europa y del mundo.
Pero para llegar hasta hoy debió pasar casi medio siglo de sufrimientos y resistencia, de la que fueron protagonistas, y hasta héroes, tanto sus propios habitantes como quienes sostuvieron firmemente su defensa, corriendo riesgos que significaron momentos de grave tensión durante la Guerra Fría.
¿Cómo no recordar (casi no fue mencionado durante las celebraciones) el año 1948, cuando desde el aire, sólo desde el aire, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos aprovisionó a la ciudad –dos millones, en el sector occidental– debido al férreo cerco soviético? ¿Cómo olvidar que fue siempre el emblema del mundo libre ante el terror nuclear al que vivió sometido el planeta? ¿Por qué olvidar que el establecimiento estadounidense de los misiles Pershing Dos, en territorio alemán, a fines de los años 1970, demostró a los soviéticos la voluntad de defender la ciudad y Europa ante cualquier pretensión de avanzar militarmente sobre ella? Me llama la atención que no se hayan tenido en cuenta estos hechos fundamentales en la reciente historia. No basta con recordar el afán de libertad de quienes vivían “del otro lado”, hay que recordar también que Berlín debió ser defendida, que era la primera trinchera y la más peligrosa.
La gran capital había sido literalmente masacrada. Cuando era una ciudad de casi cinco millones (hoy suma algo más de tres y medio), la mitad de sus edificios fue total o parcialmente destruida. La población sufrió la última y feroz batalla, durante el último mes, hasta la rendición, cuando cayeron en ese frente más de 120.000 efectivos de cada parte (alemanes y soviéticos; no participaron en esa lucha los aliados occidentales), y decenas de miles de civiles. Hay que volver a ver las fotografías y documentales fílmicos. Son terribles. No hay que eludir la realidad, entera, no sólo en parte. Visitar Berlín debería incluir ver el llamado Teufelberg o monte del diablo. No es un monte, aunque lo parezca. Es el producto de la acumulación de los escombros de la ciudad.
Berlín es el símbolo más obvio de la tragedia alemana. No sólo debemos tener en cuenta lo agradable, lo gratificante, lo bueno. Debemos recordar que hubo sufrimiento, dolor, un largo período de mal y de resistencia al mal. Quedarse sólo con el momento glorioso de la caída del muro y dejar de lado cuánto costó, quiénes fueron decisivos en la resistencia, cuánto se sufrió para llegar a ese final feliz, es dejar de lado parte de la historia. Y eso es grave. Concluyo con una declaración personal: yo amo Berlín. La vida me dio la oportunidad de estar un breve pero rico período en ella –entre fines de 1980 y agosto de 1982– que quedó indeleble en mi memoria. Sin una razón precisa, elegí ir a ella. Fue una iluminación. Quizá una de las mayores de mi vida profesional como diplomático. Ahora, que veo tantas celebraciones, tantas cosas dichas y escritas, quiero recordar que no todo se resume en ese momento final, en 1989. La historia previa, insisto: toda ella, no debe ser olvidada.