En la Argentina, todos, y en particular los cristianos, tenemos una tarea ardua:

promover la reconciliación. Ardua, porque nuestros odios son grandes, irracionales como todo odio. Ardua, también, porque muchas veces los cristianos desconocemos la fuerza que nos da la fe para perdonar y pedir perdón, y adoptamos los mismos criterios del mundo.

El odio es la perversión del amor. Deforma todo lo que toca, en especial la justicia vindicativa que merece un crimen. Viene desde los orígenes. Lamec, nieto de Caín, se jactaba: “Mujeres de Lamec, oigan mi palabra: Yo maté a un hombre por una herida, y a un muchacho por una contusión. Porque Caín será vengado siete veces, pero Lamec lo será setenta y siete” (Gen 4,23-24). Con esta

lógica demencial se han desarrollado las venganzas entre personas y clanes familiares, y las guerras entre naciones, desde las más primitivas hasta la más reciente y ostentosa guerra de Irak.

 

El misterio del odio

 

No se pueden negar los esfuerzos por moderar el odio, de modo que la venganza no sea mayor que el mal recibido. Ejemplo de esto fue, en el mundo antiguo, la llamada ley del talión: “Si sucede una desgracia, tendrás que dar vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión” (Ex 21,23-25). Y, modernamente, los tratados internacionales que procuran encauzar la guerra dentro de parámetros

de humanidad.

Sin embargo, en la práctica, las venganzas y las guerras se desarrollan casi siempre en forma desmesurada. Basta ver la saña de muchos crímenes y la atrocidad de las mafias. En cuanto a las guerras, se procura no sólo que el enemigo deje de hacer daño y repare el mal causado, sino que sea totalmente humillado, aniquilado. Todo ello, sin distinguir entre fuerzas armadas y población civil. Y, por cierto, cerrando los ojos a las injusticias y atrocidades cometidas por el vencedor.

La reacción mundial frente al genocidio de pueblos enteros –armenios, ucranianos, judíos, gitanos–,

como sucedió antes y durante la segunda guerra mundial, llevó a declarar crímenes de lesa humanidad imprescriptibles.

No obstante ello, en el mundo se han sumado nuevas brutalidades, teóricas y prácticas; así: la no admisión de dichos crímenes en los vencedores, el terrorismo internacional, la mentira descarada para declarar la guerra –como sucedió con Irak con respecto a la posesión de armas de destrucción masiva–, la justificación de la guerra preventiva, el empleo de armas ultrasofisticadas que

causan un daño desproporcionado, el uso de un lenguaje hipócrita –“daños colaterales”, “armas inteligentes”, “ataque quirúrgico”– para disimular las brutalidades bélicas del más fuerte, la venta de armas a naciones enemistadas, etcétera.

El hombre que odia es como la bestia cebada que quiere más sangre. La lógica del odio es no detenerse nunca. ¿Cómo salir de esta encerrona en la que también está atrapada la Argentina?

¿Desde dónde viene la espiral del odio que nos tenemos los argentinos? Si ponemos una fecha, otros pondrán una anterior. Porque 1976 no se explica sin 1973, y éste sin 1970, y éste sin 1966, y éste sin 1955, y éste sin 1943, y éste sin 1930. Y podemos seguir, ¿hasta dónde? El mismo 25 de mayo de 1810, cuyo Bicentenario celebramos, nos encontró divididos entre morenistas y saavedristas. ¿Encontraremos la superación de nuestros odios sólo revisando la historia? Y ¿qué es la historia? ¿La interpretación parcial y abstracta que hacemos de ella? ¿O los hombres concretos que vivieron en una época, con sus glorias y sus vergüenzas y de quienes somos herederos? ¿O pensamos, tal vez, que somos herederos sólo de sus glorias? Siempre me llamó la atención el enfoque totalmente opuesto y realista que tiene el Evangelio de la historia humana. Al proponer la genealogía de Jesús, no calla la conducta vergonzosa de su antepasado David, quien para ocultar su adulterio con la mujer de su mejor capitán, lo expuso cobardemente a la muerte en el campo de batalla. Por ello estamos

seguros de que el Hijo de Dios asumió de veras nuestra condición humana. “No se avergüenza de llamarnos hermanos” (Hb 2,11), a pesar de todas nuestras porquerías. Y nos purificó de todas ellas por su muerte en la cruz: “El es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los  nuestros, sino también por los del mundo entero”(1 Jn 2,2).

Cuando los contemporáneos de Jesús discutían sobre el origen de las inmundicias de las que el hombre ha de purificarse, él indicó el camino para encontrarlas: ir al corazón: “¿No saben que lo que entra por la boca pasa al vientre y se elimina en lugares retirados? En cambio, lo que sale de la boca procede del corazón, y eso es lo que mancha al hombre. Del corazón proceden las malas intenciones, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las difamaciones. Estas son las cosas que hacen impuro al hombre, no el no comer sin haberse lavado las manos” (Mt 15,17-20).

¿Los argentinos no habremos de ir también al corazón para encontrar la raíz de nuestros odios? Quiero reflexionar sobre esto a la luz del Evangelio, y ayudar a ir hasta el corazón. Porque sólo desde un corazón curado de odios, los argentinos podremos reconstruirnos como pueblo.

No descarto que habría que examinar también las instituciones que más influyen en plasmar la psicología de un pueblo. En primer lugar la autoridad (cómo ejerce su papel, qué leyes dicta); también las instituciones donde se plasma el corazón del niño: la escuela, la catequesis, los medios de comunicación. No me detendré en ello. Sólo una palabra sobre la escuela. Me pregunto cuánto

mal pudo haberle hecho a nuestra idiosincrasia la historia argentina contada y ensalzada en la escuela. Por una parte, con héroes –súper héroes– impolutos, y, por otra, como una sucesión de victorias gloriosas contra los indios, los ingleses, los españoles, los brasileños, los paraguayos,

y por poco contra los chilenos a fines del siglo antepasado. ¿Cuánto tuvo que ver esa historia  engañosa con la lacra de la prepotencia tan nuestra, y el cultivo de los odios modernos entre argentinos?

Sobre nuestros odios más actuales, sólo recordaré que en las décadas del 60 y del 70, éstos crecieron al extremo. Por entonces, grupos guerrilleros, de diferente raíz, entre los que se destacaron los montoneros de origen peronista y católico, instauraron un estado de terror, poniendo en jaque a las comisarías policiales y a los cuarteles militares, y amedrentando a la población, que tuvo un momento de dominio cuando el gobierno democrático de Cámpora- Solano Lima abrió las cárceles el 25 de mayo de 1973. A ello respondió brutalmente el Terror de Estado promovido por la Triple “A”, bajo el gobierno de Lastiri y de Perón- Perón, y potenciado luego hasta el paroxismo por el gobierno dictatorial que asumió el 24 de marzo de 1976, formado por los comandantes de las tres armas designados por el gobierno justicialista. Ese día en la Argentina se abrieron las puertas del infierno.

 

El misterio del perdón

 

Perdonar al prójimo, condición previa para orar a Dios

 

En el Evangelio de Lucas leemos que “Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de los discípulos, le dijo: ‘Señor, enséñanos a orar…’. Él les dijo, entonces: ‘Cuando oren, digan: Padre,… perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos

que nos ofenden…” (Lc 11,1-2.4). Mateo, por su parte, trae la versión del Padre Nuestro que ha prevalecido en el uso cotidiano, al que agrega un agudo comentario de Jesús: “Si ustedes perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes” (Mt 7,14-25).

El Evangelio según Marcos, si bien no trae la oración del Padre Nuestro, lo describe a Jesús, durante

su agonía en el Monte de los Olivos, invocando a Dios con la palabra aramea “Abba” (Papá) (cf. Mc 36). Y, sobre todo, recuerda su enseñanza sobre la necesidad de perdonar al prójimo como condición previa para orar (Mc 11,25).

La relación que establecen los tres Evangelios sinópticos entre la oración a Dios Padre y nuestro perdón al prójimo no es casual. Hace a la esencia de nuestra relación con Dios. En efecto, ¿cómo podría llamar “Padre” a Dios quien simultáneamente odiase al prójimo, que también es hijo de Dios? Sería una formula religiosa hipócrita, en contradicción con la enseñanza que Jesús nos ofrece en el Sermón de la Montaña: “Amen a sus enemigos, rueguen por su perseguidores, así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). Jesús graficó la relación íntima entre la oración a Dios Padre y el perdón al prójimo con la parábola del rey compasivo y del servidor despiadado. Está en Mateo 18,23- 35. La resumo: un empleado del rey le debía una suma multimillonaria. Ante la condena, que consistía en ser vendido como esclavo junto con su mujer y sus hijos y rematar todas sus cosas, el empleado suplica un plazo para pagar, pero “el rey se compadeció, lo dejó ir y además le perdonó la deuda”.

Al salir de la presencia del rey, se encuentra con un compañero, que le debía una bagatela, casi lo estrangula y lo manda a la cárcel. Enterado el rey, lo manda llamar, y le reprocha: “¡Miserable! Me suplicaste y te perdoné la deuda. ¿No debías tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía”. Y Jesús concluye: “Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos” (Mt 18,27.32-35).

 

Jesús perdona los pecados del que tiene fe en él

La enseñanza de Jesús sobre el perdón no es secundaria. Constituye la razón misma de su venida al

mundo. Ya Juan Bautista, desde su nacimiento, fue visto como “el Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor preparando sus caminos, para hacer conocer a su Pueblo la salvación, mediante el perdón de los pecados” (Lc 1,76-77). Su bautismo fue explicado y realizado en la misma perspectiva: “Comenzó a recorrer toda la región del Jordán, anunciando un bautismo de conversión  para el perdón de los pecados” (Lc 3,3).

Cuando Jesús entra en escena ve la realidad humana en profundidad, y descubre en ella el pecado que la distorsiona, pues éste rompe la relación armónica que el hombre está llamado a tener con Dios, con la naturaleza y con el prójimo, sea éste una persona, un grupo social o la sociedad en su conjunto. Y por ello Jesús otorga el perdón de los pecados, cualesquiera que sean, al que tiene

fe en él (Lc 5,20-21; Lc 7,47-49).

 

Jesús perdona primero

Jesús no se contentó con relacionar el perdón con la oración. Ni con perdonar a los que tienen fe en él. Sabiendo cuánto nos cuesta perdonar, él mismo se adelantó a perdonarnos para que nos sea fácil perdonar. O sea, él perdona primero: “Dios nos amó primero” (1 Jn 4,19). ¿Y cómo?

En primer lugar, asumió el papel de reo que nos correspondía a nosotros. Él es el inocente. Nosotros, los culpables que debíamos morir. Pero prefirió morir él en lugar nuestro. Y así, con su amor a nosotros, rompió la lógica del odio.

Bien lo entendió después el apóstol Pedro. Al arreciar la persecución de Nerón contra los cristianos, les recordaba el ejemplo de Cristo para que actuasen de la misma manera: “A esto han sido llamados, porque también Cristo padeció por nosotros, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas. Él no cometió pecado y nadie pudo encontrar una mentira en su boca. Cuando era insultado, no devolvía el insulto, y mientras padecía no profería amenazas; al contrario, confiaba

su causa al que juzga rectamente. Él llevó sobre la cruz nuestros pecados, y cargándolos en su cuerpo, a fin de que muertos al pecado, vivamos para la justicia. Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados” (1 Pe 2,21-24).

En segundo lugar, Jesús se anticipó a perdonarnos asumiendo libremente la muerte que le infligimos,

despojándola de nuestro odio, haciendo de ella un acto libre de amor, cuya memoria hoy nos hermana, y por ello la celebramos con alegría cada domingo: “Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: ‘Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26,27-28).

En tercer lugar, Jesús se anticipó a perdonarnos dándonos un ejemplo insuperable. En la cruz, en medio de terribles dolores, oró a Dios pidiendo el perdón por los que lo habían condenado a muerte y por sus verdugos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

 

“Setenta veces siete”

No les fue fácil a los discípulos entender la enseñanza y la práctica del perdón propuesta por Jesús. Y procuraron hacerla a la medida de ellos. A Simón Pedro le pareció que perdonar siete veces sería el colmo: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”. Cuál no habrá sido su sorpresa al escuchar la respuesta de Jesús: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,21-22). Es decir, siempre.

En Lucas, Jesús dice algo semejante: “Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: ‘Me arrepiento’, perdónalo” (Lc 17,3-4).

 

El ministerio del perdón

 

La obra del perdón de los pecados, con que Jesús comenzó la construcción del Reino de Dios, no podía quedar trunca. Por ello encomendó a sus Apóstoles continuarla. Para lo cual les infundió el Espíritu Santo. En la octava de Pascua leímos la aparición de Jesús resucitado a sus discípulos, según la trae el Evangelio de Juan. En ella, después de darles la paz y de mostrarles sus llagas, les dice: “‘Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes’. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: ‘Reciban el Espíritu Santo, Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan’” (Jn 20,21-23). En el domingo de la

Ascensión leemos la misma escena según la trae Lucas, donde Jesús ordena “predicar a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados” (Lc 24,46-49).

Sin embargo, no hemos de entender la escena exclusivamente como ministerio del perdón confiado a la Iglesia para ejercerlo en el sacramento de la reconciliación. Todo cristiano, por su fe en Cristo, está llamado a perdonar de corazón al prójimo por las ofensas recibidas. Y esto, haciendo como Cristo, dando el primer paso hacia el que lo ofendió. Como ello es humanamente imposible: todo el que cree en Cristo recibe en el bautismo al Espíritu Santo. Gracias a él puede llamar “Padre” a Dios, y perdonar de corazón al que lo ofendió, amarlo de veras, y, si el otro corresponde, iniciar con él una

relación de amistad más profunda que la que tenía antes de la ofensa.

Alguien quizá pregunte: “¿Qué es el perdón?”. Los Evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento no lo definen, pero describen sus efectos. El paralítico perdonado vuelve a caminar,

no sólo física sino espiritualmente: “Inmediatamente se levantó a la vista de todos, tomó su camilla y se fue a su casa, alabando a Dios”. Y ello produce una gran alegría en el pueblo: “Todos quedaron llenos de asombro y glorificaban a Dios, diciendo con gran temor: ‘Hoy hemos visto cosas maravillosas’” (Lc 5,25-26). La pecadora perdonada se vuelve a su casa restaurada en su dignidad: “Tu fe te ha salvado, vete en paz” (Lc 7,50). Los bautizados en Pentecostés, a quienes se les perdonaron los pecados, adoptan un estilo de vida amical y fraterna: “Todos se reunían para escuchar las enseñanzas de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones… Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común… Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos, con alegría

y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo” (Hch 2,42.44.46-47).

El perdón permite que el pecador sea liberado de la atadura que lo retiene prisionero. De hecho, la

palabra griega “áfesis” o “afíeemi”, con que el Nuevo Testamento designa el perdón, significa “dejar ir”, “desatar”, “liberar”, “absolver”. De allí, la fórmula sacramental “yo te absuelvo de tus pecados”.

No me cabe duda de que si los argentinos nos perdonásemos de corazón, desharíamos las ataduras que nos retienen prisioneros en el pasado, y volveríamos a caminar como Nación.

 

Promover la reconciliación

En la Argentina, todos, y en particular los cristianos, tenemos una tarea ardua: promover la reconciliación de los argentinos. Ardua, porque nuestros odios son grandes, irracionales como todo odio. Ardua, también, porque muchas veces los cristianos desconocemos la fuerza que nos da la fe para perdonar y pedir perdón, y adoptamos los mismos criterios del mundo. Ardua, porque no faltan quienes, aun diciéndose cristianos, tergiversan el significado de palabras sagradas. Para ellos la palabra “reconciliación” significa impunidad. Y, por lo mismo, en su ignorancia, queriendo hacer justicia, atizan el odio y acrecientan la división entre los argentinos.

La tarea, sin embargo, no es imposible si confiamos en la fuerza de Dios. El cristiano es, esencialmente, un hombre que se sabe reconciliado con Dios, perdonado por él, devuelto a su amistad. Y esto, no por iniciativa propia, sino por el inmenso amor que Dios le tiene. Pablo lo dijo

muy bien, escribiendo a los romanos: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Y esto no es todo: nosotros nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo,

por quien desde ahora hemos recibido la reconciliación” (Rom 5, 10-11).

Creer en Cristo es creer que él es el reconciliador universal: de los hombres con Dios, de los hombres entre sí y de los pueblos. El apóstol Pablo, testigo del mal que la discordia causa en la humanidad y, a la vez, del poder redentor de Jesucristo, escribe a los efesios: “Porque Cristo es nuestra paz; él ha unido a los dos pueblos (judíos y griegos) en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba, y aboliendo en su propia carne la Ley con sus mandamientos y prescripciones. Así creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona. Y él vino a proclamar la Buena Noticia de la paz,

paz para ustedes, que estaban lejos, paz también para aquellos que estaban cerca” (Efesios 2, 14-17).

En la carta a los colosenses, el apóstol proyecta la reconciliación de Cristo a todo el cosmos: “Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz. Antes, a causa de sus pensamientos y sus malas obras, ustedes eran extraños y enemigos de Dios. Pero ahora, él los ha reconciliado en el cuerpo carnal de su Hijo, entregándolo a la muerte, a fin de que ustedes pudieran presentarse delante de él como una ofrenda santa,  inmaculada e irreprochable” (Col 1,20-22).

Si creemos que Cristo es el Reconciliador universal, la misión de la Iglesia no puede ser otra. Lo mismo vale de sus ministros y de los fieles. San Pablo era muy consciente del “ministerio de la reconciliación” que Dios le había confiado: “Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con

él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos la palabra de la reconciliación. Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en

nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios” (2 Co 5, 18-20).

Los medios que tiene la Iglesia para promover la reconciliación son la oración asidua a Dios pidiendo por ella, la predicación del Evangelio y los sacramentos, especialmente el de la reconciliación, y también las iniciativas públicas y privadas de los cristianos.

En cuanto a la oración pública por la reconciliación, ésta es riquísima. Y deberíamos hacerla con más frecuencia. Están, en primer lugar, las oraciones del Misal romano. Por ejemplo: en la solemnidad de Navidad1, en el cuarto domingo de Cuaresma2, en el viernes de la octava

de Pascua3, en la solemnidad Cristo Rey4, en la misa para pedir la reconciliación5, en la Plegaria eucarística  III6, en la misa por los que nos hacen sufrir7. Igualmente, en las Plegarias eucarísticas de la Reconciliación I8 y II 9.

En cuanto a iniciativas públicas de reconciliación internacional, ejemplo de ello fue la mediación

de Juan Pablo II en la cuestión del Beagle, a solicitud unánime de los presidentes de la Argentina y Chile. Su realización supuso mucho coraje y confianza en Dios, pero también humildad, constancia y muchísima paciencia.

Podríamos agregar la Mesa del Diálogo Argentino, a comienzos de 2002 promovida conjuntamente

por el entonces presidente Eduardo Duhalde y el Episcopado en un momento muy crítico de las instituciones democráticas.

Sin embargo, la Iglesia ha de evitar la tentación de presentarse o de querer ser vista como un ente

jurídico mediador ordinario de los conflictos sociales, pues ello desnaturalizaría su finalidad y dañaría a las instituciones mediadoras previstas en la constitución democrática de

una nación y en las relaciones entre los pueblos.

 

Versión abreviada de la exposición del arzobispo emérito de Resistencia, en el panel “Reconciliándonos con nuestra Historia”,

organizado por el Proyecto “Setenta veces siete” y Editorial San Pablo, en la 36ª Feria Internacional del Libro, mayo 2010.

 

Notas:

1. “En este día de fiesta acepta, Señor, este sacrificio que nos reconcilia plenamente contigo” (Ofrendas).

2.“Dios nuestro, que reconcilias maravillosamente al género humano…” (Colecta).

3. “Dios…, que estableciste el misterio pascual como alianza de la reconciliación humana…” (Colecta).

4. “Te ofrecemos, Señor, el sacrificio de la reconciliación de los hombres, y te pedimos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la unidad y de la paz” (Ofrendas).

5. “Señor, acepta con agrado los dones de tu Iglesia en el memorial de tu Hijo, nuestra paz y nuestra reconciliación, que borró con su sangre el pecado del mundo” (Ofrendas).

6. “Te pedimos, Padre, que esta víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo entero…”.

7. “Te ofrecemos, Señor, este sacrificio por quienes nos ofenden, con el deseo de vivir en paz con todos; así conmemoraremos de verdad la muerte de tu Hijo, que nos ha reconciliado contigo en el amor” (Ofrendas).

8. “…Señor, Padre Santo,… porque no dejas de alentarnos a tener una vida más plena, y como eres rico en misericordia, ofreces

siempre tu perdón e invitas a los pecadores a confiar sólo en tu indulgencia… Y ahora, mientras le ofreces a tu pueblo un tiempo de

gracia y de reconciliación…” (Prefacio). “Así,…. mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, Dios fiel y misericordioso, la Víctima que reconcilia a los hombres contigo” (Canon)

9. “Pues en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, sabemos que Tú diriges los ánimos para que se dispongan a la reconciliación. Por tu Espíritu mueves los corazones de los hombres para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la concordia. Con tu acción eficaz puedes conseguir, Señor, que el amor venza al odio, la venganza deje paso a la indulgencia y la discordia se convierta en amor mutuo…” (Prefacio). “Cuando nos habíamos apartado de ti por nuestros pecados, Señor, nos reconciliaste contigo, para que, convertidos a ti, nos amáramos unos a otros por tu Hijo, a quien entregaste a la muerte por nosotros. Y ahora, celebrando la reconciliación que Cristo nos trajo, te suplicamos que por la efusión de tu Espíritu santifiques estos dones…. Así, al celebrar el memorial de la Muerte y Resurrección de tu Hijo, que nos dejó esta prenda de su amor, te ofrecemos lo que Tú nos entregaste, el sacrificio de la reconciliación perfecta. Te pedimos, humildemente, Padre Santo, que nos aceptes también a nosotros, junto con tu Hijo, y en este banquete salvífico,  concédenos el mismo Espíritu, que haga desaparecertoda enemistad entre nosotros…” (Canon).

 

 

 

 

 

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  1. Juan Carlos Lafosse on 3 junio, 2010

    La Argentina no está llena de odio ni los argentinos somos prepotentes. Sí, en cambio, hay una campaña para hacernos pensar esto y presentarlo como la raíz de nuestros problemas. A falta de un estudio más serio, voy a basarme en la catarata de emails que me llegan, donde hay dos temas que persisten.
    Predominan los emails “anti K”, muchos de ellos con un nivel de violencia y obscenidad increíblemente alto. Le siguen los que se refieren a los militares procesados, estos normalmente inflamados, con racionalizaciones heroicas de lo sucedido en esos años, algo menos violentos en general.
    En cambio, yo no he recibido emails incitando al odio contra ninguna otra persona o sector.
    Es verdad que esta es una muestra sesgada y limitada, pero si se suman las expresiones que escucho en radio, TV y diarios opositores, puedo tener una percepción de qué es lo que odia una parte menor de la población, exacerbada por los medios comprometidos políticamente.
    Creo que pocos dudarán que se resume en la expresión de odio de Lilita Carrió cuando dice – y los medios repiten infinitamente – que “La gente la quiere matar”. Basta haber visto su expresión.
    Me llama la atención que este odio “anti K” indiscriminado no aparezca mencionado más claramente en el artículo.
    En verdad, el “perdón” que reclaman sectores menores de la sociedad en relación con los militares juzgados, es un indulto y una reivindicación de quienes cometieron hechos aberrantes, internacionalmente declarados como imprescriptibles.
    Para perdonar, la Iglesia requiere en el sacramento el arrepentimiento y la reparación, lo que no se da en estos casos.
    La escuela no ha contado toda la verdad de los hechos. Ciertamente, la historia la escriben los vencedores y la deliberada ocultación de los horrores de las dictaduras pasadas no contribuye a reconciliar a nadie.
    Por ejemplo, recientemente el ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, Esteban Bullrich, decidió no imprimir los Materiales Pedagógicos del Bicentenario elaborados durante 18 meses por personal de la Dirección de Currícula del ministerio citado.
    Los argentinos que vivimos esa época sabemos lo que pasó, aunque tengamos distintas opiniones sobre la génesis de estos hechos aberrantes. Para reconciliarnos hace falta aceptarlos y el sincero propósito de no reincidir.
    Recemos para que se haga justicia y que salga a la luz la verdad para dejar, finalmente, atrás todos los hechos que tanto dolor nos han causado.

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