El artículo “En torno del presupuesto de culto y sus raíces históricas”, publicado en diciembre de 2010, suscitó respuestas que llevan al autor a volver sobre el tema. Felizmente, mi nota encontró eco. Por un lado, una carta de lectores de Ernesto Maeder en la que afirma: 1. que el libro de referencia fue refutado ya en 1957 por Américo Tonda y por lo tanto “parece hoy innecesario insistir en la demolición de la tesis de Udaondo, pues la historiografía ya la desahució hace más de medio siglo”; 2. que mi planteo sobre el futuro del presupuesto de culto fue hecho en términos a su juicio “superficiales y voluntaristas”, porque no sólo requiere de la intervención de historiadores sino de especialistas “de otras disciplinas, de la clase política y de las partes interesadas, el Estado y la Iglesia”. Me veo obligado a responderle:
1. Tonda, de feliz memoria, no desahució la tesis de Udaondo, al que ni siquiera nombra en su texto de 1957; al contrario, dice que “los hombres de la Confederación no hicieron más que extender ese mismo criterio [el de Rivadavia] a todo el país”. El mismo Maeder, en su nota de Criterio Nº 2176 de junio de 1996, no dice palabra sobre la supuesta “demolición” del libro de Udaondo. Por el contrario, su planteo sigue siendo hasta hoy parte del relato oficial de la Iglesia católica. Como dice mi amigo Juan Gregorio Navarro Floria, en la idea de Udaondo “han sido formados por décadas los clérigos, y por ende los obispos, además de muchos laicos”. Dado que ni Tonda ni Maeder la cuestionaron de veras, y sobre todo dado que goza de excelente salud (me sobran los ejemplos), no me parece nada innecesario insistir en la falsedad de la “tesis de Udaondo”.
2. Maeder define mis opiniones como “superficiales y voluntaristas”, pero sin explicar por qué. En principio, no dije –como sugiere– que el tema debe ser tratado sólo por los historiadores, sino todo lo contrario, que debería ser debatido lo más ampliamente posible. Mucho más de lo que plantea Maeder, para quien las únicas “partes interesadas” son el Estado y la Iglesia. Yo propuse que interviniesen todas las partes interesadas, que no son sólo el Estado y la Iglesia, visto que afecta a todos los argentinos y hace a la laicidad que queremos: que participe la ciudadanía través de las organizaciones de la sociedad civil, de las demás Iglesias e instituciones religiosas, de los medios de comunicación y de cualquier otro mecanismo legítimo. ¿Es “superficial y voluntarista” pedir que el tema no lo resuelvan exclusivamente los obispos y el Estado a espaldas de la sociedad civil? Por suerte, mi nota mereció además la calificada respuesta de Juan Gregorio Navarro Floria, una de las personas que mejor conoce el tema. Acordamos en lo fundamental: es hora de revisar el modo en que el Estado argentino financia la Iglesia católica. Deseo, sin embargo, puntualizar un par de cosas:
1. No negué que “no es cierto que el gobierno porteño se haya comprometido a financiar la Iglesia”. Mi frase dice: “no es cierto que el gobierno porteño se haya comprometido a financiar la Iglesia como compensación por los bienes incautados”. Me refería a la relación de causalidad que Udaondo establece entre una cosa y otra. Rivadavia quería que hasta el último centavo de los gastos de culto se cubriera con fondos del erario, pero nunca se le pasó por la cabeza que debiera haber algún tipo de compensación. Desde luego “hubo un compromiso de financiación futura”, pero no por compensación.
2. La abolición de los diezmos no fue una confiscación. No eran un impuesto del que la Iglesia dispusiera con autonomía del Estado. El Papa los había donado al rey, quien a su vez los había cedido para el financiamiento de las Iglesias americanas sin perder nunca el control. Era un impuesto de administración mixta, controlado por una Junta de Diezmos que en Buenos Aires integraban delegados del cabildo eclesiástico, del obispo y del rey. El monarca hacía y deshacía: indicaba cómo se debían cobrar y sobre qué productos, e incluso cómo distribuirse entre los eclesiásticos.
3. Que existe relación directa entre derecho de patronato y el sostén del culto no es idea mía: lo dicen todos los tratadistas, laicos y eclesiásticos, sin excepción. En 1853 se declaró que “un orígen irrecusable de este supremo derecho [es] la dotación y edificación de las Iglesias sobre que se debe ejercer”. O sea: el Estado tenía el deber de sostener, y por ende el derecho a intervenir, porque el poder civil había “fundado” y “sostenido”.
4. La supuesta “compensación” de la reforma rivadaviana no aparece en las deliberaciones de 1853. Hay una sola mención a ella cuando se discute si los diezmos deben considerarse un ítem de los presupuestos provinciales o del nacional. Sólo un constituyente, Simón de Iriondo, abrió la boca para decir que “el pago del diesmo[debía reconocerse] como ley eclesiástica” y que sólo podía suprimirse con el consentimiento de Roma. La respuesta fue el silencio.
5. El que la Suprema Corte haya afirmado que la obligación del sostenimiento “tiene un sólido fundamento histórico” no se relaciona necesariamente con la reforma. Y si se relaciona, no agrega la más mínima cuota de verdad a los hechos históricos. El documento conocido como “Donación de Constantino” era apócrifo, por más que generaciones de juristas y teólogos lo hubiesen considerado verdadero.
6. ¿Alguien puede explicarme por qué una decisión tomada por el gobierno porteño y que explícitamente afectaba sólo a su provincia debería haberse extendido a todo el país por un Congreso del que Buenos Aires no participó? En suma: la idea de la compensación es falsa. La razón por la que existe un presupuesto de culto responde al antiguo criterio patronal de que “quien controla, paga”, y en el caso actual de la Iglesia argentina, el Estado paga lo que ya no controla. Estas cuestiones históricas son importantes, porque no tienen connotaciones meramente económicas, sino también simbólicas. La idea de que el Estado argentino está en deuda con la Iglesia tiene
muy vastas implicaciones ideológicas. Aclarar que se funda en un falso histórico es parte de mi deber como historiador. La Iglesia católica es la primera en decir que la justicia no puede sino fundarse en la verdad.
Desde el punto de vista meramente económico, coincido con Navarro en que un subsidio estatal no está ni bien ni mal. El Estado subsidia a muchos sectores con el dinero de todos los argentinos (por ejemplo, a los usuarios de transportes de la Capital y del Conurbano). Sin embargo, es más justo el sistema italiano, en el que cada cual decide si quiere entregarle una parte de sus impuestos (en Italia es el 8 por mil) a la Iglesia católica o a otra. Para los obispos resultará siempre más fácil depender de un subsidio que del aporte voluntario de los fieles, pero me imagino que preferirán la solución más justa y transparente posible. En todo caso, como dije en la nota anterior, esta discusión es parte de una mayor, que hace a la laicidad que queremos. Una discusión que debe darse de cara a la ciudadanía, porque todos los argentinos tienen derecho a participar.