A raíz de las catástrofes naturales que sufre Japón, CRITERIO pidió entre otros a Osvaldo Svanascini una reflexión. Estudioso de lo japonés, traza como en un dibujo aspectos de esa cultura, tradiciones, costumbres y poesía.La palabra kokoro (corazón: alma, sentimiento, sentido íntimo) expresa como pocas el espíritu que anima a los japoneses. Otros principios son ineludibles para comprender a Japón: el sentido del honor, del deber, de la “acción sin recompensa”, todo ello individualizado en el pensamiento shinto y en el búdico. También la adhesión a las leyes de la naturaleza, a los códigos morales, al elocuente significado de la cultura. Dentro de ésta la educación constituye una de las prioridades. El poeta Mootori Norinaga (1730-1801) definió así el sentimiento japonés:
Si se demandase
a qué es igual el corazón
del Japón, diría:
a la flor de cerezo cuando exhala su perfume al alba.
La ceremonia del té también personifica el alma de Japón. Okakura Kakuzo, autor del famoso El libro del té, recuerda que esta ceremonia es “el culto de lo imperfecto, con la intención de realizar algo posible en esta cosa imposible que llamamos vida”.
Señala en la misma obra: “Permítasenos soñar con lo que se desvanece y demorarnos en la hermosa simplicidad de las cosas”. Esa simplicidad se traduce en sabiduría. Un monje preguntó cierta vez: ¿dónde se halla la morada de la mente? La mente, respondió su maestro, habita donde no hay morada. El monje pidió aclaración. Cuando la mente no habita en ningún objeto en particular, decimos que habita donde no hay morada, explicó el maestro. Pero el monje volvió a preguntar sobre el concepto de “no habitar en ningún objeto en particular”. Entonces el maestro le respondió: es decir, no habitar en el dualismo del bien y del mal, del ser y del no-ser, del pensamiento y de la materia; esto es, no habitar en la vacuidad y en la no-vacuidad, ni tampoco en la tranquilidad y en la no-tranquilidad. Entonces, donde no hay lugar para habitar, es realmente la morada de la mente.
Muchos de los ingredientes que hacen de Japón un país diferente giran alrededor de los “actos sin méritos”, tal como lo señala el maestro Suzuki, quien recuerda poéticamente la idea:
La sombra de los bambúes se mueve sobre los escalones
de piedra
como si quisiera barrerlos, pero el polvo no se alza;
la luna en lo hondo del estanque se refleja,
pero no hay signo en el agua de que haya penetrado.
El espíritu que animaba a los samurai, individuos pertenecientes a la clase de los guerreros en la organización feudal, ayuda a comprender cómo Japón enfrenta hoy la situación que vive. El sentimiento del honor y de la fidelidad era primordial para los samurai, cuyo “código de honor” era el Bushido, integrado al Renchisin o sentido de la vergüenza, dentro de una vida consagrada al valor, la sabiduría y la benevolencia. Los cinco puntos más importantes del código son: a) el sentimiento de confianza en el destino; b) la tranquilidad ante lo inevitable; c) ver el peligro estoicamente; d) tener desprecio por la vida; e) acoger con amistad a la muerte.
Esta serenidad fue sabiamente descripta por un famoso maestro zen: “La serenidad es la palabra final de toda enseñanza; la reflexión es la respuesta a todo lo manifestado”. Por ello la paciencia es otra de las virtudes japonesas. Así lo expresa Issa (1763-1827) en su breve haiku (poema japonés de 17 sílabas en 3 líneas: 5-7-5):
Caracol
dulcemente, dulcemente
escala el Fuji.
Los japoneses adhieren al culto de la diosa Kannon, un bodhisattva (suerte de mesías) de la misericordia infinita e intercesor entre el Buda Amida y los seres del mundo doliente. Figura excelsa, cuya significación es el renunciamiento al borde de lo inefable, la del perdurable sentimiento del amor más allá de las especulaciones tan frecuentemente epidérmicas que nos diluyen en este enjambre del mundo mutable.
Agresiones atómicas, el inexorable azote de la naturaleza, los vaivenes del mundo contemporáneo, han fortalecido al pueblo japonés, lo han preparado para ser artífice de la fe y de la esperanza. A pesar de todo. Ese desprendimiento se halla implícito en el haiku, que el magnífico Hokusai escribió como epitafio:
Igual a un fantasma
mi alma vagar quiere
por la pradera de estío.
En Tadanori, drama de teatro Noh (teatro clásico del Japón), el coro señala:
El más grande honor que puede tener un hombre
es ser hijo de un poeta.
Y amar y vivir la poesía.
El autor es miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes y fue presidente del Instituto Argentino-Japonés de Cultura. También pertenecen al autor los dibujos que ilustran la nota.