kovadloff-webFueron las páginas de El libro del desasosiego del poeta portugués Fernando Pessoa las que más le exigieron al traductor argentino ahondar en su mágica tarea. Un testimonio sobre timbres, tonos y acentos. kovadloff-web-2Más allá de algunas incursiones ocasionales en la poesía italiana y francesa, mi actividad como traductor de literatura se concentra en el idioma portugués.

Estoy persuadido de que la traducción literaria encuentra su mejor posibilidad cuando la lengua de la que vertimos cumple o ha cumplido un papel decisivo en la configuración de nuestras propias vidas.

Entre los 14 y los 20 años, yo (no sé cómo decirlo) ocurrí en portugués. Residí esos seis años en el Brasil. Aprendí el portugués con el apremio de quien busca hacer posible su vida en un contexto extraño. Debía dejar a un lado un mundo lingüístico que, en San Pablo, sólo encontraba sustento en mi estrecho núcleo familiar y en la correspondencia nostalgiosa que había emprendido con mis amigos de Buenos Aires. Debía, en fin, ingresar a otro escenario, ajeno, ignorado, y únicamente podía hacerlo apropiándome del portugués. Sólo así atenuaría ese doloroso sentimiento de extranjería que nunca me abandonó completamente.  

Nada me cuesta confesar que llegué a hablar el portugués como un paulista. Imitaba a la perfección lo que no era. Más allá del manejo léxico, mi arte era esencialmente tonal. Había nacido en mí, sin que yo lo supiera, uno de los requisitos del futuro traductor que habría de ser.

El italiano y el francés son idiomas que estudié con alegría. Pero creo haberlos aprendido insuficientemente porque lo hice en respuesta a necesidades menos urgentes que la de tener que adaptarme mediante ellos a una nueva vida. Por supuesto, leo esas dos lenguas con premeditada frecuencia. Sus literaturas me siguen enriqueciendo indeciblemente. Pero en esos dos idiomas, vitalmente hablando, nada me sucedió. Su aprendizaje, en mi caso, no estuvo contaminado, si así cabe decirlo, por la premura de descubrir dónde estaba, con quiénes; qué presupuestos y matices de sentido conformaban, lingüísticamente, la comunidad a la que me iba incorporando. En suma: en algo menos de dos años yo me había traducido al portugués. A tal punto fue así que, cuando regresé a la Argentina, debí proceder a la inversa: restañar mi castellano. Mi lengua materna estaba estropeada y yo, extraviado en ese mar de equívocos que generan dos idiomas muy cercanos en su vocabulario. Las palabras de uno y otro muchas veces se confundían en mí. Pero no su musicalidad.

 

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Entiendo al traductor como un intérprete, en el sentido musical de la palabra. Lo concibo como ejecutante de una partitura. La partitura que interpreta es la obra literaria que tiene entre manos. Su tarea consiste en infundirle, al poeta que vertirá a su idioma, una presencia verosímil en su propia lengua. Debe saber darle cuerpo, entonar en ella los acentos de esa voz extranjera.

El potencial eufónico que el poeta traducido obtiene en el idioma del traductor decide, a mi juicio, la eficacia con que el traductor ha procedido. El acto de traducir literatura, tal como yo lo concibo, implica preservar, transformándolo hasta donde ello sea necesario, el capital melódico de la lengua vertida, para que él resplandezca en el idioma que le brinda el traductor. Si se decide traducir literatura, lo que se decide traducir son timbres, cadencias, entonaciones y acentos que infunden singularidad a la voz de un poeta.

 

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La empresa de traducción más ambiciosa que me tocó emprender fue la de dos obras de Fernando Pessoa: el Libro del desasosiego y Ficciones del interludio. Recuerdo un sueño de 1998. En él se me presentó Pessoa. Vestía un traje oscuro que adelgazaba aun más su figura escueta. Sus gestos eran tenues, el tono de su voz sereno. Aún veo sus ojos oscuros. Me preguntó en portugués: “¿Estás preparado?” Yo tenía 55 años. Hacía 35 que había regresado a Buenos Aires. Entendí que la pregunta de Pessoa no se refería ni a mi dominio del castellano ni a mi conocimiento del portugués. Se refería, creo, al destino que en mí había corrido su obra; a la consistencia que ella había ganado. Traducir implica saber cómo respira un escritor. Mi tarea consistía en oír y transmitir los atributos de esa voz. Su musicalidad, su modo, las configuraciones que en su palabra había ganado la lengua portuguesa. Sólo así su pensamiento, en castellano, podía llegar a ser reconocido como suyo.

En 1970 viajé por segunda vez a Lisboa. Fui a estudiar allí la obra de Fernando Pessoa, a empaparme en el portugués de Portugal, tan distinto del de Brasil. Mi tutor, es esos meses felices, fue un crítico mayor: Jacinto do Prado Coelho. Una mañana me contó que un conocido suyo, fallecido poco tiempo antes de mi arribo, había tenido ocasión, en 1931, de escuchar a Pessoa leyendo un poema de su heterónimo Alvaro de Campos. Finalizada la lectura, que tuvo lugar en el café “A Brasileira”, Pessoa se excusó ante su oyente: “Discúlpeme usted. La voz de Campos es grave y sonora, no aguda y vacilante como la mía. Además soy incapaz de reproducir las descargas violentas de esa voz, sus arrebatos ascendentes y sus descensos vertiginosos”.

Pessoa le confesaba al amigo de mi maestro que él era un mal traductor. Poco importa si ironizaba o no. Estaba señalando algo fundamental: su imposibilidad de hacer aparecer a Alvaro de Campos en su propia enunciación. Él, que lo había impuesto, literariamente hablando, como alguien verosímil: tan verosímil como él mismo en su prosa y su poesía.

Por otra parte, nada en la obra que Fernando Pessoa se atribuye, es decir, en la que él llamó ortónima para diferenciarla de la heterónima, da señales de esa inconsistencia con la que el escritor caracteriza su tono de voz. Por el contrario, todo en ella es firmeza, rotunda lucidez, aun en la transmisión del dolor.

Pues bien: yo diría que la voz que me correspondió escuchar al emprender su traducción tenía, en primer término, tanto en Pessoa propiamente dicho como en sus heterónimos, ese signo distintivo: una cadencia de acentos rotundos, una firme gravedad.

El segundo rasgo melódico que debí tener en cuenta, sobre todo en la prosa de Bernardo Soares, a quien Pessoa adjudica la autoría del Libro del desasosiego, fue la sinuosidad sonora, incesante, que Pessoa le había infundido a esa prosa reflexiva. Allí residía, a mi criterio, uno de los secretos fundamentales de la musicalidad de su palabra.

Tuve en cuenta, además, en la producción y el sostenimiento de la melodía pessoana, un señalamiento de Antonio Machado que aparece en su libro La experiencia literaria. Reyes llama la atención sobre lo que denomina, a propósito del portugués y el castellano, “los peligros de la cercanía”. Dos lenguas que, en apariencia, se parecen demasiado inducen a creer que hay entre ellas una equivalencia plena. No es así. Las mismas palabras suelen tener, en portugués y castellano, sentidos distintos, empleos diferentes. Responden a intenciones expresivas que, muchas veces, son desiguales. Y en la captación de esos matices semánticos específicos, el fraseo, la entonación, la musicalidad, en suma, aporta un recurso clave al discernimiento del traductor.

 

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Nadie reconoce mejor el límite irremontable de cualquier traducción bien realizada que aquel que la ha llevado a cabo. Ese límite, contra lo que suele creerse, no lo impone el presunto déficit de la versión con respecto al original. Lo impone, en cambio, la imposibilidad de la duplicación. La imposibilidad de lo idéntico. La traducción es otra cosa que el original porque sólo siendo otra cosa puede  estar lograda como traducción. Digámoslo así: la voz de Pessoa es, en español, necesariamente otra que en portugués. Y únicamente porque en castellano es otra; su voz portuguesa, en castellano, se deja identificar. Sólo dos cosas que difieren pueden llegar a parecerse. Y sólo pueden parecerse porque no son idénticas, porque lo idéntico es imposible.

En la producción de este parecido, la estructura melódica del texto cumple un papel central. Ella es la que decide la instancia más reveladora de esa proximidad. Ella es su fundamento.

En literatura, entonces, no se traducen, ante todo, significados. Se traducen las modulaciones tonales que ganan esos significados. Ellas son las que permiten reconocer la voz de un artista del lenguaje.

 

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El hallazgo de las equivalencias que en el idioma del traductor pueden encontrar esas modulaciones tan personales del escritor constituye el momento más inspirado de la aventura de traducir. Y el imprescindible. Este hallazgo y su representación precisa en la escritura del traductor dan vida a lo que considero como la instancia actoral del trabajo del traductor.

Tal como yo lo entiendo, el traductor es, además de un intérprete en sentido musical, un actor. Se logra en la medida en que su vida personal abandona la escena de la enunciación al encarnar la dicción de su personaje. Su personaje es el autor que traduce, el autor al que él ha decidido interpretar. Es al servicio de ese autor convertido en personaje que el traductor-actor pone sus recursos expresivos. Se diría, entonces, que el traductor imita a ese otro pero que la imitación no consiste en replicarlo como un eco sino en hacerlo oír como un otro a través de su propia voz. Cuando habla el traductor como traductor, se oye a otro. Su logro, pues, consiste en no ser advertido al pronunciarse, en pasar por otro.  Para ello, su entonación, sin ser la del idioma del que traduce, debe, en su propio idioma, saber presentificar la belleza del original. Si esa belleza irrumpe, desaparece el traductor que ha hecho posible tal irrupción. El personaje se impone y el actor es opacado por la fuerza de su propia representación. Únicamente cuando emergimos de ese encantamiento, somos capaces, a veces, de advertir la presencia del intérprete, la tarea alquímica del traductor.  

2 Readers Commented

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  1. Mirka Rudez on 8 junio, 2012

    Opinión muy valiosa y contundente acerca de las dificultades que presenta para el traductora trasmitir con certeza cada matiz de la obra de un poeta tan importante como Pessoa, por ejemplo.

  2. María Teresa Rearte on 27 junio, 2012

    Reconozco que me ha costado leer y encontrar poesía en lo poco, muy poco, que conozco de Fernando Pessoa, aunque esforzándome me interesó su lectura. De modo que la exposición en esta nota de Santiago Kovadloff, me ayuda a comprender el por qué.

    De lo que estoy segura es que el autor de la nota posee, como algo que lo caracteriza, las cualidades de musicalidad, esto es de armonía, tonos, acentos, modulaciones de expresión, para la tarea que refiere. Como también para otras en las que he podido apreciar al leerlo o escuchar sus intervenciones televisivas, ya que personalmente nunca tuve oportunidad de escucharlo.

    Gracias.

    Prof. María Teresa Rearte

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