Reproducimos un artículo publicado en el libro Juntos en Su memoria (1997), edición de algunos amigos con ocasión de cumplirse los cincuenta años de ordenación sacerdotal de Lucio Gera.¿Qué tiene su palabra?
(Lc. 4,36)
Más de dos veces en mi vida no hablé con Lucio Gera. Se entiende, me refiero a esas charlas confiadas y largas en las que, poco a poco, dos hombres se van revelando. Conversaciones ocasionales hubo muchas: en los recreos de la facultad, en los pasillos del seminario, algunas tardes en Encarnación del Señor junto a Roberto Lella, algún encuentro de sacerdotes… ¿Por qué, entonces, si mi trato con él no fue asiduo, pasados los años, muchas veces me he sorprendido evocando su imagen?
Todos conocemos la experiencia (más insegura en la juventud, más serena y agradecida en la madurez) de pensar, al terminar una tarea, si ella hubiera sido aprobada por esta o aquella persona a la cual recordamos con un respeto y un afecto singular que la distingue de otras que tenemos en la memoria. Ese panteón personal, en mi caso, no es muy numeroso; Gera es uno de sus habitantes. Acercando más la mirada a este hecho, veo que hay otras circunstancias que lo sustentan: Gera fue profesor de cuatro materias importantes que cursé cuando estaba en la facultad, y fue también (y esto no es menor) quien predicó el retiro espiritual previo a mi ordenación sacerdotal. Pero a lo largo de la vida, ¿no ha estado uno ante muchos profesores y predicadores más o menos dignos que el tiempo se encarga de desdibujar?
Las primeras imágenes, en la juventud, suelen tener un vigor especial. Yo recuerdo una de Gera que pudo haberme impresionado, una especie de “anécdota interior”. Mientras él daba clase, mi atención a veces se desviaba de los contenidos de la materia hacia la manera en que Gera los iba diciendo, y me preguntaba: ¿Cómo estructura mentalmente este hombre, cómo articula esa manera de hablar? (Hoy sé que la pregunta no es la más adecuada, pero a los veinte años no dejaba de ser razonable…). Un día, en la mitad de una clase (ya no recuerdo por qué), Gera, citando a Víctor Hugo, dijo: “Un estilo es lo más profundo, conducido constantemente a la superficie”. Inmediatamente recordé una frase de Borges que me sirvió para definir lo que yo sentía: Gera –me dije– a veces puede no tener razón; su estilo siempre tiene razón.
Este estilo, poco a poco, se me fue revelando como no exento de una profunda poeticidad en la manera de sentir y pronunciar una palabra acerca de Dios. Con el tiempo, fui entendiendo que la belleza es una palabra que dice cosas que sólo ella puede decir, que es irreductible, y que, aunque la sentimos todos, son muy escasos los teólogos que llegan a incorporarla sistemáticamente en su manera de pensar y de hablar acerca de Dios. No es fácil, porque no es sólo una forma de estructurar mentalmente o de articular una sintaxis; es una forma de inclinar toda la existencia. En el caso de Gera todo esto aparecía envuelto en el tono de una serena austeridad. La austeridad es necesaria cuando uno enfrenta el mundo después de haberse desbordado ante Dios. ¿Qué comunicar? La austeridad es también una de las mejores formas de la poeticidad: la sobria mención que, con poco, alude a mucho.
Pablo VI decía que cuando uno intenta hacer visible el mundo del espíritu, debe hacerlo sin privarlo de su carácter inefable. Algo de pudor recuerdo en Gera. El misterio íntimamente contemplado y adorado siempre impone pudor. Y una humilde audacia también: Gera, al dictar clase (a veces parecía pensar en voz alta), llegados algunos puntos centrales, más bien interrogaba que afirmaba. La interrogación, el asombro, y hasta la duda o la perplejidad admiradas ante el misterio, así comunicadas, no son, decididamente, la peor manera de enseñar. Contenidos, sí, comunicar contenidos; pero ellos impuestos a la posibilidad de atreverse a ir más allá de lo ya sabido y conquistado.
No quiero avanzar mucho más en lo que, por un lado, podría ser invadir, adivinándola, una intimidad. Por otro lado, estas cosas son intransferibles como un sabor es intransferible. Puedo agregar, sin embargo, que yo agradecía también, en aquellas clases, el hecho de que casi toda la teología que Gera iba desarrollando era pensada desde la Trinidad, quizás la única manera interesante de hacer teología. Había, también, una referencia constante, casi siempre tácita, a lo definitivo. Gera podía ser minucioso, pero su bagaje cultural, vasto, estaba siempre orientado a trazar una imagen convincente y querible de Cristo. Soy absolutamente conciente de que esta impresión mía puede hacer sonreír a más de un teólogo. No importa. Hay una manera de hablar de Dios que carece absolutamente de importancia espiritual, independientemente de la altura académica o institucional que esta palabra didáctica, clara, legible y mediocre haya alcanzado. Hay palabras con origen y palabras sin origen, es decir, sin destino.
Hay una palabra que todavía no he mencionado: maestro. Referida a Gera la he oído muchas veces. Pero creo que no por ser un lugar común deja de ser verdadero. Y yo diría más bien: maestro oral. La sentencia latina que tantas veces hemos repetido, scriptamanent verba volant, es en realidad un reflejo algo decadente de una idea griega vigorosa, que significa exactamente lo contrario de lo que solemos entender. Se podría transcribir así: lo escrito se queda, las palabras alientan (la versión cristiana sería aquella de 2 Co. 3,6: la letra mata, el Espíritu da vida). Sólo el hombre con un espacio interior significativo, y que ha llegado a una verdadera estatura humana, puede, porque primero se ha dicho a sí mismo todas las cosas con las palabras que lo han persuadido a él, pronunciar una palabra singular y propia, inmediatamente comunicable, y que de algún modo produce lo que pronuncia. No siempre lo que decimos se parece a nosotros; pero esto ocurre porque no acabamos de parecernos a lo que esencialmente somos, al nombre que nos revelará nuestra más profunda y verdadera forma al fin del tiempo (Ap. 2,17). Algo de ese vínculo entre estilo y palabra, entre el ser y lo dicho, hay en Gera; no sólo una referencia, sino una cierta configuración con lo definitivo.
Tengo a la mano varias definiciones acerca de lo que es un maestro, que no voy a usar. Como suele ocurrir, la mejor definición que escuché en mi vida fue casual, dicha involuntariamente. Yo estaba tomando un café con el Padre Esteva en la sala de superiores del seminario, y él hablaba de su época de seminarista. Me contó que Leonardo Castellani, a veces, en los recreos, “condescendía” a conversar unos pocos minutos con los seminaristas. “No hablábamos de nada especial –me dijo Esteva–. Eran pavadas, cosas comunes. Sin embargo, cuando él se iba, nos quedábamos con ganas de ser mejores”.
Es verdad, ciertas presencias equivalen a un magisterio. Las anécdotas se van borrando, incluso las palabras, y queda una gravitación.
***
Me han pedido que, con ocasión de este homenaje familiar, acerque un poema que publiqué hace ya tres años, y que dediqué a Gera. En realidad (así me pasó con otros poemas cuando los releí para organizar el libro en el que los incluí a todos) yo lo compuse sin pensar en Gera. Fue, simplemente, como todo poema, expresión de las emociones de una experiencia. Al volver a leerlo, ya como si fuera de otro, la imagen de Gera se hizo presente. Pensé: Gera se parece a este poema; quizás pude escribirlo porque lo conocí a Gera. ¿Qué encierra el poema? No lo sé. Quizás algunas de las cosas que he dicho hasta aquí. Pero es posible que el poema las diga mejor. Eso espero.
Así que, aunque vaya pasando el tiempo, este pequeño poema sigue siendo de usted, Gera.
Con mi cariño, respeto y gratitud:
Un final1
Un tablero de ajedrez hecho con agua,
un árbol de arena,
nuestras vidas que culminan y se caen
interminables
como una rosa infinita.
La forma labrada es de los otros.
Somos los peldaños que no transitaremos.
Hicimos el camino
que ahora no ven nuestros ojos
fijos en la meta.
Todo se deshace
fugaz y universal como una ofrenda.
Fuimos sembrados,
olvidados por fin.
En la palma de la mano
Dios
es lo único que queda.
[1]Poema ya dedicado anteriormente a Gera en el libro de poemas de Ignacio Navarro titulado El umbral (TiagoBiavez, Buenos Aires, 1994).
El autor es sacerdote y escritor.
2 Readers Commented
Join discussionBellísimos tu testimonio y tu poesía. Muchas gracias Ignacio por este homenaje a nuestro querido «maestro», el padre Lucio.
Un abrazo.
No lo conocí. Pero, así como lo evoca el autor, diría que fue un «maestro.» Alguien que ve más allá de lo inmediato.
El poema hace sentir una belleza por la que se transita.
Gracias.
María Teresa Rearte