Testimonio de un sacerdote platense que se dedica al estudio de las relaciones entre teología y ciencia.
La tarde del martes 2 de abril me encontró despidiendo a unos amigos en la terminal de ómnibus de La Plata. Ya la tormenta estaba en su apogeo. Nadie sospechaba las dimensiones de lo que estaba sucediendo, a pesar del enorme caudal caído en pocos minutos. Los techos de la terminal tronaban. Las alcantarillas empezaron a manar agua con fuerza y a acrecentar el nivel. Hacía sólo minutos habían pasado unos “cuidadores del patrimonio municipal” que, cuando empezó a complicarse la cosa, ya no estaban. Pensé, con algo de prejuicio, que los probablemente bienintencionados empleados municipales no habían sido capacitados para situaciones extraordinarias. Esta intuición iba a quedar corta con lo que comprobaríamos en las horas subsiguientes, esto es, la ausencia casi absoluta del Estado, antes, durante y después de la tormenta.
Mientras el agua aumentaba su nivel y los viajes se demoraban, alguien comentó la alarmante noticia de un incendio en la Destilería, a pocos kilómetros, en dirección hacia el Río de La Plata. Como me enteré también de que una hermana mía no había regresado de su viaje a la Costa, me dirigí hacia su casa. Allí, mi sobrina, en medio de la oscuridad, me comentó que su madre había tenido que detenerse, forzada por el agua, en las afueras de la ciudad. Con mucha dificultad logramos comunicarnos y constatar que, junto con una amiga, estaban en un club de fútbol 5, improvisado centro de evacuación, junto con mucha gente que había tenido que abandonar sus autos. Después nos contaron que cuando arreciaba lo peor de la tormenta un vecino –anónimo hasta el momento– les gritó a todos los que estaban en los autos que bajaran y, con una soga y el agua hasta la cintura, los hizo cruzar hacia la canchita donde pasaron la noche. Cuando amaneció, nos dispusimos a llegar hasta esa zona. El sol comenzaba a permitir una visión de las proporciones del desastre. El marco era, si sirve la gastada expresión bíblica, apocalíptico: calles anegadas, autos apilados, incluso alguno sobre otro, gente entre aterrada y asombrada. Finalmente conseguimos llegar hasta el auto donde nos esperaban, ateridas y a la vez aliviadas, mi hermana y su amiga.
Por supuesto que ésta es sólo una micro-historia, y con final feliz, de las miles que se produjeron en aquella noche y en los días siguientes. Para muchos, sobre todo la gente mayor, la tormenta fue fatal: quedaron en sus casas, solos, gritando por una ayuda que nunca llegó. Otros, de distintas edades, fueron arrastrados por la corriente de un agua cuya fuerza obedecía no sólo a su caudal, sino a la ausencia de vías de evacuación. Autos, personas, animales, carteles eran arrastrados por este fugaz y violento río urbano. Los medios de comunicación han puesto de relieve muchas historias de estos días. Historias de muertes abruptas y crueles, pero también de heroísmos anónimos. Todavía queda por conocer las de las poblaciones más pobres del Gran La Plata, ya que el foco mediático fue colocado en las de clase media. Y, tristemente, todavía falta precisar el número real de víctimas.
Causas naturales y raíces urbanísticas
El discurso oficial remarcó lo extraordinario de la lluvia caída, tres veces mayor que lo habitual durante todo el mes de abril. A pesar de la ausencia de datos absolutamente precisos, nadie duda del tamaño excepcional de la tormenta. Los especialistas en clima permiten poner en contexto el fenómeno: estamos sumidos en una transformación del ambiente, del que esta tormenta ha sido una expresión concreta.1
Sin embargo, también ha quedado clara la existencia de una responsabilidad humana respecto de las dimensiones que alcanzó la catástrofe en términos de pérdida de vidas y de destrucción edilicia: la ausencia de obras hídricas que deberían haber sido hechas, la urbanización desmesurada, la basura por las calles, la falta de mantenimiento de los desagües, la ausencia absoluta de un comité de desastres, etcétera. Distintas voces calificadas habían advertido las posibilidades de una inundación. Las gestiones en la municipalidad de Julio Alak (durante 16 años) y de Pablo Bruera aceleraron la urbanización extrema de la ciudad. Este último modificó el Código de Planeamiento Urbano, agravando notablemente la situación. La codicia del mundo de la construcción y del negocio inmobiliario hicieron el resto. Hubo, pues, una responsabilidad política más que clara, pero también una complicidad de muchos empresarios y constructores que han sido ganados por el interés económico, así como también de una sociedad mayoritariamente indiferente a la cuestión. No menor es la responsabilidad del sector académico platense que, con algunas excepciones, olvidó el sueño fundacional de una ciudad ordenada, racional, llamada a ser un centro de investigación y de docencia relevante para América latina. La propia Universidad Nacional de La Plata se ha instalado también en zonas del bosque de La Plata, una región concebida como pulmón de la ciudad –y, diríamos ahora, también como lugar de escurrimiento de agua–. Lo mismo ha sucedido con los clubes de Estudiantes y Gimnasia y Esgrima, los cuales mantienen sus estadios en tierras municipales del bosque, a pesar de la existencia del moderno estadio Ciudad de La Plata. El fútbol –como deporte y como negocio– pudo con la racionalidad y la estética, de la que la clase universitaria y profesional debió ser garante crítico. Triunfaron los negocios inmediatos, avalados por intereses inmobiliarios, silenciados por la parte de la población cultivada que podría haber frenado la prepotencia clientelar de los gobernantes de turno. Hay que decir que la generación intelectual y profesional platense de las últimas décadas no estuvo a la altura de la generación fundacional.2
¿Dónde estaba el Estado?
El Estado estuvo ausente antes de la tormenta, puesto que no avisó a la población. Además, teniendo en cuenta el fin de semana largo, había menos personal en todas las líneas. Pero también estuvo ausente durante e inmediatamente después de la gran lluvia. Fueron doce horas, desde el comienzo de la tormenta hasta la mañana siguiente, en las que prácticamente no hubo Estado: ni policías, ni bomberos, ni Defensa Civil, ni funcionarios que organizasen la situación. La gente estaba sola. Además, muchos de los que murieron se negaron a abandonar sus casas por temor a los robos. Porque, en realidad, el abandono del Estado era previo al episodio climático: no hay seguridad en La Plata desde mucho antes de la tormenta. En un buen número de casos, el miedo a la inseguridad pudo más que el miedo al agua. Una excepción fueron los bomberos que combatieron, en plena noche y lluvia, el incendio de la Destilería.
El Estado comenzó a aparecer, tibiamente, por la mañana. Cuando yo atravesé la ciudad, alrededor de las 7, sólo había gente que salía de sus casas con ojos sorprendidos y temerosos. El abandono político fue acompañado de una distorsión comunicacional, al menos en el primer día posterior a la tormenta. La radio y televisión “públicas” –como gustan resaltar los medios estatales– (Radio Provincia, Radio Universidad, y también las radios y canales nacionales) quedaron a merced de desorientados locutores, quienes no lograban compaginar la situación trágica con el exigido discurso oficial de un Estado omnipresente y cercano a los vecinos.
Después se sumaron las visitas de los gobernantes. La Presidente de la Nación tuvo que acercarse a su barrio natal, Tolosa, donde vive su madre. Los comentarios sobre la gotera de su casa, en una zona donde todavía había cuerpos sin rescatar, engendraron el natural repudio de varios vecinos. Algo similar pasó con otros funcionarios. No hay peor cosa que a un Estado ausente le siga un Estado negador y frívolo. En los días subsiguientes, el principal acompañante presidencial, Andrés Larroque, jefe de La Cámpora, develó una estrategia del gobierno: ante el caos absoluto de conducción de la crisis, este grupo oficial se articularía como un ejército solidario de la Presidencia, especie de boy scouts del Gobierno nacional. La simbología se hizo presente con sus remeras y las firmas en los víveres y ropa, frutos de donaciones anónimas o del dinero del Estado. La Facultad de Periodismo de la UNLP, coherente con su idea de la profesión como militancia y su confusión entre su rol de entidad pública y alineación partidaria, albergó y legitimó académicamente dicha línea de acción. Una trágica confusión entre Estado y partido gobernante quedó de relieve en las inscripciones estampadas en paquetes de productos comprados por el Estado o donados por gente común: una grotesca mezcla entre Estado, partido y pueblo donante y sufriente.
Solidaridad, pero con justicia
La impresionante explosión de solidaridad producida en los días siguientes al fenómeno natural no deja de sorprender. Revela una extraordinaria generosidad anidada en el corazón de muchos argentinos, especialmente jóvenes, que se resiste a la ideología del individualismo extremo. Creo que no imaginábamos un despliegue tal, acompañado por algunas instituciones que hicieron honor a su credibilidad pública: Red Solidaria, Cruz Roja, Cáritas, así como comedores, parroquias e iglesias en general.
Sin embargo, algunas cuestiones deberían ser seriamente analizadas. La primera es que una sociedad organizada no funciona sólo en lo extraordinario, sino en lo cotidiano. Se necesitó mucha solidaridad porque hubo un Estado que preparó la catástrofe mediante una planificación urbana irresponsable, movida por la codicia económica. También hubo instituciones y personas que, probablemente también afectadas por la inundación y a lo mejor solidarias, colaboraron previamente para que la ciudad estuviera como estaba.
Una segunda cuestión es que no puede permitirse que el Estado se transforme en “solidario”: su rol es el de prever, ordenar, cumplir las leyes, cuidar que los servicios fundamentales funcionen.
Santo Tomás de Aquino subrayaba que la justicia sin misericordia es crueldad, pero “la misericordia sin justicia es madre de la disolución” (In Matth., 5,2). Traduciéndolo a nuestro lenguaje, podríamos decir: la solidaridad sin responsabilidad estatal, verdad en la comunicación y justicia legal es origen de muchas tragedias.
Por otro lado, el desastre de La Plata debería abrir un canal de reflexión para urbanistas, ingenieros, economistas, políticos, educadores y ciudadanos en general, cuya temática fuera lo que abstractamente se plantea como “desarrollo sostenible”. El cambio climático ha llegado para instalarse. El planeta empieza a responder de varios modos a una acción humana multiplicada por el crecimiento poblacional y al asombroso desarrollo tecnológico. La cuestión medioambiental debe entrar en nuestras agendas profesionales, políticas y pastorales.
Francisco nos orientó, pero no nos pudo salvar
El papa Francisco tomó el nombre del patrono de la ecología, san Francisco de Asís. El desastre de La Plata fue también ambiental, motivado por el cambio climático, por una parte, y por la intervención irracional sobre la naturaleza, conducida por la codicia y el poder, por otra. También Francisco, en su mensaje a los argentinos, nos invitó a cuidarnos, especialmente a los ancianos. Un porcentaje mayoritario de los muertos eran gente mayor, que murió ahogada sin posibilidad de auxilio. ¿Qué decir de esto? Que el mensaje del nuevo Pedro nos alertó de un mal que deberemos corregir urgentemente en el futuro. No basta la solidaridad: hace falta la veracidad informativa, la racionalidad urbanística, la moralidad pública, la participación y el control ciudadano y la fidelidad en las estadísticas. Sin seriedad no habrá solidaridad que alcance.
[1] Cfr. al respecto: Agosta Scarel, Eduardo, “Lluvias extremas”, Perfil, 7-4-13 (http://www.perfil.com/columnistas/Lluvias-extremas-20130407-0081.html)
[1] Cfr. la descripción de la idea fundacional de La Plata y su modificación posterior, sobre todo en las últimas décadas, en: Delheye , Pedro, ”La Plata: una ciudad para la clase media”, Revista de Arquitectura, SCA, 113-116 (http://issuu.com/bisman_ediciones/docs/rev_244_hacia_donde_crecen_las_ciudades,: entrada 10/04/13