En su primera encíclica, Lumen fidei, Francisco dice que “el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos”. Y más adelante, que “la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro”.
La idolatría religiosa tiene su paralelo en la política, y su nombre es el culto a la personalidad. El destinatario y la motivación de la exaltación de la persona u objeto del fervor irracional y generalizado son distintos, pero el mecanismo psicológico y social es el mismo.
Abundaron los casos de culto a la personalidad a lo largo de la historia. Sólo en el siglo XX, a los nombres de Mussolini, Hitler, Stalin, Mao o Ceausescu los lectores pueden añadir su propia lista con otros, mucho más cercanos a nosotros en el tiempo y el espacio…
En todos los casos enumerados se trató de marcadas personalidades, dotadas de una férrea voluntad de poder, con poca o ninguna afición por los valores democráticos, con casi ningún escrúpulo en lo que al recurso a la violencia se refiere, y con un aparato político y mediático organizado en función de la perpetuación de los modelos que cada uno propiciaba.
Justo es señalar también que no sólo en política se frecuentan las prácticas del culto a la personalidad. Tanto en el mundo del deporte como en la industria cultural del cine y la televisión, por ejemplo, se fomenta la creación de efímeros “ídolos”, como se los denomina popularmente. Es obvio que las motivaciones y los efectos de estos casos tienen su especificidad y no son sin más asimilables a los del campo político.
Cierto es que, más allá de los intereses políticos y/o económicos que suelen operar detrás del culto idolátrico a la personalidad, existe también el fenómeno de la admiración que naturalmente despiertan las conductas ejemplares en la sociedad. La admiración es la respuesta natural ante la conducta heroica, la virtud probada, la excelencia artística, la santidad de vida, la austeridad en el ejercicio del poder y en tantos otros campos de la actividad humana. Figuras como Martin Luther King, Nelson Mandela, Albert Schweitzer, Bernardo Houssay, Ernesto Sabato, el cura Brochero y tantísimos otros, despertaron espontáneamente, por distintos motivos, el afecto popular sin que a nadie se le ocurriera asociar sus nombres a la idolatría.
En este contexto es bueno poner de relieve los gestos ejemplares de Francisco, que hizo retirar una prematura estatua con su figura en el jardín de la Curia porteña y pidió a la multitud congregada en Roma que no exaltaran su nombre sino el de su maestro Jesús, el profeta hossanado, crucificado y resucitado en Jerusalén.