La situación inflacionaria de la Argentina, que en el último lustro parece ubicarse entre 25% y 40% anual, según sea la vara con que se la mida, genera enorme cantidad de desajustes en la vida cotidiana de los ciudadanos: desde la dificultad para planificar el gasto del hogar hasta la imposibilidad de preservar el valor de los ahorros en la moneda local. Para las personas de menores recursos, la inflación afecta de manera directa su subsistencia, dado el aumento de los bienes de consumo más imprescindibles, como los alimentos y la vestimenta. La alta inflación, que parecía un tema del pasado –y en el mundo sí forma parte del pasado–, ha vuelto con fuerza y atraviesa de manera horizontal toda la vida económica del país. No hay sector que no se vea afectado por este flagelo.
Por otra parte, a lo largo de los últimos setenta años, la Argentina acumula un complejísimo sistema impositivo, producto de la suma sistemática de reformas, nuevos gravámenes y modificaciones permanentes, cuya problemática no puede achacársele a un gobierno o partido político, sino de manera consistente a cuanto dirigente haya pasado por los poderes del Estado. Los recurrentes incrementos de la presión tributaria, incluyendo el uso del “impuesto inflacionario”, están íntimamente relacionados con el sostenido aumento del gasto público, que refleja cierta voracidad de la clase política para financiar su gestión, a costa del sector privado.
Con el esquema federal previsto en la Constitución Nacional, un ciudadano con capacidad contributiva está sometido a tres niveles de imposición: el federal, el provincial y el municipal, todo lo cual coadyuva a complejizar aún más el sistema. Dos aspectos que determinan la legitimidad de un sistema impositivo y constituyen la base de su permanencia en el tiempo son el nivel de gasto público respecto del producto nacional como también la existencia de un acuerdo de la Nación con las provincias expresado en una nueva ley de coparticipación federal.
En general, las distintas subas de impuestos o la creación de nuevos tributos, se presentaron como mecanismos de emergencia tendientes a conjurar alguna crisis coyuntural. La promesa siempre fue que, obturadas las causas, se volvería a la normalidad. Podemos poner como ejemplo los distintos incrementos a la tasa correspondiente al Impuesto al Valor Agregado (IVA), cuyo origen la encontró en un porcentaje menor a la mitad del actual 21%. El gravamen a los débitos y créditos bancarios fue impuesto por el gobierno de la Alianza como un mecanismo para solucionar problemas financieros de ese momento. Tal erogación podía –en su origen– tomarse como un pago a cuenta del impuesto a las ganancias.
En el año 2000 se modificaron las escalas del impuesto a las ganancias, con la llamada “Tablita de Machinea”, aumentando la base de ciudadanos que debían aportar a dicho impuesto. Tales escalas suponían un esquema progresivo, que significaba mayores erogaciones a quienes tuvieran más capacidad contributiva.
En este contexto, la política económica de los últimos 12 años tendió a mantener los esquemas tributarios heredados de otras administraciones y agrandar la base de recaudación mediante nuevos gravámenes o el incremento de los existentes. El aumento del impuesto a las ganancias a las empresas, el reciente tributo a los automotores de lujo y el crecimiento paulatino y muy elevado de las retenciones a las exportaciones son sólo algunos ejemplos. En este breve e incompleto racconto no nos detuvimos en los impuestos provinciales y municipales, que también se han incrementado de manera sostenida en los últimos años.
Sobre este esquema de acumulación impositiva se posiciona el fenómeno de la inflación, que descalabra todos los aspectos de la vida económica. Quizá el desajuste más palmario sea la combinación de inflación sistemática, aumento salarial por medio de las paritarias para los trabajadores sindicalizados y la inmovilidad de las escalas impositivas. Así, un eventual aumento salarial que pretende mantener el poder adquisitivo puede verse afectado por mayores descuentos relativos al impuesto a las ganancias. La inflación y la paritaria le sacan una enorme ventaja a los topes que fijan las leyes impositivas. Ergo, quien trabaja y gana un salario que en 2001 estaba sujeto a una determinada retención, hoy debe pagar otra retención mucho mayor. Es permanente el reclamo sindical por la elevación del mínimo no imponible, que no es más que un parche porque no modifica el sistema vigente desde 2001.
La misma situación se da con otras escalas impositivas, como el monotributo o el impuesto a los bienes personales. La inflación ha desactualizado de manera significativa las bases originales, generando entonces que, a veces, quien tiene un pequeño emprendimiento, cuyos fundamentos se reconocen como monotributista, deba inscribirse en la escala de “responsable inscripto”, con los costos que ello significa.
Los impuestos y su pago componen la fuente de ingresos con los que el Estado debe otorgar los bienes públicos necesarios para cumplir con su rol: salud y educación públicas, seguridad, jubilaciones, defensa común y justicia pueden ser algunas de las mayores fuentes de erogación de los impuestos recaudados. Por otra parte, es también un rol primordial el desarrollo social y la construcción de pisos de igualdad para que cada ciudadano pueda –o al menos intente– llevar adelante su plan de vida. La vivienda digna, la asignación universal por hijo y otros planes de promoción y asistencia social se inscriben en este universo.
La manera de recaudar impuestos es materia de permanente debate. La teoría tributaria sugiere gravar más los stocks que los flujos, es decir, gravar más el ahorro o la riqueza de las personas y no las actividades productivas, para no afectar el circuito más saludable de la economía que permite crear empleo genuino. Por el contrario, en la Argentina los impuestos a los flujos son los más relevantes: Ganancias a las empresas, IVA, Retenciones, Ingresos Brutos y crecientes tasas municipales a la producción.
Está pendiente un debate profundo sobre el sistema impositivo argentino. La actual situación es insostenible por dos razones: el incremento despiadado de la presión fiscal sobre el aparato productivo, con afán recaudatorio y con bajo retorno en bienes públicos primarios; y el descalabro en su progresividad y equidad, que genera la inflación y su impacto sobre la vida de la gente.
El problema de la inflación requiere de voluntad política para ser corregido de una vez por todas. Un segundo problema, que globalmente podemos llamar inequidad fiscal, requiere de un enorme análisis y concertación entre las diversas fuerzas políticas para intentar generar un sistema equitativo y eficaz, que incentive la producción y el desarrollo, y grave la riqueza y la renta. Esto implica repensar el Estado a nivel nación, provincias y municipios para prestar bienes públicos de calidad, y no que sea presa de la voracidad de los gobernantes de turno.
De no atacarse con decisión ambos problemas, el Estado continuará transformándose en una maquinaria insaciable de captura de recursos, generando mayor informalidad y pérdida del sentido ciudadano necesario para cumplir con los impuestos y controlar su aplicación, pilar fundamental de una república democrática.
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«Voracidad fiscal» es mas apropiado a la línea editorial. Y con ese título, ¿que sentido tiene seguir leyendo?.
Este Editorial tiene un mérito histórico: aunque sea a la pasada, ES LA PRIMERA VEZ QUE CRITERIO MENCIONA LA ASIGNACIÓN UNIVERSAL POR HIJO desde que fue instituida. Hasta ahora se la había ignorado completamente en todos sus artículos.
Fuera de este punto, es lo habitual en la revista: adjetivos y superlativos en cantidades reñidas hasta con el buen gusto, que impiden cualquier debate educado sobre las ideas. Ninguna nueva por otra parte, son las mismas que se repiten hasta el cansancio en los medios que comandan la “oposición”.
Claramente tanto nuestro país como todo el mundo necesita urgentes y profundos cambios en las estructuras económicas, financieras y sociales, que se reflejen también en la fiscalidad y en la eficiencia de la gestión del bien común.
Este es un debate serio, para comenzar el cual sugiero desde el lado de la economía leer a Thomas Piketty y desde lo humano y cristiano a nuestro Papa Francisco.
Reducir el problema de la inflación a la “voluntad política” parece una broma y hablar de la “voracidad de la clase política para financiar su gestión, a costa del sector privado” se lee bien claro: “¡con mi plata no!”, el credo del neoliberalismo.
Adjunto el DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO «JUSTICIA Y PAZ» del pasado Jueves 2 de octubre de 2014, una visión frontalmente opuesta a la que propone Criterio.
Señores cardenales,
queridos hermanos obispos y sacerdotes,
hermanos y hermanas:
Os saludo a todos con afecto y doy las gracias al cardenal Peter Turkson por las palabras con las que ha introducido este encuentro. Vuestra plenaria coincide con el quinto aniversario de la promulgación de la encíclica Caritas in veritate. Un documento fundamental para la evangelización del ámbito social, que ofrece valiosas indicaciones para la presencia de los católicos en la sociedad, en las instituciones, en la economía, en la finanza y en la política. La Caritas in veritate atrajo la atención sobre los beneficios pero también sobre los peligros de la globalización, cuando ella no se orienta al bien de los pueblos. Si la globalización acrecentó notablemente la riqueza global del conjunto y de muchos Estados concretos, ella también aumentó las diferencias entre los diversos grupos sociales, creando desigualdades y nuevas pobrezas en los mismos países considerados más ricos.
Uno de los aspectos del actual sistema económico es la explotación del desequilibrio internacional en los costes del trabajo, que afecta a miles de personas que viven con menos de dos dólares al día. Un tal desequilibrio no sólo no respeta la dignidad de quienes mantienen la mano de obra a bajo precio, sino que destruye fuentes de trabajo en esas regiones donde es mayormente tutelado. Aquí se presenta el problema de crear mecanismos de tutela de los derechos del trabajo, además del ambiente, en presencia de una creciente ideología de consumo, que no muestra responsabilidad en relación con las ciudades y la creación.
El crecimiento de las desigualdades y las pobrezas ponen en riesgo la democracia inclusiva y participativa, la cual presupone siempre una economía y un mercado que no excluyen y que son justos. Se trata, entonces, de vencer las causas estructurales de las desigualdades y de la pobreza. En la exhortación apostólica Evangelii gaudium he querido señalar tres instrumentos fundamentales para la inclusión social de los más necesitados, como la educación, el acceso a la asistencia sanitaria y el trabajo para todos (cf. n. 192).
En otras palabras, el Estado de derecho social no va rechazado y en particular el derecho fundamental al trabajo. Esto no puede considerarse una variable que depende de los mercados financieros y monetarios. Esto es un bien fundamental con respecto a la dignidad (cf. Ibid.), a la formación de una familia, a la realización del bien común y de la paz. La instrucción y el trabajo, el acceso al welfare para todos (cf. Ibid, 205), son elementos clave ya sea para el desarrollo y la justa distribución de los bienes, ya sea para alcanzar la justicia social, ya sea para pertenecer a la sociedad (cf. Ibid, 53) y participar libre y responsablemente en la vida política, entendida como gestión de la res publica. Visiones que buscan aumentar la rentabilidad, a costa de la restricción del mercado del trabajo que crea nuevos excluidos, no son conformes a una economía al servicio del hombre y del bien común, a una democracia inclusiva y participativa.
Otro problema surge de los desequilibrios permanentes entre sectores económicos, entre remuneraciones, entre bancos comerciales y bancos de especulación, entre instituciones y problemas globales: se necesita mantener viva la preocupación por los pobres y la justicia social (cf. Evangelii gaudium, 201). Ella exige, por una parte, profundas reformas que prevean la redistribución de la riqueza producida y la universalización de mercados libres al servicio de las familias, por otra, la redistribución de la soberanía, tanto en el ámbito nacional como en el supranacional.
La Caritas in veritate nos ha impulsado también a mirar la actual cuestión social como cuestión ambiental. En particular, enfatizó el vínculo entre ecología ambiental y ecología humana, entre la primera y la ética de la vida.
El principio de la Caritas in veritate es de extrema actualidad. Un amor colmado de verdad es, en efecto, la base sobre la cual construir la paz que hoy es especialmente deseada y necesaria para el bien de todos. Permite superar fanatismos peligrosos, conflictos por la posesión de los recursos, migraciones de dimensiones bíblicas, las llagas persistentes del hambre y la pobreza, la trata de personas, injusticias y desigualdades sociales y económicas, desequilibrios en acceder a los bienes colectivos.
Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia está siempre en camino, en búsqueda de nuevos caminos para el anuncio del Evangelio también en el campo del ámbito social. Agradezco vuestro compromiso en este ámbito y, al encomendaros a la maternal intercesión de la Bienaventurada Virgen María, os pido que recéis por mí y os bendigo de corazón.
Estimados amigos,
Observen Uds. que los economistas se refieren al gasto del gobierno en general como al “gasto fiscal”. Pero, es muy aburrido y técnico, le falta calificación bestial,…. falta asombro.
“Voracidad fiscal” es el título mas apropiado para la línea editorial. Y con ese título, un lector desprevenido se debe preguntar: ¿la editorial pretende dialogar sobre economía?
La respuesta es no.
El uso de exageraciones, negaciones, descalificaciones, y toda clase de variantes muy cercanas a la mentira solo sirven al objetivo autoimpuesto de hacer campaña de «transición».
No es difícil prever que un artículo titulado «voracidad fiscal» finaliza con «el Estado es una maquinaria insaciable de recursos». El diccionario «Larrusse» es igual de previsible.