Sobre Aballay, el hombre sin miedo (Argentina, 2010), el western gauchesco del director Fernando Spiner. sendros-4Rompamos una lanza por esta película, ovacionada en el festival marplatense de noviembre último, donde recibió el premio del público. De haberla estrenado enseguida, muy probablemente hubiera sido el suceso del verano. No tuvo sala, y debió esperar varios meses. Cuando al fin la tuvo, fue entre los tanques americanos de la temporada, que la aplastaron con total indiferencia. Aun así, dondequiera da pelea. Mejor dicho, donde pueda. Peleas, precisamente, abundan en esta película. También tiros, degüellos pavorosos, paisanos bestiales, “violencia de género”, y gestos ofensivos de variada clase. Y cabalgatas, paisajes escondidos de los valles tucumanos, y en particular un penitente, una venganza, una chinita. La historia es más o menos conocida: tras matar a alguien, un gaucho malo se encuentra de pronto con la mirada del huérfano, y esa mirada lo perturba, parece que lo repliega hacia su propia infancia, a un tiempo de mejores sentimientos (“¿por qué seremos tan malos?”, preguntaba un viejo asesino tras la matanza de una familia que sólo estaba preparando una fiesta, en un ya lejano cortometraje también tucumano).

Más tarde este gaucho se cruza con un cura que en su predicación menciona a los estilitas, esos monjes de los comienzos del cristianismo que intentaban purgar sus pecados manteniéndose por años en lo alto de una columna, sólo dedicados a oración y penitencia. Él quisiera hacer algo semejante, pero ¿cómo? Hombre de campo, decide no pisar más la tierra. Se mantendrá sobre los caballos de su pequeña tropilla. Esa vida, su silencio, su creciente calma, lo van transformando en un santo a los ojos del pueblo. Pero no para el huérfano, que ha crecido y quiere vengarse. Se encontrarán algún día. El hombre sabe que ese será, tal vez, su último día. Su penitencia última. Y no tiene miedo.

Tal es el cuento “Aballay”, de Antonio Di Benedetto. Y así es, en lo hondo, la película de Fernando Spiner que en la superficie se presenta como un western gauchesco. ¿Un western gauchesco? Sí, señor. Una obra de género popular hoy prácticamente abandonado, que en este caso resucita, muestra varias puntas de reflexión, está muy bien hecha y bien actuada según las específicas exigencias de dicho género. Y que además revigoriza la narrativa argentina y universal, ensamblando tradición y atractivos del western clásico, guiños y gozosas exageraciones del western spaghetti, observación criolla capaz de discernir algo humano y profundo más allá de la barbarie gaucha y el resentimiento compadrito de comienzos del siglo XX (la época se deduce por la marcha nacida en 1902 que canturrean tres personajes, y por la escasa presencia de chiripás frente al pantalón bombacha que justo entonces comenzaba a imponerse).

Otra cosa. Hasta ahora los textos de Di Benedetto habían tenido mala suerte en el cine: primero, los rodajes fallidos de Zama y El juicio de Dios, luego una versión cercana pero muy apagada de Los suicidas. Refulge, en cambio, esta adaptación de Spiner, Javier Diment y Santiago Hadida. Claro que, para hacerla cinematográficamente atractiva, se toma varias libertades. Una, reprochable, es que el personaje monta prácticamente un solo caballo, sin dejarlo descansar, pobre animal que no tiene la culpa. Más destacables, pero necesarias para el género elegido, la mayor presencia del joven que busca venganza y la incorporación de otro antagonista y una muchacha. Detalle digno de apreciar, acá Aballay no comete su crimen una noche de alcohol, sino en pleno día, bajo la embriaguez de la soberbia. Encima ya cometió otros. Pero éste es el que le duele, como al asesino Santos Pérez sólo le duele la tremenda desgracia que le causó al niño, según imagina Sarmiento en su Facundo.

Bien puede anotarse ese capítulo entre las influencias a veces inconscientes absorbidas por el director, como los ralentados de Tonino Valerii, con doble i, el salvajismo de los westerns más sangrientos a uno y otro lado del océano, los rostros marcados de los personajes de Lucas Demare, Hugo Fregonese y Sergio Leone, el tempo de este último, el odio inagotable del hombre civilizado capaz de volverse una bestia en los films de Anthony Mann.

Esto último pesa para que el protagonista del relato ya no sea Aballay, sino el niño que por su culpa creció huérfano y ahora quiere matarlo aunque le digan que el asesino se ha vuelto un santo. Pero ahí está, casualmente, la originalidad del relato. Es muy difícil encontrar, en todo el mundo, una historia donde el asesino se haya arrepentido hasta tal punto que vuelva injusto su castigo. Y así precisamente lo imaginó Di Benedetto.

Pero entonces, ¿quién es el malo de la película? Ese personaje también aparece, le dicen El Muerto, y es tan malo que el propio diablo le escaparía. El bueno, que no es tan bueno, debe enfrentarlo y salvar a la chica, tras lo cual viene otra pelea, una herida terrible, y un final propio de ese tipo de películas populares que, después de mostrarnos cosas espantosas, terminaban con una música “pum para arriba”. En este caso, una conocida y querida marcha de Cayetano Silva, para que todo el público salga bien alegre festejando (se agradece además la feliz incorporación de instrumentos folklóricos y silbidos a la banda sonora). Todo este espectáculo, mérito de Spiner, que de joven disfrutó los spaghetti recién salidos de la moviola mientras estudiaba en Italia. Y también, lógicamente, mérito de sus técnicos y artistas, con los actores Pablo Cedrón y Claudio Rissi (El Muerto) a la cabeza.

Ojalá hiciéramos más películas como ésta. Ojalá también tuviéramos un circuito de salas nacionales verdaderamente eficientes para mostrarlas, ya que los tan necesarios “espacios Incaa” evidencian una burocrática debilidad frente a las “majors” americanas y las multisalas con olor a pochocho dulzón, hoy rebautizado popcorn.

Detalle curioso, la evolución del personaje de gaucho malo en nuestro cine: Juan Moreira, el héroe triste a quien el destino convierte en matón de comités, finalmente traicionado por las componendas de los propios políticos que le pagaban; Bairoletto, el bandido rural de origen italiano, ya con mayor conciencia social, que se retira del delito para hacer una nueva vida de hombre bueno, hasta que la policía lo encuentra y le hace pagar sus culpas, convirtiéndolo inadvertidamente en una especie de santo varón para los vecinos; y este Aballay, que también pasa de temido criminal a respetado penitente, acepta sin victimizarse el odio de su víctima, y sonríe mirando al cielo. Recuérdese la frase final de Moreira cuando va a enfrentar a la partida, ese dolorido y rabioso “¡Con este sol!”, y se advertirá algo más que una simple diferencia argumental. Qué apreciaciones distintas de la bravura y la responsabilidad, qué interpretaciones tan propias de cada época nacional reflejan, sin querer, estas obras respectivamente hechas en 1973, 1985 y 2010. Da para pensar.

1 Readers Commented

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  1. Mirka Rudez on 3 agosto, 2011

    Es probable que mucho ande trastrocado en nuestra sociedad. O que haya que pasar muchas cosas por un crisol para que al fin se haga la luz sobre nuestro porvenir como país. Mientras tanto… Boyemos!

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