Hace un tiempo se realizó en las salas de Proa, en el hermoso conjunto que se levanta en La Boca, una muestra dedicada por entero a Marcel Duchamp.

 

Concurrimos un gran amigo y yo; y la directora, la siempre cordial Adriana Rosenberg, designó amablemente a una de las guías para que nos acompañara. Cuando estábamos frente a la rueda de bicicleta y yo me dispuse a hacerla girar, la muchacha casi grita y alcanzó a detenerme con un manotón desesperado. Le señalé que Duchamp hubiera visto con agrado el efecto cinético del círculo vibrátil en el aire; y para darle más fuerza a mi argumento le señalé que Duchamp proclamó como una sentencia que eso que mostraba “no era una obra de arte”. Y para completar el concepto le dije que uno debiera ir a orinar al mingitorio que se exhibía allí con la misma pompa que se podría mostrar la Gioconda.
No voy a describir la cara con la que esa chica me miraba (segura de estar frente a un loco de remate) ni la expresión de mi amigo. Lo cierto, y es el tema que viene a justificar este escrito, es que al salir, cuando Adriana me preguntó qué me había parecido la excelente exposición (por el montaje y la prolija curaduría) le respondí con una sincera frase que incluía las sensaciones que experimentamos mi amigo y yo: “No se nos movió ni un pelo”.
Siempre que se manifiesta un debate, una controversia o una simple charla en torno de una muestra de artes visuales (aunque lo mismo valdría, a mi modo de ver, para un concierto de música o un recital de danza, o una obra teatral), mi respuesta es parecida: creo que uno debe sentir una conmoción, una emoción o alguna experiencia que lo haga salir distinto al que era al ingresar.
Si todo consiste en ver las habilidades manuales de un dibujante virtuoso o un colorista corajudo, si como en el caso de Duchamp se trata de aquella célebre expresión francesa de “épater le bourgeois”, la visita ha sido vana.
Algunos de estos razonamientos pueden ser en este tiempo sorprendentes o desafiantes, pero se trata de poner sobre la mesa la reacción genuina de alguien que es amante del arte desde la más temprana juventud, alguien que en Nueva York se quedó hasta que se cerraba la galería para admirar sin tiempo las obras de Paul Klee; alguien que se peleó en la calle Lavalle, a la salida de un cine, al escuchar la famosa frase que aludía a Picasso: “mi sobrino pinta mejor”. Eran otros años, pero puedo asegurar que muchos de los que proclaman su admiración por personajes tan dudosos como el «creador» de tiburones embalsamados (Damien Hirst), o el escultor de grandes figuras de “tubos de metal inflados” (Jeff Koons), en ese tiempo al que aludo ignoraban a aquellos pintores de vanguardia auténtica: Picasso, Matisse, Juan Gris, Miró, que hoy están en el Olimpo.
Cité sólo cuatro nombres, aún a riesgo de ser reductivo en exceso, para centrar el análisis en artistas que actuaban fuera del circuito marketinero que frecuentan los aludidos en el párrafo anterior. Y aunque me duela, debo decir que buena parte de esta situación ambigua del arte comienza con Marcel Duchamp y su confusa decisión de lo que “no es una obra de arte”.
En un libro de reciente publicación, Félix Ovejero Lucas expone, bajo el título de El compromiso del creador. Ética de la estética (Barcelona, 2014), una serie de reflexiones a propósito de lo enunciado en el título, se interroga a menudo «¿Esto es arte? y en las líneas finales destaca: «Si no tenemos modo seguro de justificar las obras (en el campo de las artes visuales), es buena cosa saber que sus autores se toman en serio lo que hacen, que han puesto lo mejor de sí mismos. Nos ayudará a saber qué podemos esperar y será una vía para comenzar a valorar la obra. La probidad no es condición suficiente, pero sí condición necesaria de la calidad de los resultados. No podemos esperar nada bueno de quien no se emplea con bondad».
Lo que curiosamente consagra a algunas figuras que ocupan lugares destacados en museos y galerías, es el monto pagado por sus obras. Y eso no fue jamás un cartabón para ponderar la obra de un artista. Si no, deberían descolgarse todas las pinturas de VanGogh. Vivimos una época en la que hay, en la evaluación de las obras de la plástica, una alta dosis de ambigüedad combinada con partes aún más altas de frivolidad. Esto alimenta la voracidad de los comerciantes en este campo y alienta la redacción de escritos presuntamente críticos destinados a impulsar a figuras de menor valía colocándolas en las carátulas de publicaciones que incluyen entrevistas en extremo banales.
Por diversas razones, lo escrito hasta aquí estuvo abandonado durante una semana. Tuve que viajar, y al regreso me encuentro con la revista dominical de La Nación, que anuncia en su índice «Jeff Koons, el artista vivo más cotizado llega al Pompidou», pero con el mismo estilo afirma en su portada que «París se rinde ante el arte de Jeff Koons». Estas afirmaciones resultan ambivalentes y son por completo contrariadas por el texto de Nathalie Kantt, que me tomé el trabajo de leer, releer y subrayar. Después de informar que la muestra de marras es la primera retrospectiva que Europa le consagra al autor (nacido en Pennsilvania en 1955), Nathalie enumera la lista de millonarios que apoyan la producción (no encuentro un término más apropiado) que culminó con el Balloon Dog naranja, que se vendió en 43,6 millones de euros. Aconsejo a los lectores conseguir una reproducción de esta escultura para verificar cuál es la emoción que experimentan al observarla. Porque es evidente -a mi modo de ver- que ni el propio autor tuvo emoción alguna al llevarla a cabo, aunque mis amigos afirman que esa emoción la tuvo al recibir el cheque de los millones.
Es un modo de decir, porque no fue él quien realiza sus obras, ya que el artículo del domingo 7 de diciembre detalla la gente que forma parte del «estudio» de Koons: 128 personas, de las que 64 trabajan en el departamento de pintura (obsérvese el nombre, más propio de una fábrica de autos), 44 en el de escultura, 10 en el digital y 10 en la administración. Las palabras belleza, emoción o deleite estético están fuera de esta línea de montaje.
No me propuse otra cosa que impulsar un debate a propósito de las nociones de lo que consideramos «arte» y de nuestras vivencias frente a una obra de arte. Sigo pensando en El compromiso del creador, y en las reflexiones que sugiere el subtítulo: la ética de la estética. A esta altura de la historia, cuando las ciencias han ingresado en los laberintos de nuestros tejidos cerebrales y los circuitos que se arman en ellos, todavía ignoro cuáles son los mecanismos que hacen brotar lágrimas al escuchar un fragmento musical o nos erizan la piel frente a eso que llamamos una obra de arte. Pero más allá de las explicaciones positivistas, nadie me convencerá de los valores de objetos que no me hacen mover un pelo.

El autor es arquitecto y autor de varios libros, entre ellos, Argentinos arquitectos en el mundo y Peralta Ramos en la arquitectura

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