Un amigo decía que un pesimista es un optimista bien informado. Revisando algunas de las estadísticas de estos últimos años referidas al matrimonio y a la familia, pareciera que la afirmación del título es más real que nunca: la cantidad de casamientos es cada vez menor, predominan las convivencias, y muchas veces sólo son parejas relativamente estables, cada uno en su casa. Inclusive en materia de construcciones hay cada vez más edificios de pocas habitaciones pero con muchos servicios comunes, pensados para personas que viven solas (o con alguna mascota).
Frente a este panorama, cabe preguntarse: ¿tiene sentido que la Iglesia siga hablando de familia y de matrimonio? Quizá uno de los motivos por los que la Iglesia insiste en hablar y pensar en esto sea por el hecho de estar llamada a ser un reflejo de la realidad más profunda de Dios. Dios es familia, es Trinidad de Amor, no está solo, son tres Personas que, en una mutua donación de Amor, son uno. Cuando Dios vino a la tierra, lo hizo en el seno de una familia y vivió en ella casi toda su vida.
La familia está llamada a realizar entre sus miembros esa realidad de amor que los hace diferentes y uno. Para los católicos, los sacramentos, lógicamente el del matrimonio en particular, son ayudas especiales para realizar ese “deber ser” en la medida en que eso es posible en esta tierra.
Pero la familia está en medio del mundo, y la “familia cristiana” sufre los mismos problemas que cualquier otra familia en similar ambiente. Es verdad, como dijimos, que los sacramentos son una ayuda adicional, pero sería ingenuo pensarlos como una especie de talismán que los guarde de todos los peligros.
Los padres cristianos debemos esforzarnos como cualquier papá y mamá, en la situación jurídica que fuere, por sostener esa familia económicamente, por garantizar la necesaria estabilidad emocional a los hijos como para que les permita desarrollarse como seres independientes –pero no por eso renunciar a la educación en valores cristianos, que supone los cívicos–, personas con capacidad de análisis, de crítica y de decisión, que afronten las consecuencias de sus decisiones.
No hay legislación civil o canónica que garantice estas condiciones y no hay legislación que nos pueda obligar a darles lo más importante: un ámbito amoroso en cual crecer.
Luego, los hijos toman sus decisiones y constituyen sus propias familias (en todas las formas que éstas puedan tomar). Puede ser que deseemos que hubieran hecho elecciones similares a las nuestras, pero al mismo tiempo nos alegra que hayan tenido la libertad de tomar las propias y llevarlas adelante con todas sus consecuencias.
He visto, en 30 años de casado, con cuatro hijos y una nieta en camino, que ellos no aprenden de lo que les decimos; miran lo que hacemos y sacan conclusiones. No me cabe duda de que ven cosas que no querrán repetir, otras que querrán hacer y otras que harán a pesar de ellos mismos. Pero si ven dos padres que se quieren entrañablemente, que recurren a Dios en los momentos de tristeza y le agradecen los instantes de alegría, que tienen virtudes y debilidades, que piden perdón cuando se equivocan, que celebran la fe y se comprometen en las realidades del mundo para trabajar en ellas inspirados en el Evangelio, estoy seguro de que habremos hecho, como padres cristianos, nuestra parte, y que les dejaremos un camino de dos personas que apostaron juntas por algo y lo desarrollaron, con todo lo que implica.

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  1. LUCAS VARELA on 6 septiembre, 2015

    Amigo Alejandro,
    Sabias palabras, las suyas. Muchas gracias.

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