La situación de los migrantes sirios y las imágenes de desesperación conmueven al mundo y ponen presión sobre los líderes del mundo. Se trata de una situación que no es nueva en la historia y la Argentina tiene un papel que cumplir.
¿Qué es lo que en verdad importa? ¿La cotidiana muerte en masa de los ahogados en el Mediterráneo o los muertos de tantos otros modos? ¿O nuestra conmoción ante algunas de esas imágenes? ¿La búsqueda real de alguna solución al drama, o el solo acallar, de algún modo, el reclamo de las conciencias perturbadas? ¿Las culpas de los otros o las nuestras? En fin: ¿ellos o nosotros?
La profusa información, con patéticas imágenes incluidas, abruma a los europeos, y no sólo a ellos. Varias guerras, extendidas durante años; masacres e intentos genocidas; ejecuciones públicas crueles, expuestas con brutal sensacionalismo; miserables barcazas, repletas de desesperados que terminan, muchos de ellos, ahogados en el Mediterráneo; verdaderos campos de concentración que esperan a los sobrevivientes de esas ordalías; opiniones políticas contrapuestas, entre el rechazo, a veces infame, y la misericordia, no siempre efectiva, para los que tienen la “suerte” de llegar a las costas europeas. Todo esto y un listado mucho más extenso –no hace falta abundar, es bien sabido– desbordan los apacibles límites de nuestras tristes conciencias. “Nuestras” quiere decir aquí, no sólo las de los europeos, directos recipiendarios de la tragedia, sino también la de los más o menos alejados de los varios teatros de tantas multiplicadas desgracias.
Las tantísimas –son muchas– migraciones de desesperados desde incontables lugares –no sólo del norte y del centro del continente africano, también del Medio Oriente y de otros países de Asia central, para no referirnos a las Américas– mueven, al fin (era ya hora) las conciencias; las ponen a prueba, las interrogan y las acosan. La lista de los países o lugares desde donde salen (escapan, huyen, emigran; cualquier palabra resulta válida) es extensa. Las cifras, en la mayoría de los casos, millonarias. Los destinos, no menos numerosos. La crueldad y el cinismo de quienes negocian y trafican, horrendos. Todo esto es ya bien conocido y se encuentra fácilmente en la inmensa información disponible por todos los medios.
Entonces, ¿qué? En principio, se trata de casos en los que nadie puede arrojar la primera piedra, es decir, pretenderse a sí mismo inocente, como para tener derecho de acusar a los demás. Hay muchas, demasiadas culpas, nuevas y acumuladas, de todas las dimensiones y naturaleza: históricas, políticas, ideológicas, culturales, religiosas, sociales, económicas, etc. La cuestión es otra: ¿qué hacer? Allí comienza la verdadera, la real cuestión.
Luego de las primeras y obvias reacciones elementales, que suelen ser emotivas; incluso luego de las primeras medidas, más o menos urgentes, como la recepción –y aceptación, que no es necesariamente descontada– de los desesperados, los que llegan, al fin, a las costas o a los límites de la salvación, y luego del reclamo humanitario de misericordia reiterado –Francisco ha hecho ya varios, todos esenciales e imperiosos– llega inevitable y urgentemente el nudo al ojo de la aguja.
¿Es cuestión de recibirlos a todos, sin límite, a medida que llegan, intentando rescatarlos de las fauces, no sólo del mar (él, el mar, seguro que no es culpable), sino de sus propios congéneres? ¿Se debe actuar sobre quienes provocan tales catástrofes humanitarias, moviéndolos, o incluso obligándolos a desistir de tales acciones? ¿Habrá que convocar a todos, sin excepción alguna, a asumir responsabilidades y obligaciones compartidas respecto de tantas víctimas? Estos y otros interrogantes están hoy abiertos. Y, por cierto, no parecen de sencilla solución.
Las reacciones –políticas, ideológicas, culturales y varias más– en algunos países receptores son notoriamente contradictorias. Van desde posiciones humanitarias, abiertas, generosas, hasta las crecientemente reaccionarias, racistas, prejuiciadas, de rechazo cerrado, de sospechas y de miedo extendido hacia el futuro. De todos modos, ningún gobierno, en particular los europeos –recipiendarios de los mayores contingentes– puede darse el lujo de desatender la evolución de la propia opinión pública. Los humores y actitudes pueden hasta cambiar gobiernos. Constituyen una clara limitación.
Las lecciones de la historia, al menos, podrían ser tenidas en cuenta. La mayor es que una crisis semejante no es novedosa. Por el contrario, se ha reiterado varias veces. Y no es necesario remitirse a épocas remotas, puede ser recordado por quienes aún viven. Luego de la Segunda Guerra Mundial, en el período comprendido desde 1944 hasta los primeros años de la década de 1950, decenas de millones de migrantes desde el este hacia el oeste de Europa, forzados o voluntarios, fueron un enorme drama, una real tragedia, de proporciones muy superiores a la actual. Y Europa, aunque deshecha, destrozada física y moralmente por aquella hecatombe, absorbió, incorporó, incluyó a aquellos no menos desesperados. Sobrevivieron y prosperaron, en Europa, y algunos en otras latitudes. Más cercanos en el tiempo, las varias guerras civiles o de otra naturaleza en el ámbito mediterráneo –Argelia, El Líbano, Palestina, Grecia, la ruptura y disolución de la ex Yugoslavia; la lista es extensa y harto conocida– provocaron también masivas migraciones, no menos dramáticas.
Es imposible negar que existe ya experiencia, memoria, capacidad, conocimiento suficiente como para resolver este drama. No es ni totalmente nuevo, ni mayor que los precedentes. Está claramente al alcance de la inteligencia y, es de esperar, del coraje moral y cívico de los receptores el encontrarle soluciones aceptables. Claro está, el problema no es sólo europeo, en cuanto recipiendarios de las migraciones más numerosas, ni medio oriental. Es, hay que admitirlo, más allá de las imágenes recientes, universal. Merece la misma atención, por lo menos, que la que ya reciben el medio ambiente, el clima, el agua, la energía, los derechos humanos y los temas considerados centrales, absolutos, globales. Universales.
¿Valdrá la pena proponer una conferencia internacional dedicada a las migraciones?
Mientras tanto, nosotros, por casa, ¿cómo andamos? ¿Qué deberíamos hacer? La Argentina es un caso –como siempre– extraño. A comienzos del siglo XXI, ¿es aún un país de inmigración? Los números, aunque no del todo actualizados, indicarían que sí lo es. Centenares de miles de personas del exterior se incorporan a la población argentina anualmente. Nuestro país continúa absorbiendo población, con o sin crisis. Varían los números año a año, pero la inmigración continúa. Se sabe, la inmensa mayoría proviene del propio continente. Desde otras latitudes, los números son mucho menores, poco significativos.
La Argentina tiene una historia que no debería deshonrar. Fue receptora, en un no tan remoto pasado, de migraciones sustanciales de varias procedencias extra continentales. Nos creemos y nos juzgamos, nosotros mismos, “generosos”. ¿Lo somos aún? No es una pregunta menor ni intrascendente. Es grave.
El país, en esta circunstancia, debería volver a demostrar, inequívocamente, la generosidad que proclama haber tenido en el pasado. Las actuales políticas migratorias, por sí mismas, son insuficientes. Si bien su ejecución es una tarea compleja, técnica, especializada, la decisión política fundamental la trasciende. No puede limitarse, como en este caso para los sirios, a permitir la inmigración de sólo aquellos que ya tengan parientes o conocidos que los quieran “llamar”. Con semejante política, apenas algunas decenas de personas tendrían acceso. Teniendo una numerosa comunidad de origen sirio, la pretendida “generosidad” que alguna vez tuvimos debiera ser hoy mayor.
Quizá sea esta la hora de superar prejuicios que aún subsisten. No son pocos ni fáciles de erradicar. Pero el ejemplo lo debe dar el Estado, sin quedarse a esperar la a veces tardía reacción de la sociedad argentina en su totalidad.