Interrumpo una serie de artículos sobre los cinco sentidos que estaba escribiendo. Me siento obligada a hacerlo desde que vi la foto del pequeño niño sirio sobre la arena de la playa turca de Bodrum. Lo absurdo de la tragedia del niño vestido y calzado, con la cara en la arena y los bracitos en la espalda como dos alas, me paralizó y me volvió incapaz de pensar o hacer cualquier otra cosa.
No es la primera vez que veo fotos de migrantes muertos. Abundan en la prensa las fotos impactantes que muestran a una inmensa cantidad de seres humanos llamando desesperadamente a las puertas de Europa, trayendo con ellos varios cadáveres. Sin embargo, la foto del pequeño Aylan tenía algo diferente. Tal vez por el hecho de que estuviera vestido con ropa tan parecida a la de nuestros niños, calzado con zapatos que cualquiera de mis nietos podría estar utilizando. Tal vez fue la edad, el físico, la forma de su cabeza, el color de sus cabellos, idéntico a mi nieto Lucas, que vive en Francia. Tal vez fue todo eso y mucho más.
El hecho es que no pude dejar de pensar y sentir el dolor que aquel niño muerto en las costas de Europa trajo a mi corazón. Tal vez precisamente por ser algo tan carente de cualquier tipo de violencia, cualquier arrogancia, cualquier agresión. Todo allí es inocencia, mansedumbre, dulzura, vulnerabilidad, que invitan al silencio, a la reverencia, al arrepentimiento y al profundo pedido de perdón. Y también y no menos importante es el deseo de una transformación radical por el hecho de mostrar con tanta evidencia hasta dónde puede llegar la injusticia, el desorden estructural del mundo, las falencias de una humanidad que se empeña en dar la espalda a los sufrimientos de pueblos enteros.
La niñez asesinada de Aylan no grita, no señala con el dedo acusador, no eleva la voz, porque la voz ya no está. Yace junto al mar como si estuviera dormido. Y su pequeño cuerpo intacto, boca abajo, da la impresión de dormir el sueño bienaventurado y angelical de los chicos al final de un día de mucha diversión y emoción. Por es mismo mueve los corazones y las conciencias.
El pequeño sirio que se ahogó en la costa de Turquía, huyendo junto a su familia del infiero de la guerra y las privaciones, ya no puede caminar, correr, hablar, gritar pidiendo ayuda, denunciar, llorar. Está muerto. Sin embargo, su imagen, capturada por la lente de la fotógrafa turca Nilüfer Demi, ha sido más elocuente que discursos, teorías, quejas y manifestaciones. Comenzando por la propia fotógrafa, quien dijo haberse quedado “petrificada” al ver el cuerpo del niño. Y decidió fotografiarlo para que “su clamor fuese escuchado”.
Lo que estadistas, religiosos, intelectuales y demás personas, con mayor o menos grado de buena voluntad intentaron hacer sin éxito, este niño muerto parece empezar a conseguirlo. La foto multiplicada hasta el infinito en las redes sociales ha conmocionado al mundo. Comenzaron a surgir iniciativas, tanto de gobiernos europeos, como Alemania e Inglaterra, como grupos de la sociedad civil, que se organizan y se ofrecen para organizar la recepción de los migrantes que viven a la deriva, sin ningún lugar para ir, abandonados a su propia suerte. Francisco hizo un llamado urgente a todas las casas religiosas, para que abran sus puertas y dar la bienvenida a los que deambulan por el mundo sin hogar y sin tierra, buscando solamente su derecho más fundamental: vivir.
A su vez, la foto del pequeño Aylan develó muchas hipocresías. Ante la evidencia desnuda e indefensa de un niño sin vida, impedida de ir al encuentro de su futuro, ya no es posible ocultar la intolerancia y la falta de sensibilidad de, por ejemplo, algunos países europeos, que se niegan a revisar su política de inmigración y abrir sus fronteras para acoger a inmigrantes que llegan cada vez en mayor número.
Agitar corazones y cabezas, revelar la verdad que permanecía cautiva por la injusticia, sólo es posible cuando Dios entra en la realidad humana con su gracia y su luz. Por eso, haciendo una lectura teológica del acontecimiento doloroso e injusto de la muerte del niño de Siria, me atrevo a decir que es un acontecimiento de Cristo. Cristo es la imagen del niño inocente asesinado por las fuerzas de la injusticia y la codicia de las grandes potencias. Cristo es la víctima indefensa, tumbado inerte a causa de la violencia y el odio que prevalecen en el mundo deshumanizado en que vivimos. Cristo es el poder movilizador de la imagen del pequeño Aylan, que logra transformar corazones de piedra en corazones de carne.
El niño muerto en la arena de Bodrum es Aylan Curdi, un niño inquieto de tres años, que hasta hace pocos días corría y jugaba con su hermano Galip y otros amiguitos. Pero es también más de Aylan Curdi. Es una víctima inocente de los pecados colectivos de los cuales somos todos culpables. Es un pequeño Cristo, que desde su inocencia y su injusta muerte genera frutos de redención para la misma humanidad que lo mató.
La autora es teóloga brasileña, profesora de Teología en la Universidad Católica de Río de Janeiro y autora del libro Simone Weil- Una mística en los límites.