El director de la revista La Civilta Cattolica, órgano de los jesuitas en Roma, escribe sobre las raíces ignacianas en las propuestas de Jorge Bergoglio sobre cambios institucionales.

el-papa-francisco-es-un-jesuita-paraguayo-dice-ecoEl 15 de agosto de 1537 san Ignacio de Loyola y sus primeros seis compañeros se comprometieron en Montmartre (París) a dedicar la vida al servicio de las almas. Desde hacía veinte años la cristiandad estaba herida por la rebelión contra la Iglesia de Roma iniciada en 1517 por Martín Lutero, con la publicación de las famosas 95 tesis contra las indulgencias papales. Lutero moriría en 1546, pocos meses después de la apertura del Concilio de Trento.
Ya al comienzo del Concilio fueron propuestos algunos jesuitas como peritos teológicos. Hay una carta en la que Ignacio da instrucciones a sus hermanos sobre cómo comportarse en el Concilio. Lo más interesante es que no hace referencia a ninguna cuestión doctrinal ni teológica, sino que se preocupa por el testimonio de vida que los jesuitas deberían dar. Lo cual indica cómo Ignacio entendía la reforma de la Iglesia. Para él no se trataba principalmente de cambiar la estructura sino de reformar a las personas desde su interior. Por ejemplo, recomienda visitar a los enfermos en los hospitales, confesar y consolar a los pobres, llevarles lo que se pudiera y pedirles que rezaran por el Concilio.

La elección del papa Marcelo
Después de la muerte de Julio III, el 9 de abril de 1555, fue elegido Marcelo Cervini. Había sido uno de los enviados papales al Concilio de Trento, donde conoció a los teólogos jesuitas. Cervini sostenía que la reforma de la Iglesia no podía consistir solamente en la eliminación de algunos abusos, sino que debía ser radical: tenía que partir de la “autorrenovación del Papa y de la curia”. Veía con claridad que esta renovación debía ir paralela a una incisiva reforma conciliar. “El mundo no puede quedar desilusionado con la reforma que se espera del Concilio –le escribía al cardenal Bernardino Maffei–, de lo contrario el último error será peor que el primero”. En oportunidad de su elección, a través de algunas cartas dirigidas a toda la Compañía, Ignacio revela cómo entendía que debía ser la reforma de la Iglesia.
A través de ellas puede intuirse que su deseo era contar con un Papa que hubiera hecho los Ejercicios Espirituales. Puede ser que el cardenal Marcelo Cervini, habiendo estado en contacto con los jesuitas Laínez y Salmerón en Trento, haya conocido los Ejercicios, al menos en parte. De todas maneras, su espíritu se demostró en sintonía con ellos.
Ignacio estaba convencido de que partiendo de la “reforma de la propia vida”, y teniendo frente a los ojos el modelo de Cristo pobre y humillado, se llegaría necesariamente a una reforma de las estructuras.

Ignacio y el papa Francisco
El actual es un Papa jesuita. Y su idea de la reforma de la Iglesia se corresponde a la visión ignaciana. Se trata de un proceso espiritual que cambia necesariamente también las estructuras. Uno de los grandes modelos inspiradores de Bergoglio es san Pedro Fabro, que Michel de Certeau definía como “un sacerdote reformado”, para el cual la experiencia interior, la expresión dogmática y la reforma estructural son inseparables. En este tipo de reforma se inspira el papa Francisco. ¿Pero cuán clara está la raíz ignaciana en su modo de interpretarse, incluso como Pontífice?
En la tarde del 19 de agosto de 2013 entré por primera vez en la habitación del Papa en Santa Marta. Habíamos acordado la entrevista que luego se publicó en La Civiltá Cattolica y en otras revistas (N.E.: entre ellas, CRITERIO. Ver revistacriterio.com.ar sección Documentos). La primera pregunta que le dirigí no estaba en mis apuntes: “¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?”.
Recuerdo que me miró en silencio. Pensé que había dado un paso en falso. En seguida hizo un gesto de aceptación y dijo: “No sé cuál puede ser la respuesta exacta… Soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no se trata de una manera de decir o un recurso literario. Soy un pecador”. Francisco siguió reflexionando y agregó: “La síntesis mejor, la que me sale más desde adentro y siento más verdadera es: ‘Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos’”.
Al escuchar estas palabras comprendí que el Papa daba una doble respuesta. La primera dice que se percibe como un pecador salvado. Pero, al dirigirse a mí, jesuita como él, me respondía también definiéndose a la luz de su espiritualidad y opción de vida. En efecto, en 1974, el padre Jorge Mario Bergoglio había participado de la XXXII Congregación General de la Compañía de Jesús. El primer decreto emanado por esa asamblea mundial de representantes de la Orden comenzaba con la pregunta: “¿Qué quiere decir ser jesuita?”. Y la respuesta fue: “Quiere decir reconocerse pecador, pero llamado por Dios a ser compañero de Jesucristo como Ignacio”. El Papa me habló de sí mismo a la luz de un carisma que marca profundamente su identidad.
La espiritualidad ignaciana es la “cámara oscura” de elaboración profunda y, diríamos, “química” de las experiencias de Bergoglio y de su ministerio episcopal primero y petrino después. Francisco es un “fruto” de los Ejercicios Espirituales. Y su visión de la reforma de la Iglesia está radicada en la “reforma de vida”, resultado de los Ejercicios.

El reformador, “vacío de sí”
Si leemos lo que Francisco ha dicho sobre los jesuitas comprendemos cómo considera que debe ser alguien “vacío de sí”. En su homilía en la iglesia del Santísimo Nombre de Jesús en Roma (Il Gesú), el 3 de enero de 2014, afirmó: “Cada uno de nosotros, jesuitas, que sigue a Jesús, tendría que estar dispuesto a vaciarse de sí mismo. Estamos llamados a este anonadamiento: estar vacíos. Ser hombres que no viven centrados en sí mismos porque el centro de la Compañía es Cristo y su Iglesia. Y Dios es el Deus semper maior, el Dios que nos sorprende siempre. Y si el Dios de las sorpresas no está en el centro, la Compañía se desorienta. Ser jesuita significa ser una persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto: porque piensa siempre mirando hacia el horizonte, que es la mayor gloria de Dios, que nos sorprende sin interrupción. Es ésta la inquietud de nuestro abismo, una santa y bella inquietud”.
La Compañía de Jesús fue fundada por Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros. Vacíos de proyectos, se pusieron al servicio del Papa para ser enviados a cualquier parte del mundo donde hubiera mayor urgencia. Esta inmediata disponibilidad, expresada en el “cuarto voto”, está motivada por el hecho de que el Pontífice tiene una visión más universal y conoce las necesidades de la Ecclesia universa, donde quiera que surjan. Para Francisco, la reforma está radicada en el vacío de sí. De no ser así, si fuera solamente una idea, un proyecto ideal, fruto de los propios deseos, por buenos que fueran, se convertiría en la enésima ideología de cambio.

Discernimiento no ideológico
La espiritualidad de Ignacio de Loyola está relacionada con la dinámica de la historia. Es más, hace levar la historia, y organiza y estructura una institución. El ministerio espiritual de Ignacio se institucionaliza en el servicio a la Iglesia, dando forma a la Compañía de Jesús y a su capacidad de diálogo con la cultura y con la historia.
En realidad éste es el fondo sobre el cual se diseña un cuadro más complejo, de capital importancia para comprender el modo de proceder de Bergoglio en su pontificado. Él advierte que en la vida de Ignacio se encuentra la coherencia interna de su proyecto. Pero ¿cuál es el proyecto de Ignacio? ¿Una visión teórica para ser aplicada a la realidad, encerrándola en sus límites? ¿Es una abstracción que puede utilizarse en lo concreto?
Nada de eso. “Su proyecto consiste en hacer explícito y concreto lo que había vivido en su experiencia interior”, escribió Bergoglio. Se comprende entonces que la pregunta sobre el “programa” de Francisco no tenga sentido. El Papa no cuenta con ideas claras y distintas para aplicar a la realidad, sino que avanza sobre la base de una experiencia espiritual y de oración compartida en el diálogo y la consulta.
Este modo de proceder se denomina “discernimiento”: se trata de descifrar la voluntad de Dios en la vida cotidiana. Si bien se realiza en el ámbito del corazón, de la interioridad, su materia prima es siempre el eco que la realidad cotidiana refleja en esa intimidad. Se trata de una actitud interior que lleva a la apertura del diálogo, al encuentro, a hallar a Dios en donde Él se deja encontrar, y no solamente en los perímetros angostos y bien definidos de los recintos. Con este propósito el papa Francisco pidió a los obispos estadounidenses: “No tengan miedo de emprender el éxodo necesario en todo diálogo auténtico. De lo contrario no se pueden entender las razones de los demás, ni comprender plenamente que el hermano al que llegar y rescatar, con la fuerza y la cercanía del amor, cuenta más que las posiciones que consideramos lejanas de nuestras certezas, aunque sean auténticas”.
Las acciones y decisiones, entonces, deben estar acompañadas por una lectura atenta, meditada y orante de los signos de los tiempos. Para Bergoglio, el mundo está siempre en movimiento: no funciona la perspectiva ordinaria, con sus parámetros de juicio para clasificar lo que es importante y lo que no. La vida del espíritu tiene otros criterios.
No se discierne sobre las ideas, incluso las ideas de reforma, sino sobre la realidad, las historias, el pasado concreto de la Iglesia. Para el Papa, la realidad es superior a la idea (Evangelii gaudium). Por eso el punto de partida es siempre histórico y consiste sobre todo en reconocer que Dios “trabaja y labora por mí en todas cosas criadas sobre la haz de la tierra” (Ejercicios Espirituales) y, por lo tanto, el mundo es la cantera de Dios.

Un proceso abierto e histórico
La tarea del reformador es, por lo tanto, iniciar o acompañar los procesos históricos. Éste es uno de los principios fundamentales de la visión bergogliana: el tiempo es superior al espacio. Reformar significa encaminar procesos abiertos y no “cortar cabezas” o conquistar espacios de poder. Es precisamente con este espíritu de discernimiento que Ignacio y sus primeros compañeros afrontaron el desafío de la Reforma.
El Papa tiene muy claro el contexto, el punto de partida. Está informado y escucha pareceres; vive sólidamente adherido al presente. Sin embargo, el camino que pretende recorrer está abierto, no es una hoja de ruta teórica; el camino se abre al caminar. Por lo tanto, su “proyecto” en realidad es una experiencia espiritual que toma forma gradualmente y se traduce en términos concretos, en acción. No se trata de una visión referida a ideas y conceptos sino de lo vivido con referencia a “lugares, tiempos y personas”; y no a abstracciones ideológicas. Por lo tanto, esa visión interior no pretende organizar la historia según sus propias coordenadas, sino que dialoga con la realidad, se inserta en la vida de los hombres y se desarrolla en el tiempo.
Francisco es el Papa de los procesos, de los “ejercicios”. Como el superior de una comunidad, que debe ser “conductor de los procesos y no mero administrador”. Ésta es, según su parecer, la forma del verdadero “gobierno espiritual”. El pontificado bergogliano y su voluntad de reforma no son ni serán solamente de carácter “administrativo”, sino de inicio y acompañamiento de procesos: algunos rápidos y fulgurantes, otros extremadamente lentos.
El proceso debe ser abierto porque sólo Dios conoce su conclusión y su fruto. Es muy diferente y mayor que todo proyecto humano, y es superior a “nuestras expectativas”; aunque sean las de un Papa. En Meditaciones para religiosos (reflexiones escritas cuando era un sacerdote jesuita y durante su cargo de provincial en la Argentina) explica esta dinámica del proceso con inteligencia espiritual y práctica. Usa una imagen muy eficaz de raíz evangélica y sostiene que estamos invitados a “edificar la ciudad”, pero será necesario derrumbar el “modelito” que nos habíamos diseñado en nuestra cabeza. Dice que tenemos que tomar coraje y dejar que el cincel de Dios esculpa nuestro rostro, si bien los golpes borran algunos tics. La parte negativa, que consiste en abatir el “modelito”, es funcional a abandonar el cincel en las manos de Dios. Esta es otra nota interesante para comprender la acción de Francisco.
Por otro lado, constituye un ejemplo notable el movimiento impuesto a la Iglesia entera en la III Asamblea Extraordinaria del Sínodo de Obispos. Fue pensado como un proceso a partir de un amplio cuestionario dirigido a todo el pueblo de Dios, que confluyó en el Sínodo Extraordinario e inició un año de reflexión previo a la Asamblea Ordinaria. Pero la dinámica de parresia (libertad para decirlo todo), de claridad y de escucha del proceso orientó a la Iglesia entera hacia una dinámica que llegó a asustar a muchos. Sin embargo, ya en los lejanos años ‘80 Bergoglio certificaba su radical confianza en el Espíritu Santo: la sabiduría del discernimiento que “implica abandonarse a la voluntad de Dios, lo cual comporta la renuncia a controlar los procesos con criterio meramente humano”. Y más adelante: “en los procesos, esperar significa creer que Dios es más grande que nosotros, y que el Espíritu mismo nos gobierna, que es el Dueño quien hace crecer la semilla”.
El Papa vive una constante dinámica de discernimiento que lo abre al futuro. También al futuro de la reforma de la Iglesia, que no es un proyecto sino un ejercicio del espíritu, que no ve solamente blanco y negro, como sucede con quienes quieren siempre confrontar. Bergoglio percibe matices y gradualidad; trata de reconocer la presencia del Espíritu en la realidad humana y cultural, la semilla ya plantada de su presencia en los acontecimientos, en las sensibilidades, en los deseos, en las tensiones profundas de los corazones y de los contextos sociales, culturales y espirituales. La semilla no es el árbol. A menudo está enterrada y por lo tanto es invisible a ojos poco atentos. Tal fue lo expresado por la XXXIV Congregación General de la Compañía de Jesús, realizada en 1995: “en el ejercicio de su ministerio sacerdotal, los jesuitas tratan de descubrir lo que Dios ya ha realizado en la vida de las personas, de las sociedades y de las culturas, para discernir cómo Dios continuará su obra”.
Se trata de una actitud interior que impulsa a la apertura al diálogo, al encuentro, a hallar a Dios donde quiera que Él se deje encontrar y no solamente en los perímetros angostos y bien definidos de un recinto. Sobre todo no teme la ambigüedad de la vida y la afronta con coraje. No es un saber intelectual, sino que integra los valores del corazón y de la mente. Por lo tanto, las acciones y las decisiones deben radicarse en profundidad y ser acompañadas por una lectura atenta, meditativa y orante de los signos de los tiempos, que se encuentran por doquier.

Lo máximo en lo mínimo
El principio que sintetiza esta visión evolutiva es una frase latina que podría traducirse como: “No estar condicionado por lo más grande, sino estar contenido en lo más pequeño: eso es divino”. La expresión forma parte de un largo epitafio literario compuesto por un anónimo jesuita en honor a Ignacio de Loyola. Le gustaba tanto a Hölderlin que lo puso como epígrafe en su Hyperion. Y es sabido que Hölderlin es un autor amado por Bergoglio, al punto que lo cita al recibir a los cardenales en la Sala Clementina dos días después de su elección.
¿Qué quiere significar el papa Francisco al volver a ese texto? Que en el horizonte del reino de Dios lo infinitesimal puede ser infinitamente grande y la inmensidad, una jaula. Parece una paradoja, pero no para Dios, que se hizo hombre. El gran proyecto de reforma se realiza en el gesto mínimo, en el pequeño paso: Dios está escondido en lo que está creciendo, aunque no seamos capaces de verlo. Este es un pensamiento que acompaña a Bergoglio al menos desde los años en que era provincial, como documenta un ensayo que lleva el título de Conducir en lo grande y en lo pequeño, significativo para él dado que ha citado varias veces las reflexiones allí contenidas.

Afrontar límites, conflictos y problemas
Bergoglio nunca habla de un deseo heroico y sublime, distante del devenir cotidiano de los días. No es “maximalista”. No cree en un idealismo rígido ni en un “eticismo” o en un “abstracción espiritualista”. El camino espiritual no tiene nada que ver con una “pseudo mística” que suscita fábulas inventadas por nuestros corazones ansiosos y no purificados. El verdadero camino interior implica hacerse cargo de nuestra edad, de nuestras pobrezas, de la historia que nos pertenece. Por eso los límites, los conflictos y los problemas son parte integrante del camino espiritual.
En el crecimiento es necesario “no maltratar los límites”. Con esta expresión Bergoglio quiere ponernos en guardia frente a la agresión del idealismo, “que tiene siempre la tentación de proyectar en la realidad el esquema ideal, sin tener en cuenta los límites de esa realidad (cualquiera sea). Este peligro puede aparecer también en el nivel ascético: maltratar los límites por exceso (pretensión absolutista), o bien por defecto (ceder y no fijar las demarcaciones que debieran proponerse)”.
La relación entre deseo y límite es proficua, realista y humanizante: al poner de relieve nuestra pequeñez nos abre a la grandeza “siempre mayor” de Dios. Incluso nos ayuda a atender nuestro límite, porque él mismo “se expresa limitadamente”, y por lo tanto es necesario “aceptar los límites de nuestra expresión pastoral (tan distante de la concepción de quien tiene la clave del mundo, que no conoce espera ni cansancio, que vive de histerismos e ilusiones)”.
No hay que tener miedo de los conflictos, que a veces sacuden y asustan. El papa Francisco empleó una hermosa imagen dirigiéndose a los superiores de las órdenes religiosas masculinas en 2013: “acariciar los conflictos”. Y para Bergoglio la característica de la Compañía de Jesús es “hacer posible la armonización de las contradicciones”. Presenta una rápida lista de ellas: “nosotros como jesuitas deberíamos ser contemplativos y hombres de acción; hombres de discernimiento y de obediencia; de obras consolidadas y de misiones que casi parecen incursiones; hombres que se dedican a lo que hacen con afecto total y, por otra parte, con gran disponibilidad (jesuitas que lo eran cuando forjaban pueblos y cuando su casa se reducía a un carro: así fueron nuestros misioneros)”. Las contradicciones forman parte de una historia fecunda.
También los problemas. No está dicho –escribe Bergoglio– que un problema deba ser resuelto enseguida, inmediatamente. Hay un discernimiento que implica la historia y verifica tiempos y momentos. A veces un problema se resuelve cuando no se pretende afrontarlo enseguida. Es necesario entonces comprender los procesos en acción, renunciando incluso a las cosas del momento. Una verdadera tentación es la de “querer separar antes de tiempo el trigo de la cizaña”. Estas son palabras importantes para comprender la actitud de Francisco frente a los tiempos del proceso reformador.

Afrontar las tentaciones

También las tentaciones y la lucha contra ellas forman parte de este proceso. La reforma, para Bergoglio, es agónica. El Papa tiene una visión “militante” de la realidad. Esta dramaticidad le llega de san Ignacio y de sus Ejercicios Espirituales, en particular de la meditación sobre “las dos banderas”. Algo que conviene leer con calma. Ignacio presenta un campo de batalla en el que se confrontan “Cristo, nuestro sumo capitán y señor”, y “Lucifer, enemigo mortal de nuestra naturaleza humana”. Para Bergoglio, hay una inevitable dimensión de beligerancia en el modus vivendi cristiano. En definitiva, “la vida cristiana es una milicia” y “nuestra fe es revolucionaria y fundante, es una fe combativa”.
Pero atención: no se puede ser ingenuos, y sin embargo –escribe Bergoglio, derribando una vez más estereotipos– es necesario tener “la combativa ternura que se presenta en la seriedad de un niño que hace la señal de la cruz y en la profundidad de una anciana que recita sus oraciones: he aquí la fe, la medicina contra el espíritu desanimado”. Es más: “cuando al seguir al Señor faltan la lucha y la vigilancia, a menudo aparece una latente tentación de idolatría: la de convertir los dones del Señor o al Señor mismo en un objeto reducible a nuestras categorías egoístas”. No aceptar la índole bélica de nuestra vocación implica, por miedo al conflicto, recurrir “a toda forma de componenda con tal de estar en paz. Lo que quiere decir que no aparezca ninguna contradicción. El resultado son hombres y mujeres que no conocen la verdadera paz sino que viven en la cobardía o, si se quiere, en la paz de los sepulcros”.
La tentación anida a menudo en las instituciones. “El espíritu malvado –observa Bergoglio– es suficientemente astuto como para saber que su batalla es realmente difícil si tiene pocas posibilidades de victoria al afrontar a hombres y comunidades cuyo rasgo dominante es la sabiduría del Espíritu”. En este caso actúa tratando de tentar bajo apariencia de bien. Lo sutil de la argumentación del “enemigo” se torna extremo, porque quien es tentado cree que debe actuar por el bien de la Iglesia. La mayor sutileza consiste en “hacernos creer que la Iglesia se está desnaturalizando e intentar convencernos de que debemos salvarla, incluso a su pesar. Se trata de una tentación constante y presente bajo una infinidad de máscaras diversas, pero que en último término tienen todas algo en común: la falta de fe en el poder de Dios que vive desde siempre en su Iglesia”.
De aquí “los infecundos enfrentamientos con la Jerarquía, los conflictos desgastantes entre ‘alas’ (por ejemplo, ‘progresista’ o ‘reaccionaria’) dentro de la Iglesia… En una palabra, todas las cosas a través de las cuales ‘absolutizamos’ lo que es secundario; seducidos por ‘una gran cátedra de fuego y humo’, terminamos por darle más importancia a las partes que al todo”. Bajo la apariencia del bien, la tentación surte el efecto de separar la Iglesia de la realidad y de la historia: este es uno de los efectos más desastrosos y perversos. Lo experimentamos cuando surgen figuras que parecen querer ocupar el lugar del Papa en defensa de la doctrina o cuando siembran incertidumbres y confusión imaginando incluso peligros para la ortodoxia. No nos estamos refiriendo a los escándalos, que son tentaciones evidentes a identificar, sino a las tentaciones sutiles sub specie boni. Ellas tienden a generar ofuscación y supersticiones en muchos ámbitos de la Iglesia. Ciega es la pretensión de poseer el espíritu en muchos movimientos carismáticos, ciega es la necesidad de quedar encerrados en la duda crítica, ciego es el opio de los recuerdos, tan característico en los tradicionalistas… que nos apartan de la creatividad de la memoria fiel, porque ciego es el individualismo que traza un programa de ética ideal sin el coraje de abrazar la realidad.
La conclusión es que pastores o élites espirituales y teológicas –tanto progresistas como conservadoras– lleguen a pensarse como conciencias aisladas del “pueblo fiel de Dios”. Bergoglio invita a preguntarse qué se defiende con este aislamiento. ¿Una autocracia pastoral? ¿Un rol exquisito? En la realidad, la gente quiere que la religión la acerque a Dios, que el sacerdote sea un pastor y no un tirano. Volvemos a encontrar estas palabras en las imágenes que Bergoglio utiliza como Pontífice cuando ataca “la mundanidad espiritual” en la Iglesia.

Los ministros de la Iglesia y su formación

El papa Francisco es consciente de que la reforma de la Iglesia de la que habla exige una formación amplia y profunda, especialmente de sus pastores. En este sentido, está en sintonía con la misión de la Compañía de Jesús de formar un clero de pastores. Personas que deben ser “capaces de enardecer el corazón de la gente, de caminar con ellos en la noche, de entrar en diálogo con sus ilusiones y desilusiones, de recomponer su fragmentación”.
Se exige formar personas misericordiosas, capaces de entrar en un mundo de “heridos” que necesitan comprensión, perdón y amor.
Hoy la Iglesia demanda ministros “capaces de bajar en la noche sin verse dominados por la oscuridad y perderse; de escuchar la ilusión de tantos, sin dejarse seducir; de acoger las desilusiones, sin desesperarse y caer en la amargura; de tocar la desintegración del otro, sin dejarse diluir y descomponerse en su propia identidad”.
El Papa deduce así una profunda revisión de las estructuras de formación y de preparación del clero y del laicado en la Iglesia en función pastoral. La formación debe plasmar este tipo de pastores maestros que sean capaces de decir, como el jesuita chileno san Alberto Hurtado: “Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada”.

Obispos, estructuras eclesiales y misión

Para Bergoglio el cambio no es, como muchos esperan, fruto de un estudio de la organización de las estructuras eclesiásticas. Sería una reorganización estática. El cambio debe guardar relación con la dinámica de la misión.
También la imagen del obispo surge renovada. En el retrato que ofrece en diálogo con los responsables del CELAM afirma: “Los obispos han de ser pastores, cercanos a la gente, padres y hermanos, con mucha mansedumbre; pacientes y misericordiosos. Hombres que amen la pobreza, sea la pobreza interior como libertad ante el Señor, sea la pobreza exterior como simplicidad y austeridad de vida. Hombres que no tengan ‘psicología de príncipes’. Hombres que no sean ambiciosos y que sean esposos de una Iglesia sin estar a la expectativa de otra. Hombres capaces de estar velando sobre el rebaño que les ha sido confiado y cuidando todo aquello que lo mantiene unido: vigilar a su pueblo con atención sobre los eventuales peligros que lo amenacen, pero sobre todo para cuidar la esperanza: que haya sol y luz en los corazones. Hombres capaces de sostener con amor y paciencia los pasos de Dios en su pueblo. Y el sitio del obispo para estar con su pueblo es triple: delante para indicar el camino, en medio para mantenerlo unido y neutralizar los desbandes, o detrás para evitar que alguno se quede rezagado; pero también, y fundamentalmente, porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos”.
En un escrito de los orígenes de la Compañía, bien conocido y comentado por Bergoglio, se encuentran expresiones que ayudan a comprender estas raíces. Se trata de un texto del jesuita Pedro de Ribadeneira, contemporáneo del fundador, que se refiere al modo de gobierno de Ignacio. En ese texto, citado entonces por el padre Bergoglio en su meditación a los superiores jesuitas, se dice: “…es muy necesario que el que trata con los prójimos para curarlos sea como un buen médico, y que ni se espante de sus enfermedades, ni sienta asco de sus llagas, y que sufra con gran paciencia y mansedumbre sus flaquezas e importunidades; y para esto, que los mire no como a hijos de Adán ni como vasos frágiles de vidrio o de barro, sino como una imagen de Dios, comprados con la sangre de Jesucristo, procurando que ellos mismos se ayuden y, con buenas obras, se dispongan para recibir la gracia del Señor o para crecer en ella, en quien deben esperar, que pues le llamó a tan alto ministerio, le hará digno ministro suyo, si desconfiare de sí y confiare en la bondad del mismo Señor que lo llamó”.

Tensión entre Espíritu e institución

Finalmente hay que decir que, para Francisco, la reforma de la Iglesia vive una fuerte tensión dialéctica entre Espíritu e institución. En su exhortación apostólica Evangelii gaudium escribió: “La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas”. Y más adelante: “No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos”. Para afirmar después que la Iglesia es “un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión institucional”.
Es interesante advertir esta tensión entre la Iglesia como “pueblo peregrino” y como institución: “pueblo fiel de Dios en camino” (Lumen gentium) y “santa madre Iglesia jerárquica” (san Ignacio de Loyola). La reforma, para Francisco, es hacer que la santa madre Iglesia jerárquica sea el pueblo fiel de Dios en camino.

Traducción y edición de José María Poirier

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