Impresiones de un español a partir de una visita a Japón, un país de contrastes donde conviven la tradición y la tecnología más avanzada, y donde la educación es el gran impulsor de su desarrollo.

biblioteca-tama-art-university-de-tokio-japc3b3n-4Visitar Japón con mente abierta y honestidad intelectual debería suponer una cura de humildad –la mejor vacuna, la única medicina contra la depresión– para los todavía prepotentes europeos. Coherente con esa reflexión, necesitaría saber y conocer más, mucho más, para escribir con rigor sobre uno de los más viejos imperios del mundo; una semana no da tiempo para más, y bastante tengo con descubrir y disfrutar las costumbres de un pueblo esforzado y trabajador hasta el extremo, respetuoso sobre todas las cosas, amante de las tradiciones, de su historia y del cuidado de los detalles, que es lo que –según Winston Churchill– atrae a la suerte.
Japón ha sido capaz de sobreponerse a su reciente, atormentada y dura historia para ocupar un rol protagónico en el concierto mundial a pesar de que, según los economistas, lleve instalado en la recesión casi dos décadas. Para el visitante ocasional, la primera impresión es que se trata de una vieja nación con historia y cultura propias, muy civilizada y con alto nivel de vida, sede de grandes multinacionales, con una pujante industria y un altísimo desarrollo, tanto como su inexplicable índice de suicidios. La tercera economía mundial, con un PIB cercano a 4.6 billones de dólares, alcanza casi los 130 millones de habitantes; es una población envejecida con alta esperanza de vida.
Parece que Japón “funciona”, y eso se nota en el día a día: los trenes y el metro son puntuales y están limpios, muy limpios, como lo están los taxis, los autobuses, los baños públicos, las calles, los parques, los edificios; inclusos las obras, públicas o privadas, están limpias y dotadas de grandes medidas de seguridad; las gentes felices/infelices van a su trabajo o disfrutan al aire libre sin ruidos y sin molestar a los que comparten el espacio común. Sin olvidarlos nunca, pero dejando atrás muy difíciles y no tan lejanos momentos, hasta la vida pública parece regenerarse y los políticos se purifican e intentan liberarse de pasadas corrupciones. Afortunadamente, en Japón ya no se estila el harakiri ante errores o equivocaciones, o por un engaño descubierto, pero la dimisión se practica –también, y sobre todo, en el mundo empresarial– con normalidad: dar cuentas públicamente nunca es una humillación sino una obligación para con los demás, exigencia que se considera una señal de respeto que los occidentales no practicamos con frecuencia.
Una reflexión sobre el Japón de hoy: leo en la primera página de The Japan Times que casi el 97 por ciento de los estudiantes universitarios japoneses que se graduaron están trabajando en muchas empresas un mes después; un porcentaje que es superior en 2.3 puntos al del año anterior, y la tasa más alta desde 1992. La noticia se ilustra con una fotografía de centenares de jóvenes y nuevos empleados de Toyota Motor Corp. en la ceremonia de bienvenida a la compañía. Aunque no sabemos si el sistema es de excelencia, parece claro que resulta efectivo y que funciona con precisión oriental, probablemente fruto o consecuencia de una “entente” no escrita en la propia sociedad, en las empresas y en las universidades que, tutelada por los poderes públicos, estuvo en la base del llamado milagro económico japonés de los años ‘70 y ‘80 del pasado siglo. Además, una certeza: este viejo y sabio pueblo siempre supo que la educación no era una cuestión pública ni privada, sino común, de todas y cada una de las personas que habitan sus millares de islas e integran esa gran nación. Algún indicio avala esta impresión: en el último Informe PISA, correspondiente a 2012, Japón ocupa el segundo lugar en comprensión lectora y ciencias, y el tercero en matemáticas, siempre por detrás de Singapur. En ese estudio España se encuentra, respectivamente, en los puestos 27, 25 y 29, más o menos en la mitad de la tabla en todas las áreas de conocimiento, siempre por detrás de Letonia, por ejemplo, y sin una explicación satisfactoria del porqué de tan magros resultados. Pareciera como si los españoles no quisiéramos ser ciudadanos adultos cuando de educación se trata y, a pesar de tantas voces que lo exigen, los que debiéramos dar respuestas –todos y cada uno de los españoles y no sólo los gobernantes– seguimos pensando que las soluciones son siempre tema de los demás y, como somos así, nos hemos instalado en una burbuja viviendo de espaldas a la realidad en lugar de estar en contacto con ella. Presumimos de sabelotodo y nos cuesta dejar de mirarnos el ombligo y alzar los ojos hacia un horizonte que nos provoca y nos llama, al tiempo que se aleja tantos pasos como los que nosotros avanzamos; esa es, precisamente, la razón última que explica la situación. La universidad española no ha salido a la calle, no se ha puesto en contacto con el pueblo ni con las empresas o las grandes instituciones; y las empresas –ignorando su propio poder transformador– no han sido capaces de articular medidas/alianzas de acercamiento a la universidad, la institución que debería co-liderar el cambio y transformarse no sólo en templo del saber y de la investigación sino en la conciencia crítica, social y ética de la ciudadanía. Después de tantas alucinaciones, tras la malhaya crisis, tendríamos que haber llegado a la edad de la razón y reflexionar sobre aquello que en el prefacio de El espíritu de las leyes dejara sentado Montesquieu: “Sería el más feliz de los mortales si pudiera hacer que los hombres se curaran de sus prejuicios. Y llamo prejuicios no a lo que hace que se ignoren ciertas cosas, sino a lo que hace ignorarse a sí mismo”.
Para escapar de nuestra orgullosa ignorancia podríamos encontrar apoyo en el sabio mensaje y en la enseñanza que encierran las palabras de un hermoso poema japonés, copiado de las paredes del Internacional Forum de Tokyo: “Las flores/ siempre florecen/ en las nuevas ramas/ las nuevas ramas/ inevitablemente crecen a partir/ de troncos viejos”.

 

El autor es Presidente de la Asociación de Directivos de Responsabilidad Social de España.

1 Readers Commented

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  1. LUCAS VARELA on 27 abril, 2016

    Estimado señor Juan José Almagro,
    Para hacer de su artículo algo útil al conocimiento y el saber de quien lo lee, es importante tener muy presente que su opinión es la de un ciudadano español, y además, es un director de empresa. Como tal, Usted llega a la conclusión muy poco específica, de que Japón está en un nivel superior al español en cuanto a «purificación de pasadas corrupciones».
    No me parece justo.
    Hoy en España, la justicia española demuestra ser un ejemplo en lograr contundentes resultados «purificadores» entre sus colegas «Directores de empresas».
    Seré más específico, para compensar tantas generalidades:
    GERARDO DÍAZ FERRÁN: copropietario del grupo Marsans y presidente de la Confederación española de organizaciones empresariales (CEOE). Fue condenado por fraude a la Hacienda española en la compra de Aerolíneas Argentinas. Fue condenado por el vaciamiento patrimonial del Grupo Marsans.
    JOAQUÍN RIVERO: expresidente del grupo Metrovacesa. Culpable, y condenado por malversación y blanqueo.
    JOSE MARIA RUIZ MATEOS: fundador del grupo Rumasa. Culpable por delitos fiscales y estafa.
    MARIO CONDE: grupo Banesto. Culpable por delitos de apropiación indebida y estafa.
    Etcétera, etcétera,….
    Finalmente, y por ello importante, en España tuvo que renunciar el Ministro de Industria, Energía y Turismo, JOSE MANUEL SORIA, por el simple hecho de estar relacionado a una empresa offshore en Panama («Parana Papers»).
    La «madre patria» nos enseña. Y el señor Juan José Almagro debería estar orgulloso por ello.

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