El 31 de octubre de 2017 se conmemorará en Suecia el 500º aniversario de la Reforma del siglo XVI en un encuentro común entre católicos y luteranos. Es oportuno preguntarnos por el significado de Martín Lutero y su teología a medio siglo de la fecha de los acontecimientos de 1517.

Admitiendo las diferencias, que existen, tanto católicos como luteranos relacionan al reformador Martín Lutero con su propio tiempo y con la historia precedente de la Iglesia en Occidente. Claro que en esta nueva comprensión, ayuda el desarrollo del movimiento ecuménico a partir de la Segunda Guerra Mundial. Fue parte de este nuevo espíritu el que permitió al cardenal Johannes Willebrands en el curso de la V Asamblea de la Federación Luterana Mundial realizada en Evian, Francia, en 1970, aplicar el clásico título católico de doctor communis (doctor común) a Martín Lutero. Lo hizo refiriéndose a la afirmación del reformador sobre la doctrina de la justificación, doctrina sobre la cual la Iglesia como tal se afirma o cae. También puede ser considerado como “maestro común” porque desea que Dios permanezca como nuestro Señor y que la respuesta humana más importante sea la incondicional confianza y honra a Dios. Es el título que se le adjudica a Tomás de Aquino, quien fuera redescubierto luego de los tiempos de la Reforma. Con ello se señala no sólo el aporte de Lutero a la historia ya pasada sino para el hoy de las iglesias, de la Iglesia toda.
Hemos de reconocer que si esto no ha sido claro para todos los católicos, tampoco lo ha sido para todos los protestantes o evangélicos. Durante largo tiempo se interpretó a Lutero como alguien que –positiva o negativamente– inició algo totalmente nuevo, una interpretación radicalmente distinta de la fe que venía de los tiempos que lo precedieron. Para estas corrientes no era y no es Lutero un doctor común. Pero tanto el Concilio Vaticano II como numerosos teólogos de ambas confesiones revalorizan hoy su aporte a la fe común. Juan Pablo II citó el comentario de Lutero a la Carta de San Pablo a los Romanos y señaló su contribución a toda la fe cristiana.
Los estudios y reflexiones sobre Lutero de parte del protestantismo han seguido un rumbo similar. Durante el tiempo de la llamada ortodoxia llegó a afirmarse que era único y hasta infalible en relación a la correcta doctrina. El pietismo posterior lo vio como el modelo acabado de la piedad cristiana y en los tiempos del iluminismo como el precursor de la libertad de conciencia y de la razón que libera de la “oscuridad del Medioevo”. La cuestión que en realidad corresponde plantearse es: ¿Lutero constituye una novedad radical o se trata de un eslabón más en la cadena de testigos de la fe cristiana clásica?
Volvamos al principio: ¿fue Lutero padre del luteranismo o padre de la Iglesia, un doctor privado o un doctor común, padre con otros de la fe que compartimos en Cristo Jesús Salvador, en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo?
Los Catecismos de Lutero, el Menor y el Mayor, merecen un claro aprecio ecuménico. Lutero era maestro para el común de la gente y guía para los ministros ordenados en su necesidad de formación. Los catecismos subrayan lo que es común a la fe cristiana clásica. Su meta no es sólo proveer conocimiento en sí mismo, sino alentar la fe en Dios y fortalecer el amor entre los seres humanos.
Además, los presenta estructurados sobre la tradición aceptada, sobre lo que era común a la primera Iglesia: el decálogo, el credo, el padrenuestro y los sacramentos, lo que también era la herencia común en la Edad Media. Ya Pedro Abelardo había escrito su famoso Comentario sobre el Credo de los Apóstoles y el Padrenuestro y Erasmo había elaborado un catecismo poco después de 1510.
La misma redacción de los catecismos de Lutero subraya la tradición de la fe. Los diez mandamientos son el fundamento del camino de vida judeocristiano, el Padrenuestro es la oración modelo que Jesús enseñó, todo esto es común a los cristianos de los primeros tiempos de la Iglesia y a los de los tiempos que les siguieron; no son innovaciones de la Reforma.
Su planteo del Credo sigue la postura tradicionalmente aceptada acerca de la Trinidad y las dos naturalezas de Cristo. La salvación es obra de Dios Trinidad y se funda en la obra y persona de Cristo Jesús. Hoy en día el Consejo Mundial de Iglesias, la Federación Luterana Mundial y otros organismos de diálogo y encuentro ecuménico tienen el mismo fundamento.
Además, los catecismos de Lutero no entran en disputa; aunque el Mayor tenga algunas referencias de ese tipo, no llega al nivel de otros escritos manifiestamente polémicos. Además, el Catecismo Mayor, en el análisis de la Iglesia de su tiempo, presenta tanto una crítica a sus oponentes teológicos como a la mediocridad que aqueja la vida eclesial de muchos de los que apoyan su línea de pensamiento acerca de la fe. Esa capacidad de autocrítica es fundamental para una relación ecuménica genuina.
La explicación de los Sacramentos en Lutero también tiene sentido en el diálogo ecuménico. Habla de la eficacia de la Palabra de Dios, del Bautismo, de la Confesión, en la que enfatiza el rol de la absolución, y de la Eucaristía o Santa Comunión, como que se refieren, incluyen y brindan a Cristo mismo y toda su obra redentora y salvadora.
Para el Catecismo Mayor, la salvación es “ser librado del pecado, de la muerte y del demonio, entrar en el reino de Cristo y vivir con él eternamente”. A la vez se pone bien en claro que el bautizado necesita a diario la enseñanza, vivir en oración, recibir la exhortación en el camino de la fe y el aliento de los demás cristianos a fin de sobreponerse a los problemas y crisis, perseverar en la fe y ser fortalecido en el amor activo en su relación con Dios y con el prójimo.
La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Cristo, quien brinda el perdón de los pecados y la vida nueva y eterna. No es sólo remembranza festiva o recordatorio simbólico de alguien ausente y distante. Es Cristo real y verdaderamente presente; a la afirmación de Jesús “Este es mi cuerpo” se la interpreta simple y realísticamente; las palabras realizan lo que prometen. Allí se incluye la gracia y el perdón de los pecados, la comunión de los cristianos, el recuerdo de Cristo, la acción de gracias por su don; es la confesión de fe y, a la vez, presenta la crucifixión y la resurrección, el anuncio de la fiesta que viene en el reino de Dios. La esencia de la Eucaristía, para Lutero, es la presencia de Cristo, cuerpo y sangre, en el pan y el vino; Cristo entregó su cuerpo y sangre para “la remisión de los pecados” (Mt. 26, 28). Y esto, para él, no es una idea teológica o una especulación filosófica, sino algo instituido por el mismo Cristo, es Palabra de Dios.
Esta fe en la presencia real ha unido siempre a católicos y luteranos en la realidad de la salvación allí manifiesta, por eso a este sacramento –entre otras designaciones– lo llamamos eucaristía, acción de gracias por la salvación en el sacramento afirmada. En la teología luterana la presencia real de Cristo se funda en la doctrina acerca de Dios, en la cristología y en la doctrina de la justificación por la gracia.
Según el Credo, el Dios Trino no es un juez celoso ni un comerciante demandando compensación, sino el amor que se entrega sacrificialmente: es quien nos ama y desea lo mejor para cada uno de nosotros; es Evangelio, es buena noticia, amor que se entrega en sacrificio a favor de cada ser humano. Lutero lo resume diciendo en su explicación del Credo: “Vemos como Dios se da a nosotros enteramente con todo lo que tiene y puede con el fin de sostenernos y ayudarnos a cumplir los Diez Mandamientos. El Padre nos da todo lo creado; Cristo, todas sus obras; el Espíritu Santo, todos sus dones” (Catecismo Mayor, Obras de Martín Lutero, Paidós, Bs. As, 1971, pág.109).
Ese amor de Dios es la razón de la encarnación de Cristo y el fundamento de la Eucaristía. Por amor Dios se hace persona humana en Cristo y nos reconcilia con él. Por su amor instituye la Eucaristía para estar presente de continuo entre nosotros y brindarnos el don de la reconciliación.
Podemos afirmar que Lutero, en especial en sus catecismos, habla como un doctor común (doctor communis), quien no intenta desarrollar una doctrina nueva sino expresar la fe común a un cristianismo indiviso, por eso sus escritos y pensamientos pueden contribuir a la unidad de la Iglesia toda. Hemos de aprender de los acontecimientos del siglo XVI y tenemos ahora la oportunidad y el deber de purificar y sanar la memoria de las dos iglesias, contribuir a la relación fraterna en común, a la convivencia, al respeto y ayuda mutua que nos conduzca en el camino de la unidad plena en Cristo Salvador.

El autor es pastor de la Iglesia Evangélica Luterana Unida

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