Editorial: ¿Estamos viviendo una guerra de religión?

Las palabras que elegimos para definir, calificar, representar, son en sí mismas portadoras de sentido. Excepto en el campo de los lenguajes científicos más precisos, los términos no son neutros. Su selección, disposición y articulación dentro de un discurso comportan una intencionalidad descriptiva: mostrar las cosas o ideas de determinada manera; y casi siempre partiendo de una ideología que puede no ser consciente en todos los casos, vox populi o seguimiento no crítico de una opinión que se acepta como autorizada.
En este sentido, la palabra guerra y la expresión guerra de religión que suelen repetirse en las coberturas y los análisis periodísticos en torno a los atentados terroristas en Europa, Medio Oriente y muchos otros países, no son ingenuas. No hace falta agregar visiones más apocalípticas, como tercera guerra mundial u otras igualmente tremendistas. El objetivo de generar temor generalizado por parte de los islamistas (quienes hacen uso político del Islam) es obvio y precisamente es ése el sentimiento que pretenden diseminar por todo el globo y en especial entre los musulmanes.
La definición de guerra es quizá de las más sencillas de aprehender –mucho más, por ejemplo, que la palabra amor– porque remite al instinto básico de conservación. Simplemente refiere a dos o más bandos en pugna que buscan la aniquilación del adversario. Es tan poderosa su síntesis que no hace falta ningún ejercicio de abstracción para entender. Pero se complica cuando se amplía el campo y se aplica a naciones, civilizaciones (vgr. la infortunada tesis del choque de civilizaciones) y se habla de un estado de guerra o de declaraciones de guerra. Ya es grave cuando una democracia moderna se reconoce en estado de guerra, peor aun cuando las partes que guerrean lo hacen en supuesta defensa de su identidad, como en el caso de la religión, en lugar de intereses materiales (territorio, comercio, etc.), porque los contendientes tienen menos margen para negociar la paz.
Entendemos que el papa Francisco, para darse a entender, generar conmoción y llamar a la caritas de la humanidad, manifieste que “desde hace tiempo decimos que el mundo está en una guerra de a pedazos”. Pero no debe olvidarse, cuando se lo escucha, que no está al frente de un Estado democrático y que los valores emocionales y espirituales que prioriza se encuentran antes que algunos de los derechos del individuo consagrados en una democracia liberal. Como contra-ejemplo puede pensarse en el estremecimiento que estas mismas palabras causarían en boca de un líder como Barack Obama… o Donald Trump.
Más allá de quien la emita, ante una afirmación de tanto peso es preciso detenerse críticamente y preguntarse: ¿es ésta la definición que mejor se ajusta a la situación presente? ¿Estamos viviendo una guerra de religión? ¿Su alcance e intensidad permiten calificarla de Tercera Guerra Mundial (a pedazos)?
No puede cuestionarse que en Siria, Iraq y países de esa región se está desarrollando una guerra. Isis es una fuerza armada que ha ocupado territorio y que allí lleva adelante un enfrentamiento de alta intensidad y de desarrollo convencional. Adherimos al pedido del Papa de que Siria encuentre una solución política a sus problemas y coincidimos con Patrick Cockburn (corresponsal de guerra, autor del libro ISIS-El retorno de la Yihad comentado en este número) cuando propone una tregua temporaria entre los rebeldes y al-Assad a fin de armar un frente común contra Estado Islámico, cuyos objetivos se han expuesto con claridad: estructurar un califato, que sería dirigido por sus miembros.
¿Qué es un califato? Un sistema de gobierno teocrático, sobre un territorio determinado encabezado por un califa. ¿Quién puede ser califa? En teoría, un descendiente de Mahoma o un elegido por votación en una shura (consejo). Su responsabilidad es la de líder religioso de la comunidad islámica. Es oportuno destacar que la división entre sunitas y chiítas, y sus respectivos califas, surgió por la sucesión de los dominios de Mahoma. Hay mucho menos argumento religioso en esta división que en los cismas cristianos. Durante la época de los sultanatos, que dieron forma al Imperio Otomano, se le confería el título de califa al Sultán como un agregado honorífico a su cargo. Podría marcarse un paralelo con la Reina de Inglaterra como cabeza de la Iglesia anglicana, lo que no convierte a Gran Bretaña en una teocracia. De esta forma, si bien hay una argumentación religiosa como pieza propagandística, ésta no justifica la yihad (“guerra santa”) según las principales cabezas del Islam; el objetivo es indudablemente político, fomentado por las diferencias religiosas. Pierde entonces sentido hablar de una guerra de este tipo. Situación que bien rescata Francisco cuando dice: “Todas las religiones queremos la paz” y “no es justo identificar al Islam con la violencia”.
El interrogante que se deduce es si Occidente está en guerra con ISIS. Creemos que no, porque no puede hablarse de un enfrentamiento entre Estados; se trata más bien de un grave fenómeno de inseguridad que como tal debe ser afrontado. Y ante esta duda, ¿cuál es la posición que conviene adoptar? El problema merece ser considerado desde otra perspectiva, ya que es importante saber cuáles son las consecuencias internas en las democracias que suscriben una declaración de guerra. El estado de guerra declarado genera profundas modificaciones en la vida cívica de las naciones afectadas, que en los países democráticos inciden sobre los tres poderes, pero sobre todo sobre el Ejecutivo y el Judicial. Habilita la tipificación de figuras delictivas y penas impensables en tiempos de paz. Como expone Giorgio Agamben, “ese momento del derecho en el que se suspende el derecho”. O también “la forma legal de lo que no puede tener forma legal”.
El 1 de agosto de 2002 el departamento de asesoría legal del Ministerio de Justicia de los Estados Unidos emitió el llamado “Torture Memo”, donde intentó explicar que no eran “torturas” lo que habían infligido a los prisioneros de guerra bajo su custodia. Este documento se originó como respuesta a los movimientos de protesta y la amenaza de investigaciones judiciales. Se “explicó” que los tratamientos de presión aplicados para lograr confesiones son lícitos y no vulneran acuerdos internacionales ni el código legal norteamericano. Existen recomendaciones de la CIA acerca del método científico para llevar adelante estas torturas “permitidas” con precisión y gradualismo. Esto que parecería afectar sólo a los prisioneros de guerra, aparentemente no merecedores de los beneficios de las leyes democráticas, terminó aplicándose a ciudadanos norteamericanos dentro del territorio nacional. Al respecto puede ser ilustrativo el artículo de Jeanne Theoharis, “Guantánamo at home”, publicado en The Nation el 2 de abril de 2009. No hay que olvidar que se sancionaron leyes antiterroristas en el sentido de que toda persona sobre la que pese una “sospecha razonable” de desarrollar este tipo de actividades puede ser detenida sin juicio por tiempo indeterminado.
No es la primera vez que las democracias se enfrentan a un terrorismo irracional y expandido. Todavía está en la memoria la década del ‘70, y cómo, por ejemplo Italia y Alemania, pudieron afrontarlo sin apartarse de los caminos democráticos. Los países que se alejaron de ellos para combatir al terrorismo terminaron pagando esa lucha con una moneda demasiado cara. Baste pensar en la Argentina, que para salir con alguna dignidad de la mal llamada “guerra sucia”, terminó produciendo una verdadera guerra entre Estados por las islas Malvinas, con el resultado conocido: un elevado costo en vidas y en juridicidad, hasta recuperar la república democrática.
Reconocer que hoy la situación de seguridad en el mundo es grave y casi incontrolable no implica un estado de guerra, y mucho menos asumir las salvedades jurídicas que comportaría. Quien hace buenos negocios con un estado de guerra declarado es ISIS, que de esa forma pretende lograr el reconocimiento de Occidente de un status de Estado beligerante y no de grupo terrorista –lo que realmente es para nosotros–, situación que se agravaría si además esta guerra fuese caratulada como “de religión”, camino que parece descartado, gracias en parte a las manifestaciones del Papa. Las derivaciones de un status de guerra fortalecería propagandísticamente a ISIS, otorgándole más arraigo y penetración en el imaginario de la zona donde realmente se está librando la guerra. Y he ahí el verdadero motivo de los ataques terroristas y los actos de crueldad bárbara: adoctrinar, adherir y sojuzgar por medio del temor al pueblo local; no conquistar Occidente con el Corán bajo el brazo, objetivo irreal que no pasa de ser una bravuconada publicitaria.
Si se optase por estar en guerra y si ésta fuera de religión, se estaría utilizando su mismo camino semántico, aceptando esa terminología en un nivel de igualdad ideológica. Occidente se transformaría en el mejor propagandista de ISIS, con el mismo lenguaje, las mismas palabras, la misma retórica. Sólo se estaría cambiando un dios por otro. Las enseñanzas del Iluminismo se perderían por el desaguadero.
El mundo enfrenta atentados terroristas realizados con recursos de bajísima tecnología, protagonizados por adherentes que, ex post facto, se declaran soldados de un ejército que nunca los reclutó, pero sí los reconoce póstumamente. Si no fuera trágico, sería risible. Mártires de una “guerra religiosa” que no saben árabe, no han leído el Corán, no hacen las oraciones cotidianas inclinados a La Meca y que probablemente nunca hayan entrado a una mezquita. Parafraseando a Baldomero Fernández Moreno, “setenta vírgenes y ninguna flor”. Afiliaciones espontáneas producto de la eficiente propaganda de ISIS.
Si Occidente finalmente les otorga personería a estos asesinos extraviados, declarando guerras y generando “estados de excepción”, estará en definitiva decidiendo en qué tipo de democracia desea vivir. La opción es clara.

4 Readers Commented

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  1. María Cristina de Hernández on 12 septiembre, 2016

    Estoy de acuerdo con todo lo que dice la nota. Me pregunto si algo tan obvio, como no reconocer que pelear a Isis no es una guerra ni el reconocimiento a ningún estado , sino simplemente una lucha con la insurgencia no ocultara intereses económicos. Porque, hay dos preguntas cuya respuesta no encuentro en ningún medio. ¿ A quién vende Isis el petroleo de Irak con el cual se financia?. Y ¿ cuál es la procedencia de sus armas?

    lucha con la guerrilla dando al Isis la categoría de Estado

  2. Guillermo Rocca on 18 septiembre, 2016

    Comparto la crítica a pretender otorgarle categoría de guerra religión al terrorismo islámico, pero me parece que el concepto de «tercera guerra mundial en partes» acuñado por el Papa Francisco es más profundo y abarca una realidad mucho más compleja y de algún modo históricamente inédita; como son los entrecruzamientos de intereses políticos y económicos , que hubo siempre detrás de todas las guerras, con la aparición de males poderosos extendidos por todo el mundo, como son el narcotráfico, las ventas de armas y la trata de personas.
    Por otra parte, si a ello se le suma que el mundo globalizado con predominio del poder financiero, deja afuera a millones de seres humanos sin futuro alguno.
    Pienso que la paz que pregona el Papa Francisco, se construye apoyada en la justicia.
    Creo que hay que releer todas las Bienaventuranzas y particularmente aquellas que dicen:
    «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios»
    Por eso me parece que el tema da para mucho más.
    «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados»

  3. Edgardo Prado on 19 septiembre, 2016

    Hola, hay un terrorismo cierto?, comandado por fuerzas religiosas?, o simplemente hay poderes de Estados que fomentan fundamentalismos para proveerse de sus necesidades?, tiene ISIS la pretención de Estado?.
    De lo que estoy seguro es que de esto los únicos beneficiados son los EEUU y sus socios alineados de UE……saludos

  4. horacio bottino on 7 noviembre, 2016

    ¿Hay una guerra de religiones? en un avión Papa Francisco:no

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