
“El mundo está en guerra porque ha perdido la paz (…). Cuando hablo de guerra, hablo de guerra en serio, no de una guerra de religión, no. Hay una guerra de intereses, hay una guerra por el dinero, hay una guerra por los recursos naturales, hay una guerra por el dominio de los pueblos: esta es la guerra”, expresó el papa Francisco en su saludo a los periodistas durante el vuelo a Cracovia, pocos días después del cruel asesinato del padre Jacques Hamel, de 86 años, degollado frente al altar por jóvenes franceses fundamentalistas que habían jurado fidelidad a Abu Bakr al Baghdadid, líder del Daesh (ISIS).
Francia volvió a sufrir la violencia y el terror de grupos fundamentalistas, apenas doce días después del ataque en Niza. Ante la conmoción, reaparece el argumento de que se está viviendo una nueva “guerra de religiones” en territorio europeo. Y hay quienes, retomando la expresión de Samuel Huntington, sostienen que se está ante “un choque de civilizaciones”: Occidente, de raíces judeo-cristianas, vs. el mundo islámico.
Estos argumentos llaman la atención sobre la influencia de “las religiones” en los procesos políticos y en las relaciones internacionales. Incluso en el ámbito académico se advierte progresivamente su importancia como actores determinantes en la configuración de un nuevo orden global, tanto es así que se habla de un “resurgimiento global de la religión” o “retorno de la religión”.
En efecto, las religiones juegan un rol complejo en los conflictos políticos modernos: son fuente de inspiración de violencia así como de procesos de construcción de paz y promoción del desarrollo humano. Esto se manifiesta, por un lado, en “fundamentalismos religiosos” como el Ma Ba Tha en Birmania, los grupos radicales nacionalistas hinduistas afiliados al partido político Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS) en India, o las organizaciones terroristas como Al-Qaeda y Daesh (ISIS). Por otro lado, líderes y grupos religiosos alrededor del mundo realizan silenciosamente un valioso y arriesgado trabajo en zonas de conflicto, en situaciones extremas de violencia y pobreza, en lugares golpeados por catástrofes naturales, en transiciones post-conflictos hacia gobiernos estables. Incluso están presentes allí donde el Estado está ausente o en zonas donde la violencia es perpetrada por el mismo Estado. En estas situaciones muchas comunidades religiosas realizan grandes contribuciones en ayuda humanitaria, generando procesos y acciones creativas de desarrollo comunitario, involucrándose en procesos de peace building, de transformación de conflictos, de reconciliación y de justicia transicional.
Ante un orden mundial globalizado, interconectado, crecientemente multipolar y multicultural, las comunidades religiosas se han transformado en actores trasnacionales y globales, generadoras de soft power, capaces de aportar propuestas alternativas e involucrarse en el ejercicio de una diplomacia multi track, liderando, tanto desde la base como en los altos niveles políticos, procesos de construcción de paz, prácticas de entendimiento mutuo y de diálogo interreligioso e intercultural.
La “presunción de Westfalia” y el “mito de la violencia religiosa”
Este proceso de “retorno de la religión” a la escena global y pública en distintos niveles –local, nacional e internacional– desafía dos aspectos centrales de la modernidad europea. En primer lugar, la presunción de que la humanidad, al volverse cada vez más moderna, se tornaría al mismo tiempo más secular, generando la desaparición de la religión. En segundo lugar, la presunción de que la religión y la política tendrían esferas radicalmente diferenciadas en las que las convicciones religiosas se limitarían a la esfera privada e intimidad de las personas, sin influir en la esfera pública política. A estas premisas se refiere Scott Thomas con la expresión “Westphalia presumption” (la presunción de Westfalia).
La Paz de Westfalia (1648), junto con el sistema de Estados-nación seculares que como consecuencia se consolidó, han sido considerados por muchos internacionalistas como una solución a la intolerancia, la guerra, la devastación y la agitación política generada por las “guerras de religión”. De este modo, la teoría de las relaciones internacionales ha considerado al secularismo (entendido como exclusión, neutralización, privatización y marginalización de las creencias religiosas) como un elemento esencial para el desarrollo de la moderna política internacional, a fin de garantizar el orden y la seguridad.
Recordemos que el sistema actual de las relaciones internacionales tuvo su origen en una serie de tratados firmados en la región de Westfalia en 1648, tras un siglo de conflictos religiosos y políticos en Europa Central que condujeron a la “Guerra de los Treinta Años” (1618-1648), en la que murió cerca de un cuarto de la población europea en combate, por enfermedades y por hambre.
Conforme a Scott Thomas, esta experiencia de enfrentamientos selló la impresión general de que, en las relaciones internacionales, “cuando la religión es llevada a la vida pública, doméstica o internacional, inherentemente causa guerra, intolerancia, devastación, agitación política, y quizá el colapso del orden internacional” (Thomas; 2005:73) y por esto mismo debe ser excluida de las relaciones internacionales. Simultáneamente fueron conformándose una multiplicidad de unidades políticas autónomas. La Paz de Westfalia condujo a un acuerdo práctico que tuvo en consideración estas dos notas esenciales: la diversidad confesional y la multiplicidad de unidades políticas.
Con la expansión colonial de los Estados europeos, el sistema de Westfalia se extendió por todo el mundo como marco neutral para el desarrollo de un orden internacional que, centrado en el Estado, abarca a múltiples sociedades, civilizaciones y regiones diferentes, independientemente de sus respectivos valores (Kissinger; 2014).
Sin embargo, es necesario hacer dos precisiones. En primer lugar, como afirma Oliver Roy, el Estado que surgió en Westfalia no era secular sino confesional, al establecer el principio cuius religio, eius religio, por el cual los habitantes de un Estado debían seguir la religión del gobernante y las minorías religiosas sólo eran toleradas cuando estaban protegidas por un tratado internacional. De este modo, la Paz de Westfalia generó el proceso de territorialización de la religión y la correspondiente confesionalidad de Estado, nación y pueblo. A partir de entonces, cada Estado moderno dentro de su territorio fue definido por su confesión: católica, anglicana, luterana, calvinista, ortodoxa. En segundo lugar, aunque el conflicto entre religiones en Europa fue la expresión de auténticos desacuerdos teológicos, también influyeron las élites gobernantes que utilizaron la capacidad de las tradiciones religiosas para generar cohesión social y movilizar alianzas con el fin de extender los límites territoriales de su poder y constituir el Estado-nación como unidad política. Esta perspectiva invierte la narrativa tradicional en la teoría de las relaciones internacionales, al sugerir la posibilidad de que las guerras de religiones no fueron los hechos que motivaron el nacimiento del Estado moderno, sino que fueron el medio por el cual se estableció el sistema internacional, centrado en el Estado-nación. A esto se refiere el teólogo norteamericano William Cavanaugh con la expresión “the myth of religious violence” (el mito de la violencia religiosa): las guerras sucedidas durante el período 1550-1650 no fueron esencialmente por causas religiosas sino para lograr el crecimiento del poder del Estado, que tuvo lugar al margen de la religión y llegó incluso a dominarla. Así, según Cavanaugh, sobre el “mito de la violencia religiosa” se legitimó la fundación de los Estados nacionales liberales y la separación entre lo religioso y lo secular en la esfera privada y pública, respectivamente.
En la actualidad, pareciera retornar la afirmación de que la religión es causa de conflictos. Sin embargo, el Institute for Economics & Peace publicó en octubre de 2014 un informe sobre “Paz y Religión” en el que pareciera confirmar la tesis de Cavanaugh: de los 35 conflictos armados analizados durante 2013, la religión no es una causa en 14 de ellos, lo cual representa el 40%. Al mismo tiempo, advierte que en ninguno de los 35 conflictos analizados la religión es la causa principal de los mismos, y que en un 67% aparece junto a otras tres o más causas que prevalecen sobre la religión, como puede ser la oposición a un determinado gobierno, a un sistema económico, por diferencias ideológicas, sociales, políticas o identitarias (IEP; 2014:6).
Hacia un “diálogo de civilizaciones”
El sistema internacional, nacido en Westfalia, pareciera encontrarse ante dos grandes desafíos: por un lado, redefinir su legitimidad en una era post-secular; y por otro, reconfigurar un nuevo sistema de balance de poder, creando las herramientas necesarias para garantizar la gobernanza mundial.
Henry Kissinger, en su último libro World Order, advierte que el orden establecido y proclamado como universal por los países occidentales se encuentra en un punto de inflexión porque no hay consenso sobre su aplicación; en efecto, conceptos como democracia, derechos humanos y derecho internacional invocados por las partes en conflicto son entendidos a partir de distintas interpretaciones, a veces incluso contradictorias. Como consecuencia, las reglas del sistema se han promulgado, pero no tienen eficacia: “El resultado no es sólo un poder multipolar sino un mundo de crecientes realidades contradictorias”, escribe (Kissinger, 2014:365).
Por otro lado, el investigador Fabio Petito afirma que “Hoy son cada vez más numerosos los que sostienen que el diseño de la futura estructura normativa de la sociedad global del siglo XXI –tema normativo central para las relaciones internacionales post-bipolares después de la reciente crisis económico-financiera global– no estará completa si no integra las éticas sociales de las grandes tradiciones religiosas y culturales del planeta. En otras palabras, si la estructura normativa de la futura coexistencia global quiere ser realmente universal, no puede ser sólo liberal y centro-occidental. Un verdadero universalismo (…) no requiere la neutralización de las religiones, sino una sustancial y realista concepción de su presencia en la política internacional” (Petito; 2009: 40).
En efecto, Petito sugiere un “diálogo de civilizaciones” para la conformación de un nuevo orden global multicultural y de paz, que debería presentar tres notas esenciales: la multipolaridad en la distribución del poder; el desarrollo de un Ius Gentium intercultural, como estructura normativa; y un concepto comprehensivo de paz, construido a través de la promoción de políticas y prácticas globales de entendimiento intercultural en niveles tanto locales como internacionales.
Esta concepción, por un lado, exige a las comunidades y líderes religiosos mayor apertura y preparación para poder dar su aporte concreto, efectivo y esencial. Y demanda que los Estados y la disciplina de las relaciones internacionales se aproximen a las religiones y a las comunidades religiosas concibiéndolas ya no como un mero fenómeno cultural, sino como un elemento estructural de la actual escena política global y como fuentes generadores de soft-power.
Desde este cambio de perspectiva, las comunidades religiosas –por estar muchas de ellas en la base de la sociedad– pueden contribuir en el diseño de la política exterior de determinadas materias, por ejemplo en relación al crimen organizado, la pobreza y el desarrollo sostenible; la promoción de una diplomacia preventiva, potenciando la capacidad de las comunidades religiosas de generar confianza, compromiso y cohesión social en sociedades fragmentadas; y afianzar plataformas relacionales sostenibles que posibiliten el desarrollo humano.
De este modo, entendiendo la paz como un proceso creativo en el que cada actor es parte legítima e imprescindible, se pueden generar nuevas prácticas transversales de cooperación en pos de fines comunes, y ser juntos –como nos invita el papa Francisco– “artesanos de la paz”.
La autora es abogada, docente y asesora en Diálogo Intercultural e Interreligioso.