Reseña de Vivir Venecia, de Abel Posse (Buenos Aires, Emecé, 2016).
El género de las memorias constituye un universo, y como tal tiene sus infinitos matices. Así, Confieso que he vivido, declamó en tono intimista Pablo Neruda al pasar revista a los avatares de su agitada existencia terrena, durante la cual fue cónsul ante la República Española. En Memorias de la casa muerta, Dostoievski muestra cómo su confinamiento en Siberia le significó un enriquecimiento moral. A su vez, en Mis primeros ochenta años, Carlos Ibarguren sintetizó sus ideas nacionalistas y conservadoras y su dilatada vida pública con un aire optimista.
El lector avisado sabe que estos títulos alegados a modo de ejemplo podrían multiplicarse, alguna vez impulsados por los vientos de la vanidad personal. En efecto, los publicistas, intelectuales, escritores, políticos, artistas y quienes consideran haberse hecho merecedores de reconocimiento por parte de sus paisanos o simplemente quieren brindar un testimonio, suelen ceder a la tentación de echar una mirada hacia el pasado, en ocasiones con un sentido de consciente o inconsciente autojustificación.
Más allá de los relatos personales, los informes de los diplomáticos, que durante años acumulan polvo reservados bajo siete llaves en las cancillerías, suelen carecer de interés y presentan un tono aburrido. Sin embargo de vez en cuando aparecen salpimentados con informaciones y comentarios sabrosos y reveladores. No hace falta decir que, en estos casos, cuando trascienden con el rótulo de la famosa y tantas veces ansiada “desclasificación”, se remueve el avispero.
Las memorias de los embajadores son un subgénero propio dentro de esa añeja y humana costumbre de contar la propia existencia, que a veces revelan intersticios inadvertidos que permiten leer mejor la realidad. Sir Samuel Hoare escribió Misión en España como testimonio de su delicado quehacer diplomático representando a Gran Bretaña durante el primer franquismo que, como no podía ser de otro modo, Serrano Suñer calificó gruesamente de panfleto infame. Acaba de publicarse en armenio la historia del embajador norteamericano en el imperio otomano Henry Morgenthau, conocido por su denuncia del primer genocidio de los tiempos modernos.
Muy entretenidas de leer son las memorias de Carlos Ortiz de Rozas publicadas bajo el nombre de Confidencias diplomáticas, donde reverbera su reconocido señorío, junto a una versación y un elogiable empeño en el manejo de los intereses argentinos.
En 2015, con la coordinación de Vicente Espeche Gil y Estanislao Zawels se publicó Fin de misión. Entretelones de la Diplomacia Argentina, oportunamente reseñado por Norberto Padilla en CRITERIO, donde se recogen numerosos (y desiguales) relatos de un florido ramillete de titulares de representaciones argentinas en el exterior. Los embajadores convocados reseñan su servicio al país en tierras extrañas, aunque hay que reconocer que la lectura deja en más de un caso un cierto regusto de amargura, al comprobar que tantas buenas iniciativas han quedado abandonadas por sucesores escasamente afectos a continuarlas.
Las expresivas páginas de Vivir Venecia presentan la apariencia de ser las memorias fragmentarias del cónsul argentino Abel Parentini Posse durante el sexenio 1973-1979, pero desde luego que son algo más que un informe descriptivo de aconteceres políticos, culturales o administrativos, que en ellas ocupan un lugar ciertamente secundario. El motivo reside en que no es esa la intención del autor. En primer lugar porque el protagonista no es aquí el console generale ni su función, sino la ciudad misma. Es la Venecia que sigue fascinando con sus inefables encantos también a los habitantes de la posmodernidad, un estadio donde parece esfumarse el gusto por el pasado y el gozo estético y donde el ornato que confería todo un sentido a la existencia ha sido tantas veces reemplazado por una pueril practicidad, dejando al hombre huérfano de belleza, también de trascendencia.
No hay sin embargo en estas páginas, como podría esperar algún desprevenido lector, una descripción al menos explícita de vaporetti, canales y callejuelas, del pintoresco carnaval, del barroco refulgente de Santa María della Salute, del enigmático Ponte dei Sospiri, del señorial Palacio Ducal, ni siquiera de la emblemática Piazza San Marco y su inconfundible campanile. No es que falte en el libro ese áureo escenario, sino que permanece como un casi imperceptible y callado soporte, pero también con toda su tremenda carga histórica y cultural. Es verdad que el lugar en la obra es casi sólo un telón de fondo, pero también es verdadero protagonista.
En estas memorias venecianas, Posse regala su talento de autor consagrado con unos justos títulos en el rico panorama de la literatura argentina contemporánea, porque el lector disfruta de la belleza de su escritura. Pero también, y sobre todo, su genio se deja sentir en el fluir de una prosa transida de la sutil sensibilidad del escritor, donde emerge en toda su hondura el acontecer humano, recorrido desde las cosas más pequeñas a las más grandes, y con los tornasoles existenciales de sus luces y sus sombras. Los personajes aparecen y desaparecen sucesivamente a lo largo de varias decenas de breves capítulos, pero la ciudad está ahí siempre presente. Venecia, siempre Venecia.