
La Tempestad es la última tragicomedia escrita por William Shakespeare, en 1611. Durante enero y febrero pasados, una compañía de actrices, en su mayoría británicas, puso en escena una muy audaz interpretación en el teatro St Ann’s Warehouse, en Brooklyn. Varios aspectos de esta versión merecen destacarse en estos días en que las mujeres, por razones variadas, atraemos buena parte de la atención pública. Mi intención no es abundar en cuestiones capitales, que monopolizan el tema ahora, como la violencia de género o los derechos de la mujer. La obra logra poner en evidencia atributos y cualidades femeninas, que aparecen en los roles masculinos interpretados por once actrices, en esta peculiar versión de La Tempestad, un drama, en el que todos los personajes (salvo Miranda) son hombres.
Es un espectáculo de dos horas sin intervalo y con bajo presupuesto en escenografía y vestuario. La acción tiene lugar en un cubo rodeado de alambre tejido para simular la cárcel y el escenario es un cuadrilátero rodeado de gradas con sillas de oficina. Apenas un catre y una mesita con su silla son el mobiliario, carcelario y monacal. El resto de los objetos son materiales descartables que activan la fantasía del espectador. Incluso el público interviene activamente para iluminar con linternas el memorable parlamento final de Próspero. Menciono estos aspectos porque la excelencia de esta versión de La Tempestad se debe solamente a la performance de once mujeres. La talentosa Harriet Walter, de 66 años, encarna un Próspero maduro, más sufriente y empático que en otras oportunidades. El vínculo con Miranda, su hija, no tiene la exigencia de la ley paterna, sino el amor de las entrañas, que es maternal. Calibán el salvaje, mitad monstruo, mitad hombre, suscita más risa que temor. Atrapado en sus instintos, no es domesticable ni educable. Al final, Próspero le perdona sus traiciones y lo acepta como es.
Pero lo más destacable de esta magistral versión es otra cosa. En el lugar de una isla desierta, la acción se desarrolla en una cárcel de mujeres. Esta circunstancia le agrega un plus, que la versión original no tiene. ¿Por qué una cárcel de mujeres? La puesta –dice Harriet Walter al comenzar– es en memoria de Hannah Wake, quien en 1981 participó de un robo armado a un banco. En ese momento, tenía una hija de once meses. El delito, que tuvo motivaciones políticas, terminó con tres muertos. Si bien Hannah tuvo un papel secundario pues conducía un camión, recibió, y con justicia, la condena más dura. Su actitud durante el juicio fue contestataria y desafiante, mostró una total ausencia de remordimiento, nunca dolor ni arrepentimiento por sus actos. Además, pretendió la absolución por tratarse de un delito políticamente motivado. “En aquel entonces”, resuena Wake, en la voz de Harriet Walter, “yo era radical, mi mundo era blanco o negro”. Por todo esto, el tribunal le dio la sentencia más larga: 75 años. ¿Por qué, entonces, recordar a esta mujer? En 35 años, Wake reformó su vida y su conciencia. Estudió dos carreras mientras cumplía su condena y, según el testimonio de otras reclusas ya libres, las había ayudado a liberarse del resentimiento, a tomar conciencia de sus actos pasados y a intentar reformar sus mentes y sus corazones. Curiosamente, Hannah Wake confiesa haber transitado su desierto carcelario en compañía de las obras de Shakespeare, que eran el tema principal de las clases de literatura que impartía a otras mujeres de su condición. La principal lección fue el balance, la moderación y la empatía.
La Tempestad es una mezcla de tragedia y comedia, cuyo cenit es el discurso final de Próspero, que depone sus poderes y su magia, pide perdón y perdona a todos sus enemigos (que le habían arrebatado el trono y atentado contra su vida y la de Miranda, su hija). Abandona su estrecho mundo de ensoñaciones en el que estaba atrapado y, al final, pide clemencia al público. Como Hannah Wake, se libera del peso de sus culpas y del yugo del resentimiento, recupera el trono perdido y sella el vínculo con su más odiado enemigo a través de los esponsales de Miranda con el hijo de su adversario. Después de 35 años, Wake sale de su encierro y vuelve al mundo del que fue expulsada por la misma comunidad que hirió con sus actos. Esa misma comunidad que la condenó y encerró, la recibe nuevamente. En la voz de Harriet Walter, Hannah admite el remordimiento por actos que no se pueden des-hacer y se pregunta si es posible el perdón.
Hoy las mujeres estamos en el candelero con marchas, reclamaciones y reivindicaciones, en su mayoría positivas y acertadas. Esta original puesta en escena de La Tempestad, que traslada el drama a la cárcel, aún siguiendo el parlamento original en inglés antiguo, es un muy logrado homenaje a la mujer por varias razones.
Primero, una compañía de mujeres interpreta magistralmente personajes masculinos, cuando en el siglo XVII era al revés: los actores interpretaban los pocos roles femeninos previstos por Shakespeare. Virtudes tradicionales como la compasión, el desapego y la abnegación son exhibidas en el drama, no menos que la tan mentada inteligencia emocional, que es tan vieja como Esquilo y Sófocles, y que Shakespeare conocía muy bien. Estas, y otras cualidades, recrean la fisonomía de los roles masculinos, que ellas ejecutan. Esta extrañeza es el toque hilarante de la obra, pero el valor agregado está en que los héroes de Shakespeare muestran su lado femenino y mudan en heroínas.
Segundo, la memoria de Hannah Wake no debe mal interpretarse. La obra no pretende elevarla a ejemplo de nada, pero es uno de esos pocos casos de criminales que se reformaron y sirvieron a otros a transitar el camino del cambio. Después de 35 años, obtuvo el recurso de la clemencia del gobernador de Nueva York porque había dado sobradas muestras, a través de tareas de ayuda social, de que podía reinsertarse y cumplir un rol valioso en la sociedad. Su atributo decisivo fue la capacidad de superar un pasado abyecto y vergonzoso.Es justo recordar su caso porque, como el Próspero de La Tempestad, el final de su historia fue el remordimiento y el perdón. En el caso de Hannah, se trata de un perdón público e institucional, que merece destacarse como diferente al perdón interpersonal. Este último exige un grado importante de intimidad, mientras que el primero necesita de la mediación institucional. Cuando extrapolamos el perdón al plano público, tendemos a asociarlo con la amnistía o el indulto que, mal administrados, son “formas abusivas del olvido”, según Paul Ricoeur. En este caso, el perdón público alude a algo distinto.
Tercero, cuando dañamos a otros o herimos a toda la comunidad a la que pertenecemos (como en el caso de homicidio), el perdón es el único remedio que intenta des-hacer lo hecho. Se trata de una instancia superadora que de ningún modo reemplaza a la justicia retributiva, que busca reconstruir un orden vulnerado o una armonía perdida. El perdón no hace desaparecer el crimen, pero intenta desatar los lazos de hierro que sujetan al ofensor con ese acto del pasado. Sea público o privado, lo decisivo es que el perdón depende de los otros, no de nosotros mismos. Por el recurso a la clemencia, la misma sociedad que la había condenado y expulsado le dio un voto de confianza y le aseguró que su vida no quedaría estancada en ese crimen pasado, sino que podía darle un golpe de timón y empezar de nuevo (aunque no “de cero”).
La Tempestad en prisión le imprime un sello femenino a roles netamente masculinos e ilustra la resiliencia de todo ser humano, encarnada en la historia de Hannah Wake. Además, el desenlace de su derrotero hace que su historia pueda ser elevada a caso ejemplar de perdón público.
“El canto de Ariel”, el espíritu travieso bajo las órdenes de Próspero, es un fragmento inspirador de La Tempestad, que alude precisamente a las muertes y a los renacimientos, los cambios y las transformaciones que el mar (o la cárcel, o los desiertos de la vida, o el paso del tiempo) puede provocar: “A más de cinco brazas tu padre hundido está; sus ojos son ya perlas y sus huesos coral; la arcilla de su cuerpo las olas cambiarán en objetos preciosos de riqueza sin par”.