Criterio 90 años. Comprender el Concilio

El papa Pío lo pensó, el papa Juan lo convocó y el papa Pablo lo realizó. El 25 de enero de 1959, Juan XXIII pronunció un discorsetto ante los cardenales que produjo el mismo efecto que el anuncio de la renuncia de Benedicto XVI del 11 de febrero de 2013: ambos dejaron un tendal de curiales boquiabiertos y estupefactos. La noticia de convocatoria del Concilio Vaticano II tuvo una enorme repercusión en todo el mundo.
Las primeras reacciones percibieron su importancia. El cardenal Montini anunció que iba a ser el más grande que la Iglesia jamás hubiera celebrado en toda su historia. No imaginaba que esa grandeza iba a estallar en sus manos. El patriarca ortodoxo griego de Antioquía lo describió ecuménicamente, como una ocasión para que la Iglesia romana volviera al redil de la cristiandad.
La reacción de los protestantes fue disímil, precisamente por su variedad de denominaciones. Pero algunos fueron mucho más entusiastas que algunos católicos. Para más datos, un argentino, el metodista José Míguez Bonino, adalid de la Teología de la liberación a nivel mundial, fue invitado como observador, suscitando la atención de las Iglesias cristianas. Los anglicanos reaccionaron como corresponde, con flema británica. Otros partícipes laicos argentinos fueron Juan Vázquez y… Margarita Moyano Llerena. ¡Una mujer en una reunión de más de dos mil quinientos hombres! Toda una novedad.
Los judíos no se interesaron demasiado, tradicionalmente centrados entonces en un cierto etnocentrismo. No era un asunto de ellos, y los que lo hicieron fue por motivos políticos, como el Estado de Israel, ávido de un reconocimiento por parte de la Santa Sede…hasta que se dieron cuenta del impacto que podía representar un cambio en la percepción de las mutuas relaciones. Había que cincelar una nueva menorah. Comenzaba el fin de la cultura del menosprecio.

Se dice de mí

Las agencias internacionales de noticias y los grandes diarios y revistas como Time o Newsweek cubrieron adecuadamente la demanda social generada por un acontecimiento tan novedoso (los concilios eran algo desconocido o casi olvidado por el gran público). Sin perder tiempo, destacaron corresponsalías más o menos permanentes en la ciudad eterna, donde se instaló un servicio informativo desde 1961, incluso antes de la primera sesión. Previas a la apertura ya esperaban ansiosamente más de mil acreditaciones.
Pío IX prohibió bajo secreto a los participantes cualquier información de los trabajos conciliares en el Vaticano I, y en el II rigieron normas similares, aunque menos estrictas. Pero esto no sería obstáculo para que la comunicación fluyera en abundancia, tal vez en sobreabundancia. Un suelto de CRITERIO se quejaba en 1963 (“No estuvo bien publicarlos”) por un artículo de Informationes Catholiques Internationales que revelaba los resultados de una reunión de obispos y peritos argentinos de carácter privado.
La verdad es que la noticia-bomba lanzada por el papa Juan pasó un tanto desapercibida en la Argentina, incluso en la Iglesia local, o al menos careció de un visible alto impacto. Los pocos que acusaron recibo, sobre todo si la novedad los había sorprendido en la madurez de la edad, lo hicieron a la defensiva, como atajando el cambio que se intuía.
En cuanto al propio trámite conciliar, no es que los grandes diarios no le dieran importancia a la labor más recatada de los circoli minori, pero su contenido era demasiado técnico para lectores del común. Por este motivo demasiadas veces estaban atentos a los títulos restallantes sobre tópicos como el celibato, el latín o la píldora, que no representaban temas sustanciales para la genuina realidad conciliar. En la prensa periódica el Concilio quedó muchas veces maniqueamente reducido a la guerra entre preconciliares y conciliares.
Entonces, ¿cómo se informaban los católicos argentinos de tamaño acontecimiento? En el momento de convocatoria del Concilio, la prensa católica internacional exhibía lozanas expresiones como La Croix en París o El Catolicismo en Bogotá, pero en el país estaba de capa caída. Casi no existían periodistas profesionales especializados y con una formación específica como en otras geografías, por ejemplo, René Laurentin en Francia, José Luis Martín Descalzo en España y Francis Murphy (Xavier Rynne) en los Estados Unidos.
El mítico diario El Pueblo, lejos ya de antiguas glorias, dejaba oír justo en el momento de la convocatoria sus últimos estertores, hasta desaparecer definitivamente. Solamente Esquiú, en su línea sucesoria, garabatearía sus primeras letras a partir del siguiente año. No existían ni Zenit, ni Aciprensa ni Rome Reports, mucho menos EWTN ni Canal 23. En cambio Aica (Agencia Informativa Católica Argentina), fundada durante la Revolución Libertadora, ya hacía rato que había comenzado a llegar a las mesas de los obispos, luego de la traumática experiencia de la prensa clandestina de los panfletos. Durante el Concilio varias naciones establecieron oficinas de prensa. La conferencia episcopal se había adelantado a otras en este punto.

Me están cambiando la Iglesia

No faltaría, desde luego, la mejor buena voluntad. Pero, a la hora de la sinceridad, hay que decir que el aporte de las iglesias particulares de la Argentina no fue algo ponderable. Cuando Pablo VI le preguntó a Manuel Menéndez, obispo auxiliar de Buenos Aires y luego ordinario de San Martín, por la baja perfomance de los obispos argentinos en el Concilio, éste le contestó que no tenían tiempo para estudiar. La verdad es que muchos, desconfiados ante un cambio que se les antojaba riesgoso (y el tiempo mostró que hasta cierto punto no les faltaba razón), oscilaban entre el desconcierto y la desorientación.
No era el único caso, y es conocida la anécdota: cuando le preguntaron a Juan XXIII por qué un concilio, respondió que no lo sabía muy bien, pero acercándose a una ventana expresó que, en todo caso, al abrirla entraría aire de refresco. No fue el viento del Espíritu solamente; entró una tormenta. La situación se agravó y se convirtió en un parteaguas, porque los espíritus más ganados por el deseo de un cambio (la palabra paradigmática de los sesenta) extremaron las interpretaciones de la nueva instancia, y se desató un cierto festival infantil y desaforado que se adueñó de muchos espíritus tan inquietos como irreflexivos. Esto sólo consiguió que las mentalidades de talante más prudente, pero también más temeroso y conservador, se parapetaran férreamente en la defensa de lo de siempre, que aunque reflejaba una pátina, era lo seguro. Es lo peor que puede pasar en tales circunstancias. En el medio, el pueblo fiel, sobre todo quienes habían vivido toda una vida en el ancien régime, tampoco acertaban a discernir el curso de los acontecimientos. No menos desconcertada que los cardenales, “Doña Rosa” católica rezaba a la Virgen de las Angustias: me están cambiando la Iglesia de siempre. Era la grieta católica.
En ese panorama un tanto agrisado, atravesado de incertidumbres, también de esperanzas, se encendió una luz en esas horas borrascosas pero llenas de promesas. Gustavo Franceschi, había muerto el 11 de julio de 1957, después de haber ejercido brillantemente durante un cuarto de siglo la dirección de CRITERIO. De Manuel Fraga Iribarne decían los españoles que tenía el Estado en la cabeza. Franceschi tenía a la Iglesia en la cabeza, en su corazón, en sus vísceras. La pensó, la sintió, y sobre todo la amó. Expresó lo genuino de la Iglesia católica de su tiempo, con sus más y sus menos. Pero ahora empezaba otra historia. No era fácil ni sencillo suceder a alguien así, de ese porte intelectual, de ese calado humano, de ese rango espiritual. Jorge Mejía lo pudo hacer. Franceschi murió, puede decirse, en sus brazos. Él le había suministrado el Santo Viático (hoy, unción de los enfermos) en su entrega definitiva al Padre.

El hombre y su circunstancia

El servicio de Mejía a CRITERIO y a través de él a la Iglesia y a la sociedad tiene aristas muy diversas, pero la comunicación del Concilio a los fieles cristianos de su patria adquirió en ese peculiar panorama una singular importancia. Aireándola fuera de la academia, Félix Luna hizo inteligible la historia nacional a los argentinos; Jorge Mejía hizo lo propio con el Concilio. El Vaticano II marca un punto de inflexión en la Iglesia como para la nación lo fue la Constitución. Recorrer el material doctrinal e informativo de la revista en los años conciliares causa la admiración que sólo puede suscitar un verdadero monumento al bien, la verdad y la belleza.
Mejía fue como Ratzinger, como Congar, como de Lubac, protagonista durante tres años y medio, siendo miembro del cuerpo de los periti, de la magna asamblea donde se revisó toda la pastoral de la Iglesia contemporánea. Las “Crónicas de la vida de la Iglesia” o “Crónicas conciliares” constituyen un precioso testimonio donde el perito y periodista puso en blanco y negro una compleja (y ciertamente por ello nada fácil de describir) realidad eclesial. Mejía fue el cronista del Concilio en el escenario local y no sólo para los católicos argentinos. Sin embargo, sus textos apenas merecen una breve nota en las sabrosas memorias del cardenal, aunque después fueron reunidas en un volumen.
A través de sus trazos llenos de sabiduría, realismo y amor a la Iglesia, el notable biblista logró que, al leerlos, los argentinos se sintieran transportados al aula conciliar. En las crónicas, el Concilio reconoce su realidad más viva, con el vigor de toda su carnalidad y su sobrenaturalidad, sin eufemismos. Es que Mejía, sin ser indiscreto, muestra en este oficio de escribano de la realidad, la misma sensibilidad que Bergoglio: no le gusta barrer la tierra debajo de la alfombra. Allí estaba la Iglesia en estado puro, retratada con el gracejo de su personalísimo peculiar estilo.

Un reservorio documental

Están las intervenciones de los padres conciliares, abundantes, y discursos de otros protagonistas, además de las traducciones de los instrumentos de trabajo y de los textos finales, donde las fuentes son inmediatas y directas. Pero están también los editoriales de la revista –émulos de aquéllos míticos de Franceschi–, de propia factura del cardenal Mejía, las pastorales de obispos tanto argentinos como extranjeros, las declaraciones de conferencias episcopales.
No fue la revista solamente un repositorio de documentación oficial. Una recorrida por las firmas plurales que refulgen explicando, vertiendo opiniones, desentrañando la hondura y riqueza del acontecimiento, causa hoy una explicable admiración. Hay que tener en cuenta que en otros ámbitos era muy difícil conocer este pensamiento, porque no había casi otra vía para acceder a estas fuentes. Entre las nacionales, Arturo Paoli, Ángel Centeno y Enrique Dussel. Entre los extranjeros laicos aparecen nombres ilustres como Joseph Folliet y Jacques Maritain, y teólogos y filósofos como Oscar Cullmann, Gregory Baum, Carlo Colombo, Gérard Philips, el mismísimo cardenal Agostino Bea, (artífice de Nostra Aetate), también ortodoxos como Alejandro Kazem-Beck y finalmente los antes nombrados René Laurentin y Míguez Bonino. El panorama no puede ser más rico, más amplio. Pero CRITERIO no se expresaba solamente por unos folios, sino que complementó el papel con jornadas públicas de reflexión en las que participaban colaboradores locales y extranjeros como Charles Moeller, Carlos Floria, Carmelo Giaquinta y Folliet.

Una mirada hacia adelante

Aparte de sus labores periciales, espigando las actas del notario conciliar, desfila la historia, sin maquillajes, no como querríamos que fuera sino tal cual es. El Concilio no es un capítulo de monjas, constata el escriba, siempre realista. No escapa a su mirada la labor del ejército de periodistas: cumple a conciencia su misión, certifica respecto de sus colegas en el oficio. La suya es una visión positiva pero no lo es positivista, de mero registro. Aquí y allá aparecen las agudas, profundas apreciaciones del autor, siempre cum grano salis.
Si algo certifica Mejía, es una promesa adveniente, el nacimiento de una criatura, la luz de dar a luz. CRITERIO estará también presente en el desarrollo de esa nueva andadura histórica. En el simbolismo religioso, la luz es la vida, la salvación, la felicidad. Es el mismo Dios quien se ha revelado como la luz del mundo, el sol de justicia. Ese resplandor es la luz infinita que brilla en Jesucristo.
El Concilio es la menorah, el bíblico candelabro sagrado de oro puro que alrededor de 2500 obispos han cincelado para su mayor gloria, y cuyos siete brazos empiezan a encenderse, uno a uno. Un perito argentino lo contempla en la penumbra del atardecer con una sonrisa. Cuando después de la última sesión se van apagando las luces de la antigua, ajada basílica, una nueva claridad comienza a expandirse por la Iglesia y por el mundo.

El autor es abogado, ensayista y ex decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Austral. 

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