
El film Silencio de Martin Scorsese llevó a la pantalla la novela del escritor Shusaku Endo (1923-1996), que aportó a la literatura desde su condición de japonés y católico. Este libro, calificado en su momento por Graham Greene como “una de las mejores novelas de nuestra época”, acaba de ser publicado en Buenos Aires por Edhasa, en la traducción de Jaime Fernández, quien también escribe el prólogo. Allí explica que Endo, nacido en Tokio, fue en su infancia instruido en la fe católica por una tía y luego bautizado. Cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, estudió literatura francesa, admiró a François Mauriac, Paul Claudel y George Bernanos. Observa el prologuista que “parece desprenderse de las páginas de Silencio la tesis de que el cristianismo no puede echar raíces en el Japón”. Y cita a Endo, para el cual sus connacionales “son triplemente insensibles: a Dios, al pecado y a la muerte”. Pero concluye: “Si el cristianismo es universal, ha de arraigar también en el Japón”. Y advierte que muchos lo consideran “como un simple producto más de la cultura occidental”. Entonces “habría que despojarlo de todo lo occidental, es decir, de lo accidental, para que su crecimiento fuera posible en un país de cultura tan diferente”.
Algunos de los temas centrales de la novela, llevados a la versión cinematográfica de manera tan acertada, se refieren a la inculturación, al martirio y a la apostasía. Sobre esta última, la pregunta que sobrevuela es: ¿cuánto hay de verdadero rechazo de la fe y cuánto de piedad frente al terrible sufrimiento humano infligido a los cristianos en nombre de la nación? Muchos retienen que la fe cristiana encontró nueva linfa y llegó a lejanos lugares gracias al testimonio de los mártires, que no dudaron en entregar su vida antes que renegar de la fe. Otros señalan que Japón en ese momento identificó a las potencias extranjeras, sobre todo europeas (cristianas), como enemigas de su identidad.
Los problemas eran cómo controlar a los cristianos y el comercio con los europeos. En 1612 se les ordenó a los japoneses que negaran el cristianismo. En 1622 fueron ejecutados 120 misioneros y conversos, en 1624 fueron expulsados los españoles y en 1629, ejecutados cientos de cristianos. El catolicismo era visto como un factor desestabilizador y, por lo tanto, perseguido.
Ambientada en ese siglo e inspirada en algunos hechos reales, la novela presenta a dos jóvenes jesuitas portugueses que logran obtener el permiso de sus superiores para viajar a la isla en busca de un antiguo y admirado maestro, de quien corren noticias de que ha apostatado de la fe cristiana.
El crítico literario y jesuita Ferdinando Castelli, de La Civiltá Cattolica, escribía en 1972 que el leitmotiv de la obra de Endo “es sustancialmente uno, pero visto desde diversas perspectivas: la relación entre cristianismo y mentalidad japonesa, entre Oriente y Occidente”.
Endo se sentía profundamente católico, pero observaba que “si la teología cristiana no se hubiera desarrollado desde el tomismo sino desde san Agustín, quizá la situación hubiera sido diferente”. Castelli marca paralelismos entre Silencio y El poder y la gloria de Greene: un thriller impregnado de problemas teológicos. Un tema es clave: como para los existencialistas, si Dios existe y es amor, ¿por qué su dramático silencio? Una pregunta que retorna es: ¿Cuál es el verdadero rostro de Cristo? Ese rostro que uno de los misioneros apóstatas asegura que “no dejé de soñar errante por los montes y después en el calabozo”. El rostro “del Hombre al que quise amar toda mi vida”.
Otra figura emblemática en la novela y en el film es la de Kichijiro, un cristiano débil, borrachín y entregador pero que reiteradamente, sumido en la desesperación, quiere confesarse con un sacerdote para recibir la absolución. Es un personaje detestable, pero a él también lo abarca el rostro de Cristo. Alguien que hubiera podido ser un buen cristiano en tiempos de paz, pero que en la persecución se comporta como un Judas.
“Los budistas japoneses de aquellos años –dice el jesuita Ignacio Pérez del Viso– eran violentos, y los cristianos también. Tanto Jesús como Buda nos dejaron un mensaje de paz, pero las generaciones posteriores los reinterpretaron como mensajes en defensa de la ‘verdad’, lo que llevaba a perseguir al que estaba en el ‘error’. En muchos casos, el de otra religión, otra cultura, otro país, era visto como un peligro para mantener la identidad del propio pueblo. Los misioneros de otros siglos se esforzaban, arriesgando su vida, en evangelizar a los de otras religiones porque una interpretación muy literal de las palabras de Jesús sobre la necesidad del bautismo los llevaba a pensar que los no bautizados no podrían salvarse. El diálogo interreligioso, en particular desde el Concilio Vaticano II, parte del principio de que Dios atrae a todos por caminos que nos son desconocidos. En todas las religiones hay valores que dan sentido a la vida de los creyentes. Dialogamos para conocernos mejor. Dialogamos no para refutar a los otros sino para escucharlos. Siempre encontraremos en los otros ideas, costumbres o ritos que podrán enriquecernos. Además, los creyentes de todas las religiones estamos llamados a trabajar juntos por la paz, la justicia y la libertad. En esa misión ‘social’ existe una misión religiosa. Todas las religiones abren a la persona a lo trascendente, a la Verdad y al Amor. Todas ayudan a escuchar la Palabra de Dios, que resuena con palabras humanas diferentes. No se trata de un sincretismo religioso, acumulando creencias diferentes, sino de un reconocimiento de la igual dignidad de todas las personas, creadas a imagen de Dios.
De manera desconcertante, Endo llegó a creer que el padre Sebastiao Rodrigues comete el pecado de apostasía por amor, porque si cede dejarán de torturar a muchos cristianos, cuyos gritos lo alcanzan en la cárcel. ¿Y cómo había reaccionado Roma cuando llegó antes la noticia de que el padre Cristovao Ferreira, enviado al Japón por la Compañía de Jesús, había sido torturado y había apostatado después de treinta años de ser misionero? A ellos, la tristeza parece acompañarlos hasta el final.
Por su parte, Martin Scorsese, quien se define como un católico no practicante pero muy interesado en los misterios de la gracia, relata haber leído la novela de Endo en agosto de 1989, durante un viaje en tren en Japón, donde había ido a filmar Sueños con Akira Kurosawa, y no dejó de pensar nunca en llevarla al cine. En una reciente entrevista realizada por Antonio Spadaro, dice que le interesa “cómo las personas perciben a Dios, o cómo perciben el mundo de lo intangible; hay muchos caminos y creo que se elige según la cultura a la que se pertenece»” Para él, la clave del cristianismo está en “la idea de la resurrección, de la encarnación, en el poderoso mensaje de compasión y de amor”.