Para cualquier historiador del judaísmo argentino, la actual discusión en Israel sobre la declaración de esta nación como un “país judío” le trae inmediatas reminiscencias. Es que la Argentina, en el siglo XIX, debatió intensamente si explicitar en su ley fundamental, la Constitución por la que a partir de entonces se regiría, un hecho que era indiscutible: que éste era un país católico. Y pese a la fuerte oposición, se decidió expresa y voluntariamente no hacerlo. Vale la pena recordar lo ocurrido en aquel entonces.
La decisión se tomó en dos momentos históricos. En mayo de 1853 delegados de trece provincias, entre las que no estaba incluida Buenos Aires (que por entonces concentraba más de la mitad de la población del país), se reunieron en la ciudad de Santa Fe para discutir una propuesta de Constitución sumamente liberal que un pequeño grupo de representantes había elaborado. La discusión comenzó de inmediato con el artículo 2º, en el que muy sintéticamente se declaraba que “se sostendría el culto católico”. Y el grupo de constituyentes al que denominaremos “católico” fue enfático: no se trataba simplemente de “sostener”, lo que implicaba tan sólo una cuestión de dinero; debía afirmarse taxativamente que la Argentina era un país católico. Mucho menos acordaban con la absoluta igualdad de derechos que se otorgaba para los que profesaban cultos no católicos, ni que a éstos no se les limitara actividad alguna, ni siquiera los empleos estatales, los cargos de gobernadores, diputados, senadores, hasta el de Presidente de la Nación.
Para justificarlos, no olvidemos que estamos refiriéndonos al año 1853, y recordemos que una Constitución de este tipo era impensable por ejemplo para las naciones donde habitaban más del 90 por ciento de los judíos del mundo en aquel entonces. Y sobre todo pensemos que ese sector católico planteaba argumentos muy contundentes. En primer lugar, los precedentes a su favor abundaban, ya que declaraban unánimemente su catolicismo todas las anteriores constituciones que se habían dado las provincias argentinas, como asimismo las de otros países latinoamericanos. Luego esgrimían el argumento representativo: no cabía duda de que si eran consultados, la aplastante mayoría de los argentinos acordaría con asumir el carácter católico para el país. Seguía la argumentación histórica: la diversidad religiosa en una nación se había evidenciado en Europa como motivo de guerras muy sangrientas poco tiempo antes. Y, por último, ante la objeción de la imperiosa necesidad de poblar al país con inmigrantes, planteaban con razón que países católicos como Italia, España, Irlanda, Francia, el sur de Alemania y Austria podían proveerlos y en cantidades más que suficientes.
Curiosamente quien disipó las dudas y volcó la balanza hacia una Constitución liberal y con ello abrió las puertas a “todos los hombres del mundo que quisieran habitar el suelo argentino” fue un joven sacerdote de 28 años llamado Benjamín Lavaysse, representante de Santiago del Estero. Comenzó señalando que su fe católica y su dedicación al sacerdocio eran el centro y fundamento de su vida. Pero que allí no estaba como sacerdote sino como diputado de la Nación y que, como tal, “estoy obligado a pensar lo que es lo mejor para la misma”: abrir las puertas a todos los que quisieran arribar a estas tierras y trabajar y vivir dignamente. Que eso era lo que precisamente planteaban los Evangelios: ayudar a los necesitados. Que como la enorme mayoría de la población era católica resultaba lógico que el Estado solventase ese culto, pero nada más era necesario ya que “la religión, si es la verdadera, no necesita que se la proclame en constituciones ni otra protección que la de Dios”. El enorme peso moral de sus palabras hizo que se aprobara (por escasa mayoría) la total libertad religiosa y de pensamiento en la Argentina. Tan sólo se limitó, a su propuesta, al catolicismo del Presidente de la Nación, y por razones simbólicas: en aquellos años éste designaba a los obispos, y no era lógico que un no católico decidiera quiénes serían los jefes de la Iglesia argentina.
El segundo momento histórico al respecto ocurrió siete años más tarde, cuando en 1860 más de 50 diputados de Buenos Aires discutieron por tres meses si aceptarían la Constitución aprobada en Santa Fe o qué modificaciones propondrían. Fue prácticamente el último día cuando bastante sorpresivamente un diputado católico, Félix Frías, propuso modificar el artículo 2º y proclamar explícitamente el carácter católico del país. Lo novedoso en este caso fue que Frías y los dos diputados que lo apoyaban una y otra vez recalcaron que no se proponían reducir ni uno solo de los derechos de los no católicos, que éstos seguirían en absoluta igualdad con los demás ciudadanos. Únicamente querían que se reconociera lo que para ellos era evidente: que la Argentina era en ese momento y a todas luces un país católico. Y es notable la aplastante mayoría que se manifestó en contra de esta postura, que quizá Domingo Faustino Sarmiento sintetizó: era imposible crear una nación que se asumiera moderna y hoy diríamos democrática si una expresión de este tipo figuraba en su Constitución.
Para finalizar no podemos menos que conjeturar que los centenares de miles de judíos que a partir de 1889 y sobre todo luego de 1924 encontraron refugio en la Argentina, y cuyo destino pudo haber sido tan terrible, tienen tanto que agradecer a quienes tomaron las decisiones constitucionales abiertas y generosas en 1853 y 1860. En particular nos permitimos recordar al sacerdote Benjamín Lavaysse, que muriera a los tres meses de aprobada la Constitución de Santa Fe que tanto le debe. Como si el destino hubiera querido que pese a la enfermedad que lo aquejaba alcanzase a culminar su maravillosa obra.
El autor es historiador.