Pasaron 75 años del fallecimiento del presidente Roberto M. Ortiz acaecido en julio de 1942. Durante dos días, miles de argentinos rindieron honores al Presidente que había renunciado tan solo un mes antes, pero que ya se encontraba mortalmente enfermo y en uso de licencia. La Nación, entre otros matutinos de envergadura y alcance nacional, rescataba en aquella oportunidad no sólo el “don de multitud” del fallecido, sino su aptitud de “viejo demócrata”. El senador Alfredo Palacios, en la Asamblea Legislativa, lo despedía como a uno de los “paladines del civismo” en esa hora crítica del mundo. Pues Ortiz, durante su corto mandato (1938-1940), había dado señales claras de un programa institucional orientado al restablecimiento de la libertad electoral, en el marco de una década en la que el fraude imperó como norma.
Eran años de creciente polarización política y dificultades institucionales. En el exterior, se desarrollaba con ritmo incierto la Segunda Guerra Mundial, en un escenario aún más complejo desde el ingreso de los Estados Unidos en la contienda en diciembre de 1941. Algunos pesimistas, simpatizantes de las democracias occidentales, veían con pesar el declive de los aliados y el triunfo –temporario– de las potencias del Eje. En el plano doméstico, la situación política no sólo combinaba una creciente apatía, debido a la utilización constante del fraude electoral por los gobiernos de la Concordancia, sino también una preocupante anomia, ante la palpitante desconfianza (y desprestigio) de las instituciones republicanas, poco atentas al termómetro popular y socavadas por escándalos de corrupción. El país era gobernado desde mediados de 1940 por el vicepresidente conservador Ramón Castillo –férreo defensor de la neutralidad y del fraude electoral, pero también guardián celoso de los acuerdos que habían despojado del gobierno a Yrigoyen en 1930 y que dejaban sistemáticamente en subrepresentación a las fuerzas opositoras.
Ortiz fue electo Presidente en septiembre de 1937. Pocos pudieron prever que ese corpulento diputado durante la primera administración de Yrigoyen podría llegar al cargo de la primera magistratura. Ese ascenso fue resultado, por un lado, del azar de la vida pública en el período de entreguerras argentino, pero por otro, de un dato de la democratización de la era radical: el arribo de sectores medios profesionales a la vida pública que, vinculados al radicalismo, alcanzaron visibilidad y posiciones. Ortiz combinó cargos partidarios en la primera república radical, con legislativos (en la Ciudad y en Diputados) y en el Gabinete nacional (fue Ministro del presidente Alvear, y luego, de Justo).
Su pensamiento estuvo crecientemente influido por ideas estatistas y nacionalistas, perceptibles en sus discursos y acciones públicas, ya como legislador o como Presidente. En este sentido, su trayectoria ideológica y su diagnóstico sobre los problemas argentinos cruzaron aspectos republicanos y liberales, clásicos en el ideario radical, con nuevas ideas surgidas en ese mundo convulsionado de los años veinte y treinta. A diferencia de otras rutas ideológicas de dirigentes radicales, como la del ex presidente Marcelo T. de Alvear, la creciente complejidad en sus ideas políticas fue perceptible.
Pero su vida combinó la imprevisibilidad con el drama. Luego de 1930, la situación política cambió en el país, y la proscripción del radicalismo primero, y la abstención después, alteraron las reglas de juego en lo que Tulio Halperín Donghi tituló la “república imposible” de los años treinta. Los problemas de legitimidad inherentes al primer golpe de Estado y, después, a los acuerdos fraudulentos, llevaban consigo situaciones de difícil solución.
Ortiz estuvo en el lugar preciso cuando el presidente Agustín P. Justo lo nombró su delfín (luego de la muerte de otros “presidenciables” y con los ojos puestos en su propia reelección). En el Gobierno, el nuevo Presidente buscó reformar el sistema político, terminar con el fraude, y posiblemente, armar un propio partido político con inclusión de los viejos radicales. Pero la tragedia cruzó su vida. Los pensamientos sobre lo que pudo suceder “si Ortiz hubiese sobrevivido” sólo endulzan los oídos de los nostálgicos.
La gravedad de su cuadro diabético lo sorprendió en la primera magistratura y debió alejarse de la Presidencia definitivamente. Su visión empeoró y luego de un año y once meses de licencia –el único titular del Ejecutivo que marcó ese récord– presentó su renuncia definitiva en junio de 1942. Pero el líder ya había cosechado otra marca: fue el único Presidente –hasta el día de hoy– que presentó su renuncia en solidaridad con un Ministro, cuando sintió que su figura estaba salpicada por un escándalo de corrupción. Su agonía y muerte, como las de un héroe trágico, contribuyeron a revalorizar su imagen en la Argentina de la Segunda Guerra por los firmes valores democráticos que profesó.
Tal vez, como señaló con perspicacia Ronald Newton en una reseña al libro de Félix Luna Ortiz. Reportaje a la Argentina Opulenta, el Presidente ciego fue el último vástago de una vieja clase dirigente argentina y de un estilo político. Pero también la última oportunidad de reforma del sistema representativo en el mismo momento en que la revolución de la política de masas se estaba gestando.
El autor es historiador.
Foto: Cortesía del Archivo General de la Nación, Dto. Doc. Fotográficos, Buenos Aires, Argentina.
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Join discussionY luego vino el diluvio populista, peronista y fascista que hasta hoy lo sufrimos, Señor ten piedad de nosotros tus hijos en Argentina.