
Críticas de teatro: Umbrío de Josep M. Miró (Traducción Eva Vallines. Sala Cunill Cabanellas, Teatro San Martín) y de El avaro de Molière (Adaptación Corina Fiorillo en el Teatro Regio).
La sala más pequeña del Teatro San Martín reabrió sus puertas con el estreno mundial de Umbrío (2014), del dramaturgo y director catalán Josep Miró, de quien ya conocimos en el 2014, y en este mismo ámbito, El principio de Arquímedes, obra que, luego en distintas salas, se mantuvo largamente en cartel al igual que Nerium Park, todavía en escena en la Sala Timbre 4.
Fiel a su modo de entender el teatro –“mirar el mundo” y “contarlo”, plantear interrogantes sin resolverlos– el teatro de Miró pone el foco en algunas cuestiones que, a su entender, derivan del triunfo de un capitalismo salvaje que deshumaniza las relaciones interpersonales, tanto laborales como familiares. En este texto la mirada se centra en una joven pareja –económicamente sólida– y con una única hija, que ve invadida su intimidad de distintas maneras por seres ajenos al grupo familiar. Algunos surgen de vínculos del pasado –como Toni– y otros del presente –la vecina Olga y el adolescente Lucas– pero en todos los casos estas presencias activan facetas ocultas y oscuras de los protagonistas –a las que alude el título–, que salen a la luz de manera gradual pero sin provocar la resolución de los conflictos planteados: el vacío existencial, la incomunicación, la insatisfacción amorosa, la ambición desmedida, la pérdida de la intimidad. La ambigüedad de situaciones y dichos y la crispación que alterna con la violencia velada pero creciente de las siete escenas que conforman la obra generan en el espectador una tensión constante que va virando al miedo y, por momentos, al terror. De allí el calificativo de thriller psicológico que se le puede aplicar al texto, que desanda el camino que Julia y Rafael recorren cuando lo cotidiano se les vuelve extraño, cuando para no dejar caer sus máscaras deben enredarse en mentiras y manipulaciones que revelan la hipocresía de sus vidas.
La puesta de Luciano Suardi –primera vez que el autor no dirige un estreno propio– logra eficazmente sostener el suspenso y comunicar la perturbación que genera el texto en el receptor. Esto se consigue, ante todo, mediante la marcación actoral de un elenco que responde de manera sobresaliente: Eleonora Wexler y Alejandro Paker en los roles protagónicos y William Prociuk, Gaby Ferrero y Pedro Merlo en los secundarios. La propuesta escenográfica de Rodrigo González Garillo subraya los borrosos límites entre lo público y lo privado mediante un enorme ventanal que avanza hacia la sala, para que los espectadores –reduplicando lo sucedido en la intriga– también se conviertan en “espías” de la intimidad de la pareja. Una pequeña ventana lateral, que se abre al cuarto siempre iluminado de la hija, se añade para permitir el juego en espejos del mirar a escondidas y ser mirado. La iluminación y el decorado minimalista –dentro del que se destaca un sugestivo retrato de una mujer vendada que se toma la cabeza dolorida– se conjugan para recrear el lujoso y aséptico departamento cuya marcada luminosidad no alcanza a disipar las sombras que hostigan a los personajes y que también terminan por turbar al espectador ante la falta de certezas.
Complacer al público pero fustigando vicios es lo que se propone Molière cuatro siglos antes en una de sus más célebres y logradas comedias de caracteres y costumbres. Apelando a recursos de formas teatrales prexistentes que supera –como la farsa, la comedia de intriga y la comedia dell’arte–, el autor censura los vicios más frecuentes de su época, dando prueba de un fina capacidad de observación de la naturaleza humana. El avaro es una de las comedias donde la comicidad surgida de la ridiculización se da de manera más intensa mediante el uso marcado de recursos farsescos. Además de la mezquindad extrema y sus efectos en las relaciones interpersonales, aparecen otros temas recurrentes en el teatro de Molière: el autoritarismo egoísta y la falta de sensatez de los padres frente a las decisiones de los hijos, el sentido común e iniciativa de los criados frente a la tozudez de sus amos y la hipocresía. Si bien triunfa la verdad y la razón sobre la avaricia del protagonista, éste no recibe castigo alguno, por lo que el tono de la crítica se atenúa con respecto a comedias anteriores.
Corina Fiorillo –casualmente responsable de la dirección de las dos obras de J. Miró que precedieron al estreno arriba comentado– encaró el desafío de montar este clásico. Fiel al espíritu de Molière, optó por recrear el texto con espíritu lúdico, acercándolo al habla de hoy, con guiños al presente en el vestuario y los accesorios, y recurriendo a la música en vivo de Rony Keselman como elemento fuerte en la configuración de la puesta, no sólo como acompañamiento sino a través de canciones y bailes que fijan un ritmo, por momentos, trepidante.
Cuatro actores-músicos de gran histrionismo se incorporan a la trama en roles secundarios y con sus comentarios dirigidos al público contribuyen al efecto de distanciamiento buscado. El resto del elenco se luce por igual en un aceitado trabajo de conjunto. Cabe destacar la sobresaliente composición de Antonio Grimau como Harpagón, el protagonista, a quien le entrega cuerpo y voz de manera notable para abordar con naturalidad el registro ridículo que predomina en su personaje y a la vez pulsar una cuerda más dramática cuando la circunstancia lo pide: el monólogo final del Acto 4.
El diseño escenográfico de Gonzalo Córdoba Estévez para la casa de Harpagón resulta original y sugestivo: un enorme cubo giratorio de armazón metálico que se transforma por la iluminación según va moviéndose y desplegando en sus distintas caras escaleras y puertas, por lo que nunca es totalmente lo que parece, tal como sucede con varios personajes. Precisamente ser y parecer es la idea fuerza de la adaptación de Fiorillo que se expresa en el título que le da al 3er. Acto –“Las apariencias”– y en el saludo final a toda música.