Ensayista, crítico de música y traductor, es subeditor de Cultura y Espectáculos en el diario La Nación. También es docente en el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla, en la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref) y en la Universidad Nacional de las Artes (UNA). Integró el consejo de dirección de Diario de Poesía. Entre sus libros está La música en el grupo Sur. Una modernidad inconclusa (Eterna Cadencia) Componer las palabras (Gourmet Musical) y Lo pasajero, lo que queda. Artículos y memorias (Ágape). Tradujo a Georg Büchner, Jack Kerouac, Novalis, Immanuel Kant, Andreas Huyssen, GünterGrass, Adelbert von Chamisso y Erich Auerbach.
¿Te gusta recorrer librerías?
Mucho, especialmente los anticuarios; con algunos puedo decir que tengo una relación de amistad. Cuando consiguen un libro que me puede interesar, me avisan; aun en los casos en que se trata de libros que no voy a poder comprar pero me interesa ver. De todas maneras es muy difícil en estos momentos conseguir libros en lenguas extranjeras, inclusive en inglés y francés.
¿Te considerás bibliófilo?
Me interesan primeras ediciones que son importantes desde una perspectiva bibliofílica, pero son libros que además me gustan. De todas maneras no leo esas ediciones, son objetos de colección. Algunos que venían con los pliegos sin cortar, los guardé así. Umberto Eco, bibliófilo fanático, lo describió muy bien: decía que una persona tiene esa edición de la Divina Comedia, y otra tiene aquélla; y no es solamente el texto de la Divina Comedia. Hay algo que se impone incluso sentimentalmente si uno tiene alguna relación íntima con ese libro, pero el objeto tiene una vida completamente independiente. De hecho alguna vez escribí que cuando se tiene un libro así, en realidad uno no se siente el dueño; lo que hace es conservar ese libro para que alguien más lo tenga en algún otro momento. Debe ser que soy una persona conservadora en el sentido de que tengo mucho temor a que cosas que considero valiosas se pierdan. Es un sentido muy primario de ser conservador, ¿no?
¿Subrayás los libros?
No tengo ningún pudor en marcarlos que uso para leer, incluso con tinta. Escribo en los márgenes y notas al final con referencias a páginas a las que quiero volver. Lo que no hago es doblar páginas. AlbertoManguel, que también es muy bibliófilo, me dijo que estaba bien orientado porque los libros hay que destruirlos marcándolos, pero nunca arruinando las hojas con pliegues. Ocasionalmente también paso notas a libretas. Es otra variante del conservadurismo, guardar las citas, y ver cómo funcionan fuera del libro. Al extirpar la cita, se extirpa el contexto, y la clave es cómo esa cita, sobre todo si se la integra a un texto propio, termina asimilada y transformada en algo completamente distinto de lo que era en su origen. Es un movimiento de sobrevida en libros ajenos.
En “El Aleph” Borges escribe su descubrimiento de que Beatriz Viterbo no había leído los libros que le regalaba.
Borges no era bibliófilo, tenía muy pocos libros. Su apego al libro tenía un sentido casi espiritual, aunque creo que esa palabra le parecería poco apropiada. Es la idea de “el Libro” de Mallarmé. De las enciclopedias hacía un uso completamente instrumental, eran una gran matriz. Mencionaba mucho la Enciclopedia Británica de 1911, que fue la undécima edición. Tengo una de esas enciclopedias en mi casa, son 29 tomos, y es notable. El artículo de John Keats está firmado por Stevenson, por ejemplo. Son más bien ensayos, por eso a Borges le servían tanto; no era Wikipedia.
Cuando Borges leía daba en el centro. Por ejemplo, no se dedicó a estudiar a Spinoza pero captó una idea fundamental del filósofo y la reflejó en una poesía. Me parece que eso es saber leer: darse cuenta cuál es la idea central. En ocasiones también él advertía rápidamente cuál era el mecanismo de cada libro, aun sin haber recorrido el arco entero. Y así traducía. Se ve cuando uno revisa, por ejemplo, algunos cuentos de Poe. Una vez en un seminario Ricardo Piglia nos presentó “La carta robada”en la traducción de Cortázar y en la de Borges. Por supuesto que en términos de fidelidad –más allá de que como horizonte la traducción es siempre una fuga hacia adelante–, Borges directamente eliminó pasajes no por dificultades para resolver los problemas de la traducción sino sencillamente porque entendía que esos pasajes entorpecían la trama, eran digresiones innecesarias. En definitiva, una traducción de escritor. Cortázar también lo hizo, pero fue más fiel, y además tenía que cumplir con lo que era creo que un encargo de la Universidad de Costa Rica.
Además de la literatura, te movés en la música, la filosofía… ¿En cuál de esas disciplinas sentís mayor destreza y afinidad?
No sé si puede responder sobre la destreza, pero sí sobre la afinidad ya que no me estaría expidiendo sobre los resultados. La respuesta sería en el terreno, si se puede decir en un sentido no heggeliano pero sí más general, de la filosofía del arte. También hay una cuestión profesional, porque dar clases de estética me obliga a estar leyendo una y otra vez una misma cantidad de escritos cada año y a la vez revisar otros libros, escritos o ensayos nuevos que se refieren a esos mismos problemas. A la vez, creo que en la filosofía del arte encontré una manera de salir momentáneamente de los problemas de los materiales de cada expresión. Por ejemplo, yo notaba que cuando escribía sobre música a veces los problemas quedaban restringidos a discusiones técnicas. La perspectiva filosófica me permitió encontrar algunos problemas que veía en la música y en otras artes, por ejemplo en la pintura. En definitiva, empezar a ver de qué modo había reflejos entre un arte y otro, sin poder por eso perder de vista que cuando uno quiere bajar a un nivel más microscópico no puede desentenderse de los materiales y de la construcción. Pero es diferente cuando se parte desde una perspectiva filosófica a ese nivel microscópico o si intenta hacer lo contrario: salir de la microscopía y pasar al otro nivel; eso me parece más complejo. Uno ve un horizonte más abierto, y a mí me resulta muy cómodo, aunque suene complaciente. En todo caso se trata del ámbito en el que puedo sacar lo mejor de mí, incluso en términos de escritura, lo que no quiere decir que sea bueno. También el ensayo para mí tiene esa flexibilidad, me permite moverme con mucha libertad de un arte a otro. Aunque tiene sus riesgos, porque algunas personas no saben exactamente qué hago, de qué hablo ni a qué me dedico.
Lo comentaste en uno de tus artículos sobre el ensayo, a diferencia de lo que tiene que ver con la tarea periodística.
El ensayo me gusta mucho y es una preocupación continua. Y cada vez me molestan más las tareas periodísticas porque me aburro cuando sé a dónde voy a llegar. Con el ensayo no sabés a dónde vas. Lo mismo sucede en las clases, porque uno empieza con un esquema pero después empieza a decir cosas que no tenía previstas. En el ensayo se da el despliegue de un pensamiento que el lector tiene la ilusión de seguir como si uno estuviera pensando en voz alta. Esto lo digo ya no tanto desde la escritura sino desde su lectura, porque es lo que siento cuando leo a ensayistas que me gustan; en el campo de la filosofía, Adorno; también Romano Guardini y Alfonso Reyes.
¿Con qué línea de pensamiento filosófico te sentís más afín? Cuando citás a Schopenhauer se nota que lo admirás, pero siempre hay un “pero”; con san Agustín, no.
Tengo una marca idealista casi indeleble que proviene de primeras lecturas, de Platón. Schopenhauer también tiene una perspectiva idealista pero fui tomando distancia. Hice un curso de un año con el filósofo Alejandro Rússovich en el que nos reuníamos una vez por semana a leer la Crítica de la razón pura y El mundo como voluntad y representación. En ese momento me impresionó el pensamiento y sobre todo la escritura de Schopenhauer, algo que Borges había detectado. Pero la marca de Schopenhauer se fue borrando progresivamente porque empezó a parecerme insuficiente, su pesimismo entendido como una variedad del cinismo; y no son cosas semejantes. En cambio mi interés por los románticos alemanes, lejos de disminuir, fue creciendo cada vez más. Son una especie de patria espiritual, Novalis en particular, que es como el ángel profano del romanticismo. Y sus escritos siguen pareciéndome inagotables.
¿Y san Agustín?
Suena un poco pretensioso, pero san Agustín es una patria espiritual casi para cualquiera. Lo que aparece en él es la herencia latina, que está también pero de otro modo en los románticos. La retórica es ciceroniana y me parece muy atractivo; además de cuestiones teológicas o de fe, tengo una fascinación estética, estilística. Es un escritor completamente fuera de serie, mucho más refinado incluso intelectualmente que Cicerón.
Alguna vez comentaste que tu ciudad ideal es Viena. ¿Por motivos literarios o musicales?
Ambas cosas. Viena es el lugar donde respiraron los músicos que más amo, como Schubert. Y además tengo un interés por los escritores vieneses, no solamente por los del cambio de siglo, que son probablemente los más interesantes, sino también anteriores, aunque bastante olvidados. Y también me atrae la ubicación de Viena, esa posición con la que participa del mundo alemán sin ser parte, y en la cual recibe una enorme influencia de Europa del Este y de Italia, precisamente por su situación geográfica. Y hay algo más: el Imperio Austrohúngaro que -como toda organización política más o menos exitosa- terminó fracasando, combinaba dos aspectos muy difíciles de articular: un principio de autoridad muy claro y una completa pluralidad. En uno de los diarios, el escritor alemán Jünger cita una frase que dice algo así como que las mejores monarquías son aquellas que se parecen a una república, y las mejores repúblicas son las que mejor se parecen a una monarquía. Pensar esto en nuestro mundo es un disparate, pero quedó como una especie de ideal político que por supuesto fue histórico, pero duró bastante tiempo y fue eficaz.
La nostalgia y la admiración de ese momento es muy fuerte en autores como Joseph Roth, en Werfel…
También en Zweig… En estos escritores hay una especie de nostalgia por el mundo que destruyó la Primera Guerra, y luego el nazismo se ocupó de los despojos que quedaban. También hay cuestiones personales: fui muchas veces a Viena y tengo muchos recuerdos familiares allí. Y además me gusta la luz de Viena, aunque no sea una ciudad tan turística como otras de Europa. Fue la capital de un imperio y a su vez es completamente provinciana, y los edificios parecen casi cenotafios de un cadáver que no está en ningún lado, que realmente se disolvió en el aire.
¿A qué atribuís lo que se llamaría la tensión religiosa en tu preocupación como pensador y como escritor? Salvo grandes ensayistas, el tema ha quedado un tanto fuera de foco…
Hay una fuerza todavía en lo anacrónico, y además no necesariamente lo viejo sino lo inactual, palabra que para mí sigue teniendo una especie de radioactividad porque permite ver de manera más clara donde estamos. Creo que Agamben sostiene en un ensayo que cuando uno escribe no hay que buscar la luz sino la oscuridad de la época, precisamente para indagar una luz que todavía no llegó. No es que uno se queda en esa oscuridad sino que busca otra luz. En esa formulación hay un salto religioso muy claro. En mi caso creo que, como dijimos antes, esa preocupación proviene de la filosofía del arte: pensar el arte como una especie de propedéutica para la religión, algo que ya había dicho Heggel. Creo que en el arte puede haber insinuaciones directamente religiosas y me interesa buscar en qué arte están esas insinuaciones. Recuerdo una frase del final de la Teoría estética de Adorno, que es bastante oportuna: “El arte es apariencia de aquello que la muerte no puede alcanzar”. Poco me importa cuál era la fe de Adorno, pero si uno no encuentra ahí una resonancia religiosa, no sabría dónde encontrarla. Es la idea más contundente y no es nueva, y al mismo tiempo nadie se ocupa de subrayarla lo suficiente, porque me parece que se vació al arte de cualquier dimensión trascendente. No digo que haya sido una conspiración, por razones históricas terminó dándose así.
¿Es una causa perdida hablar de religión y arte, o de fe y cultura?
Como dijo el ensayista colombiano Nicolás Gómez Dávila, muy admirado por Álvaro Mutis, que en un libro de anotaciones que se llama Escollos para un texto implícito, dice que “las causas perdidas son las únicas que demandan nuestra adhesión irrestricta”. Y en realidad no creo que haya causas del todo perdidas.
¿Cómo te sentís como católico en la Iglesia argentina?
Hay dos dimensiones sobre ese tema. Por un lado, cómo se siente uno como católico en su vida diaria y pública, lo cual ya es una dificultad en esta época. Al mismo tiempo es necesario entender la dificultad como tal, y no querer tratar de aligerarla ni moverse de la posición en la que uno está. No estoy hablando de nada integrista, me refiero a no andar por la vida disfrazado. Los que no comparten nuestra fe no sólo no andan disfrazados sino más bien lo contrario, quieren colocarnos su disfraz. Creo que debe haber puntos de encuentro, pero es una dificultad que uno está dispuesto a llevar con alegría. Luego está cómo se siente uno como parte de la Iglesia, que en realidad somos todos los católicos, aunque a veces tendemos a olvidarlo. Y en ese sentido los laicos también tenemos una responsabilidad y creo que no siempre nos ocupamos de ejercerla como deberíamos, y hablo en primera persona. Con respecto a la figura del papa Francisco, me resulta bastante sencillo separar la tarea pastoral de otras opiniones que él pueda manifestar. No siento ese enojo que tienen muchos católicos, primero porque no tengo certeza respecto de lo que realmente piensa y, por otra parte, sus pensamientos, para un lado u otro, son completamente personales. Que sea peronista o no lo sea, no me importa, de la misma manera que me parece irrelevante revisar opiniones políticas de papas anteriores.
A menudo citás al teólogo alemán Romano Guardini, ¿qué te atrae de él?
Me parece que tiene una sensibilidad artística muy particular, aun cuando el grueso de su trabajo no es sobre estética. Tiene la libertad incluso de ocuparse de objetos que no son aquellos que parecerían más a la mano para un teólogo, y luego, cuando se ocupa de temas que sí lo son, lo hace desde una perspectiva completamente original. El examen que realiza en su libro El espíritu de la liturgia es de una originalidad radical, sin decir nada que vaya a contramano de lo que aparentemente ya sabemos. Y además es un hombre tremendamente culto, y eso que parece secundario, para mí tiene todavía un peso particular porque no se nota ninguna fisura. Cuando dice algo sabe de qué está hablando, lo cual es cada vez más infrecuente.
¿Verías una cierta relación entre Guardini y von Balthasar, por ejemplo?
Podría haberla, pero von Balthasar es una especie de coloso; es enciclopédico, y me resulta a veces más intimidante como lector.
¿Y Karl Rhaner es más ajeno?
Un poco más ajeno. Si uno armara una familia, hay algunos parientes que son más lejanos, con los que uno tiene menos trato. Todos tenemos una familia intelectual que incluso puede ser muy antigua.
Entre los literatos argentinos, ¿quiénes podrían participar de tu canon afectivo?
Cuando Harold Bloom hizo el canon occidental incluyó nombres por responsabilidad intelectual, porque no podían no estar, por ejemplo, Goethe, y en realidad no sé cuánto le interesara. En cambio Shakespeare podría ser para él casi el único que contara, y también Samuel Johnson. En Argentina, puedo atreverme a pensar un canon afectivo, lo cual me libera un poco. Y empiezo por mencionar a Arnaldo Calveyra.
La reescritura de Allá lejos y hace tiempo es maravillosa.
Sí, lo es. La obra de Calveyra es una de las más asombrosas, en el sentido más literal del asombro que provoca algo maravilloso, lingüística y verbalmente, su manera de desentenderse del verso, de trabajar casi con versículos. Y por otra parte no conocí a otra persona así, su única obligación era con aquello que estaba escribiendo, totalmente desinteresado de la notoriedad, de la publicación, del reconocimiento. Eso es para mí un escritor: alguien que tiene que escribir y cuya responsabilidad es con lo que está escribiendo, no con la mundanidad literaria. Siguiendo con el canon personal, debo incluir a Cozarinsky y por supuesto a Borges. Para quien escribe en castellano, salvo que sea muy nublado intelectualmente, Borges provoca algún tipo de modificación, incluso para oponerse a él, pero no se sale indemne. Empecé a leerlo cuando tendría 16 años y en su momento me curó de una cantidad de supersticiones y de nombres que de otra manera hubiera perdido el tiempo tomando en serio. Gracias a Borges o pesar de él. Y también hay siempre un peligro: la adhesión a sus posiciones literarias, en las que por otra parte yo caí durante un tiempo. Muchas de esas elecciones son muy caprichosas; y finalmente terminé dándome cuenta de que no eran propias: a veces yo defendía algunos escritores porque respetaba la autoridad de Borges sobre esas elecciones, pero en el fondo no estaba tan seguro.
¿Por ejemplo?
Stevenson es un escritor fantástico aunque la centralidad que Borges le confirió es inexplicable, pero durante mucho tiempo yo le creí. Y también hay una lista de escritores o líneas que Borges impugnaba y con el tiempo me di cuenta que me interesaban, y en algunas ocasiones tanto como el propio Borges.
En definitiva se trata de experiencias de lectura, ¿no?
Sí, y la experiencia de lectura que hizo Borges no va a ser nunca la nuestra. Por ejemplo, me costó salir del desdén y cierto tono de condescendencia con el que Borges habla de Pascal. Hay una relación ambigua: Borges usa muchas ideas de Pascal y por otra parte nunca parece tomarlo del todo en serio, y finalmente terminó molestándome ese gesto. También me incomoda de otros escritores argentinos actuales, aunque ninguno de ellos escribió “Pierre Menard, autor del Quijote”.
Por otra parte, Borges, en sus antologías, se permite ser ecléctico y caprichoso, pero tiene la gran habilidad para decir por qué.
Sí, pero el problema con Borges es que un día dice una cosa, y tiempo después cambia de opinión, o le parece que lo que había exaltado diez años antes ya no lo merece. ¿Qué es lo que piensa Borges de Quevedo? No sabemos, depende del momento. ¿Cuál es el Quevedo de Borges? Tampoco tenemos la respuesta. Ya no podemos seguir leyendo de esa manera.
¿Qué otros nombres entrarían en el canon afectivo literario?
Juana Bignozzi, de quien también me conmueve la continuidad entre aquello que está escrito y la persona que lo escribe. Calveyra pensaba un poco lo contrario, para él una cosa era el poema y otra el poeta. De todas maneras en estos dos casos no veo impostura ni artificio, y si lo hubiera y el poema fuera bueno, nos bastaría, pero hay algo más. Y lo mismo pasa con Hugo Padeletti. Creo cada línea que escribieron.
Algo que no sucede con Borges, entonces.
No creo cada línea que escribió, y no se trata de algo desdeñoso, tampoco lo veo en Goethe aunque él haya dicho que todo poema era poema de ocasión, es decir que cada vez que le pasaba algo, nacía un poema. A veces advierto más bien el hilván, pero en Bignozzi, Calveyra y Padeletti veo una completa continuidad. Más atrás en el tiempo hay otros escritores que me interesaron mucho, Héctor Murena, por ejemplo; que fue un poeta muy importante y un ensayista deslumbrante. Recientemente la editorial española Pretextos publicó la poesía completa de Murena. También mencionaría a Victoria Ocampo, aunque es una figura más compleja, porque el afecto se confunde con la deuda. No diría que me cae particularmente simpática a partir de lo que resulta de la autobiografía o de los testimonios, pero no seríamos quienes somos sin ella, porque tenemos una deuda impagable. También hay escritores que van y vienen: Marechal, por ejemplo, silenciado por Borges durante muchos años, algo completamente arbitrario. Fogwill también podría estar, especialmente por sus poesías y algunos cuentos. Era un hombre de una velocidad intelectual que pocas veces vi, y fue muy generoso.
¿Creés que se lee o se dejó de leer?
Más que si se lee mucho o poco, me preocupa si se lee bien o mal. No me convence ese voluntarismo o estímulo de la lectura por la lectura misma… Si me dieran algunos de los libros que hoy son los más leídos como única opción de lectura, no leería más. Sin duda que en la lectura pasa algo intelectual, pero me parece importante decidir qué leer. Otro aspecto importante de este tiempo tiene que ver con que estamos siempre presos de la novedad, hay una especie de neofilia: todo lo que es nuevo necesariamente merece nuestra atención. Y se considera que es mejor postergar la lectura de escritos del pasado porque no se está preparado para comprenderlos o bien porque “no nos habla a nosotros”. En este sentido se incurre entonces en otra superstición: pensar que hay un momento para leer la Eneida o para leer a Proust. Si seguís esperando el momento, un día te vas a morir y no los habrás leído. Además y en gran medida son precisamente esos los libros que nos preparan para poder leer mejor otras cosas que sí son nuevas, calcular cuál es su grado de novedad; no podemos ser lectores adánicos todo el tiempo. En las artes visuales es aún peor que en la literatura, pero en la música no pasa tanto. Aira, por ejemplo, es un autor que sí conoce la literatura del pasado; después qué hace con esa literatura es otra discusión.
¿Qué sucede en la música?
La categoría de obra sigue siendo mucho más fuerte que en otras artes. Y hay una idea de la tradición mucho más fuerte, incluso en la música contemporánea. Pensemos en los santos patronos de la música del siglo XX: para Schönberg y Stravinsky la idea de tradición era crucial. Después disminuyó esta exigencia, también por efecto de que ya no era tan importante tener un dominio técnico para poder hacer una pieza, una pintura, e incluso para escribir una novela, y conocer las técnicas del pasado, aun cuando no se aplicaran: parecía innecesario. Una explicación posible es que el músico para formarse tiene que pasar inevitablemente por una cantidad de etapas que incluyen un repertorio, así que aunque no lo desee, tendrá que conocerlo.
Volviendo a la literatura, ¿qué autores latinoamericanos destacarías?
Octavio Paz es un poeta y un ensayista muy bueno y también un gran traductor. Algunos escritores que me gustan mucho también son muy buenos traductores, como si la traducción fuera también una manera de pagar una deuda con lo que se escribe; yo lo pienso así a veces cuando traduzco. Borges nos dio una gran lección también con esto, en el sentido de que somos lectores hedónicos, leemos sólo lo que me gusta. Como idea me parece un poco infantil, hay cosas que uno debe leer por obligación, que debe imponerse. Pero también hay gustos adquiridos, que a veces son mucho más importantes. En sus diarios Bioy escribió que no le quería decir a Borges que le gustaban algunas cosas que escribió Hemingway. “Los asesinos” es una obra maestra.
¿Cómo ves la actualidad de las editoriales argentinas?
La mejor literatura sigue saliendo a la luz gracias a editoriales medianas y chicas. Las novedades de los grandes grupos son realmente catastróficas, los editores se han convertido en gerentes, y los editores en el sentido de la trayectorias de Pezzoni, o Chitarroni, se fueron desplazando a editoriales más chicas. Adriana Hidalgo fue pionera con autores que no estaban en las luminarias pero que merecían ser leídos, sus ediciones de poesías reunidas y completas son una proeza. También están otras editoriales como Fiordo, Mardulce, La Tercera… Son chicos muy jóvenes que encontraron determinados autores y títulos que no fueron traducidos o estaban olvidados. Algunas editoriales españolas también tomaron una posta que había definido a la industria argentina y que se abandonó, como fue Emecé, Losada en su mejor época, Sur también, que se ocupó de autores que nadie traducía. Vargas Llosa dijo que conoció a Faulkner gracias a Sur.
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Join discussionLamento su presencia en el programa Lo que el día nos dejó, Me resulta imposible no decirle que tanta frivolidad e ignorancia son francamente penosas y que usted no tiene nada, pero nada que hacer donde no lo entienden ni valoran. Supongo que el diario La Nación impone sus criterios y compromete, como hizo siempre- y sé de qué hablo- a sus empleados., Sin embargo, me ha reconfortado leer esta entrevista, lo valoro como crítico y sus reportajes a artistas plásticos me interesan mucho..