En cada decisión y en cada acto

“-¿Qué debo hacer?
-Invente”.
(A 40 años de la muerte de Jean Paul Sartre. 21 de junio de 1905 – 15 de abril de 1980)

 

En su Crítica de la Razón Pura, Kant formuló las tres preguntas existenciales que dan origen al filosofar: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? Y agregó una cuarta: ¿Qué es el hombre?, cuya respuesta era la clave de las interrogaciones antedichas. Entre los pensadores tributarios de la filosofía de la existencia alemana, Jean Paul Sartre extrajo consecuencias totalmente imprevistas para Kant que, como buen ilustrado, no renegaba de la fe, sino de la superstición. Kant no era ateo. La idea de Dios era una pieza clave de su moralidad, pues no podía concebir una moral sólida sin un último reaseguro en un Juez que recompensa a los virtuosos y castiga a los réprobos.

Además de la consabida separación entre deber y ser, el “existencialismo” de Kant le negó a la metafísica el estatuto de ciencia, sencillamente porque no seguía las pautas de la física moderna y experimental, el modelo de ciencia rigurosa para el XVIII. La relegó al plano de la creencia o, según Hannah Arendt, la ubicó en la órbita del pensamiento. Es decir, pensamos aquellas cuestiones que no podemos conocer. Kant no negó sistemáticamente la existencia de Dios, la libertad o los valores en un cielo inteligible, cosa que Sartre sí hizo. Lo que sostuvo es que no hay experiencia verificable objetivamente (científicamente) que lo confirme. Aun así, no renunció a ellos, sino que los hizo entrar “por la puerta trasera” en su sistema filosófico porque, como buen conocedor de la naturaleza humana, sabía que no podemos dejar de pensar en ellos (aunque no tengamos pruebas irrefutables de su existencia).

Jean Paul Sartre se insertó en esta tradición y la prolongó hacia otras consideraciones. No compartía el optimismo de los ilustrados, sino el desencanto de los europeos de la primera mitad del siglo XX: la declinación de Occidente, la desacralización de la existencia, la desmitificación del mundo, el auge de la técnica, el fascismo predominante y, en su caso, Francia dividida en dos. Adhirió al comunismo aunque nunca se afilió; se entusiasmó con el humanismo del joven Marx y defendió la descolonización de Argelia. El prólogo a Los condenados de la tierra (1961) de Franz Fanon, es una pieza literaria clave para los teóricos de la violencia, en particular para sus defensores: “esa violencia irreprimible, […] no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento: es el hombre mismo reintegrándose. […] Cuando los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un combatiente es su humanidad. Porque, en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de los pies” (1). Al respecto, Hannah Arendt le imputó “el exceso irresponsable de retórica”, es decir la verborragia incendiaria que, en las manos equivocadas, puede impactar de manera no deseada. En su texto On Violence (1970) Arendt, que enaltece el poder en desmedro de la violencia, se lamenta al ver a los estudiantes de Berkeley con Fanon (y Sartre) bajo el brazo.

Su existencialismo fue ateo y (sólo hasta cierto punto) pesimista: “Se nos ha reprochado […] que subrayamos la ignominia humana, que mostramos en todas las cosas lo sórdido, lo turbio, lo viscoso […]; que ponemos el acento en el lado malo de la vida humana” (2). Su relación con Albert Camus fue inestable. Sartre le reprochó la crítica al stalinismo. En relación la lealtad partidaria incuestionada y al activismo violento, Camus salió al cruce: “En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si la justicia es eso, elijo a mi madre”. Como ha investigado Ronald Aronson (3), Camus compartió la posición existencialista: “Sartre’s descriptions of absurdity, the sense of anguish that arises as the ordinary structures imposed on existence collapse in Antoine Roquentin’s life [el personaje principal de La náusea], and his resulting nausea” (Las descripciones de Sartre de lo absurdo, la sensación de angustia que surge como las estructuras impuestas de la existencia, colapsan en la vida de Antoine Roquentin y su náusea resultante). Con Meursault, el antihéroe de El extranjero, Camus también percibe el absurdo de la existencia, pero como señala Aronson, lo que distingue a Sartre es la negatividad fatal y el sinsentido sin retorno de la vida humana: “Sartre’s negativity […] dwells on the repugnant features of humankind ‘instead of basing his reasons for despair on certain of man’s signs of greatness’” (La negatividad de Sartre se detiene en las características repugnantes de la humanidad «en lugar de basar las razones de su desesperación en ciertos signos de grandeza del hombre»). La mirada sartreana no parece hallar nada grande, noble y digno de memoria en las acciones humanas: “why that acid tone? Acid dissolves…” (¿Por qué ese tono ácido? El ácido se disuelve). ¿Es así realmente?

Se ha dicho que Sartre llevó a sus últimas consecuencias el existencialismo ateo que profesaba. Lejos de los escépticos y dubitantes del siglo de las luces, el francés parte de una premisa no discutida y, glosando a Dostoyevski, sentencia: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Pero Sartre no es un posmoderno; ni nihilista, ni adepto a una ética circunstancial e individual. En esto también siguió a Kant, riguroso e implacable. Si Dios existiera, todo sería infinitamente más fácil: los valores en un cielo inteligible y sus intérpretes autorizados allanarían el difícil camino de las decisiones y el rumbo de la vida. Los valores heredados, los estándares sociales y toda medida prevaleciente, adoptados sin reparo ni examen, constituyen la zona de confort de la que Sartre nos quiere expulsar. Cobijados y justificados, nos sentimos excusados de cargar con el peso de la responsabilidad. Pero si despertamos del aletargamiento vemos que todo lo que realmente tenemos es nuestra existencia como un puro poder ser.

Que “la existencia preceda a la esencia” es simplemente un corolario ineludible de su ateísmo. Deudor de Heidegger en este particular aspecto , afirmó que al nacer sólo somos un puro proyecto, nada definido de antemano. ¿Por qué? Porque nadie nos pensó antes. Si Dios existiera, hubiéramos sido pensados, imaginados de antemano, como el diseñador industrial piensa “la esencia del cortapapel” antes de fabricarlo. Como el mismo Sartre admite, se trata de una “imagen técnica del mundo”, tan empobrecida como presentar la creación divina a imagen y semejanza de las manufacturas humanas. Nos hacemos a nosotros mismos en cada decisión y en cada acción. En efecto, hacerse humano es una tarea poiética, prometeica: “El hombre no es otra cosa que lo que él hace de sí mismo” (5).

La angustia existencialista no es un aditamento circunstancial de la vida humana, sino su más propia característica, suscitada por la toma de consciencia de que carecemos de parámetros para orientar nuestras acciones. La contracara del pesimismo sartreano es la ilimitada capacidad para la acción. Pero una libertad absoluta, ilimitada no es –claramente– la medida humana de libertad. Cada acción es un salto al vacío, cada decisión es una invención. Si no contamos con valores ni estándares objetivos, la fuente de la acción es la pura arbitrariedad (la invención) y el riesgo concomitante es la parálisis de la acción. Dice Orenson: “Overwhelmed by their freedom, these people could not overcome absurdity as they bumped up against their own lives. They had ´no attachments, no principles, no Ariadne’s thread´, because they were unable to act” (Abrumados por su libertad, estas personas no pudieron superar el absurdo cuando tropezaron contra sus propias vidas. o tenían apegos, ni principios, ni el hilo de Ariadna, porque no pudieron actuar). La náusea no es otra cosa que el malestar en las entrañas (existencial) que sentimos al tomar consciencia de que la libertad es una condena (“estamos condenados a ser libres” 6 ).

Tomarse en serio la premisa del existencialismo ateo conlleva la grave consciencia de que en cada decisión y en cada acto nos encontramos frente a un abismo. No podemos refugiarnos en el consejo (“porque elegir al consejero, es el ya elegir el consejo”), ni en valores inmutables; tampoco se nos permite justificarnos en el carácter o el temperamento (“usted también es responsable de su cobardía”); tampoco en la educación que recibimos ni en las compañías que frecuentamos. Si al mentir nos justificamos diciendo “no todos mienten”, pecamos de “mala fe” pues nos sustraemos a nosotros mismos de la norma que debe aplicar a todos por igual. Entonces la única guía orientadora que Sartre nos propone es formularnos en una interrogación (“¿qué pasaría si todos roban, o si todos mienten?”) lo que Kant presentó como un imperativo (“obra de modo tal que la máxima de tu acción pueda ser elevada a ley universal”). Apelamos a los demás, y activamos la dimensión intersubjetiva de los juicios que proferimos y de los cursos de acción que iniciamos. En el lenguaje de Sartre: “entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implican un medio y una subjetividad humana”.

La angustia existencialista es el absurdo de una libertad ilimitada. Es la posibilidad de serlo todo: “si Dios no existe todo esta permitido”, y la pesada carga de poner en existencia un valor cada vez que actuamos. De allí el siempre caricaturizado imperativo “¡invente!” (7) del profesor Sartre al alumno atormentado que no sabe si es mejor enrolarse en la Resistencia (y abandonar a su madre anciana) o quedarse junto a ella (en desmedro de la lucha por la liberación de Francia). Es decir, alistarse efectivamente en la Resistencia implica para Sartre crear un valor (la lucha por la libertad). Por otra parte, el hecho de permanecer junto a la madre, también establece un valor para todos (honrar a los padres). Al actuar, exhibimos una imagen del hombre tal y como consideramos que debe ser. No basta con decirlo, debe actuarse. En la acción acontece la creación del valor.

Más allá del radicalismo de su posición y de la coherencia temeraria de su ateísmo, lo que Sartre quiso poner en evidencia no es “el lado desagradable de la vida”, sino el grave peso de la responsabilidad y la formidable capacidad para la acción humana, en sus dos posibilidades: lo ominoso y lo extraordinario. Pese a no contar con asidero alguno, pese a ser una pura existencia proyectada (“no hay naturaleza humana, pues no hay Dios para concebirla”), cada vez que actuamos presentamos ante otros una imagen del hombre, tal y como debe ser, pues en la acción se juega todo lo que somos. En esto consiste ser humanos. No es un destino que se pueda eludir. Actuar es poner en existencia una valoración. No es repetir automáticamente una fórmula de comportamiento o aplicar dócilmente una pedagogía de la praxis. Los valores se juegan en la acción. En este particular sentido, defendió Sartre, creamos los valores.

Elisa Goyenechea es filósofa, investigadora y docente universitaria

Notas
1. Jean Paul Sartre, “Prefacio”, en Franz Fanon, Los condenados de la tierra, México, FCE, 2003.
2. Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo, Barcelona, Edhasa, 1999.
3. Ronald Aronson, Camus and Sartre: The Story of a Friendship and the Quarrel that Ended It, The University of Chicago Press, 2004.
4. Como ha investigado el Dr. Nestor Corona, es un error incluir a Martin Heidegger en el grupo de los existencialistas ateos. Cf. Nestor Corona, Lectura de Heidegger. La cuestión de Dios en Heidegger, Buenos Aires, Biblos, 2002.
5. J. P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, op. cit.
6. J. P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, op. cit.
7. Idem.

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