Formular la pregunta justa

En temas sociales o políticos, aquella pregunta de la que no salimos indemnes, que nos incluye y nos cuestiona, es la que no nos permite alejarnos como observadores neutrales. Todo lo social o cultural, aun lo que sucede en lugares lejanos, tiempos remotos o situaciones ajenas de una u otra forma termina implicándonos.
Karl Popper nos habla de la incertidumbre del factor humano en su libro La miseria del historicismo y de cómo se intentaría controlarla, a fin de evitar justamente aquella duda que pueda inquietarnos: “De otra parte, los problemas conectados con la incertidumbre del factor humano tienen que forzar al utópico, le guste o no, a intentar controlar el factor humano por medio de instituciones y extender su programa de tal forma que abarque no sólo la transformación de la sociedad, según lo planeado, sino también la transformación del hombre”. ¿Quién es este utópico al que hace referencia Popper? Una posible aproximación sería un individuo que en su ferviente deseo por un tipo de sociedad determinado no está dispuesto a negociar posiciones políticas y/o morales fuera de su modelo. Impone la realidad deseable sobre la posible, de ahí su utopismo. Y en los temas sociales no sólo juegan lo posible y lo deseable, también entran la irreversibilidad y la tendencia al aumento de la complejidad de los sistemas. “No podemos prever el porvenir de la vida, o de nuestra sociedad, o del universo. La lección del segundo principio es que este porvenir permanece abierto, ligado como está a procesos siempre nuevos de transformación y de aumento de la complejidad” (Ilya Prigogine, El nacimiento del tiempo).
Casi nadie se opone a la idea de que el cambio sea una constante de la vida en sociedad, por no decir del mundo concreto, pero la trampa que nos tendemos toma la forma de una negación más sutil, indirecta: consiste en concebir o imaginar como viables sólo aquellos cambios que estamos dispuestos a aceptar, aun a regañadientes, que vendrían a ser progresiones, modificaciones, alteraciones o pseudocambios, y rechazamos los que por su carácter de imprevisibilidad o de desafuero del “curso histórico” normalizado se presentan como verdaderos cambios, rupturas de paradigma. Sirve recordar que un paradigma sólo es útil mientras puede resolver o dar respuestas a los problemas, enigmas o situaciones que le dieron origen; a medida que el sistema evoluciona, aumenta su complejidad y genera nuevos problemas hasta que el viejo paradigma pierde su eficacia resolutiva; esto lleva a que tarde o temprano sea reemplazado por uno nuevo. Esta sustitución de paradigmas, que suele darse con violencia, habitualmente recibe el nombre de revolución. En el campo operativo es muy poco lo que permanece del sistema antiguo, todo es cuestionado; la eclosión del nuevo paradigma es una ruptura, una discontinuidad. El “curso de la historia” nos muestra una vez más que no tiene un curso. Lo imprevisible, los saltos discontinuos y azarosos problematizan la idea de un supuesto “curso”. Es casi imposible sostener que seguimos un destino “cierto” si el mismo no es sostenido desde un dogma o una creencia, sean éstos de índole religiosa, naturalista o política, como también los mitos de progreso constante propuestos por el liberalismo o el paraíso marxista.
El asesinato de George Floyd originó una serie de manifestaciones internacionales, simultáneas y sin líderes, con elementos propios que las diferencian de las que se dieron en otros tiempos. Nada tienen que ver con, por ejemplo, con Little Rock ’57, Birmingham ’63 o Los Ángeles-Rodney King en el ’92, por mencionar algunas. La destrucción de símbolos tampoco es novedosa en Occidente; lo hizo Teófilo con la Biblioteca de Alejandría en el año 391, los cruzados con Jerusalén, los colonizadores con las pirámides aztecas o más recientemente Macri con el mural de la casa Kirchner en Juncal y Carlos Pellegrini, en la Ciudad de Buenos Aires. No van a ser unos Colones decapitados o unos Cervantes y Churchills desprolijamente intervenidos con pintura los que nos espantarán ahora. De destrucciones hemos visto bastante en los últimos años, incluido el patrimonio histórico de Bagdad. Lo original es que esta vez los desmanes no son cometidos por una cultura dominante o un ejército de ocupación, sino por grupos minoritarios, en diversos lugares del mundo occidental y en forma sincrónica y espontánea. Nos encontramos ante un discurso unificado, sin jefes visibles y sin adhesión política coherente a partido alguno.
Revueltas, rebeliones, reclamos violentos, marchas, manifestaciones, bloqueos y ocupaciones de instalaciones y rutas, saqueos, disturbios varios y de todo tipo los hemos tenido en abundancia en los últimos tres siglos. Algunos como los sucedidos entre fines del siglo XVIII y mediados del siglo XIX dieron origen a las estructuras políticas actuales de Occidente. Sin embargo da la sensación de que algo ha cambiado en las últimas cuatro décadas. Si bien los reclamos persiguen motivos específicos –cuestiones de género, ecología y contaminación, ley IVE, racismo sistémico, colonialismo, imperialismo, rechazo al FMI o al G-20/7 o lo que fuera en cada momento– el mensaje real de la crítica se da siempre contra el sistema. Son manifestaciones antisistema. Los participantes no pretenden ser escuchados ni representados por sus congresales como tampoco se preocupan por analizar la racionalidad de sus exigencias. Son lisa y llanamente acciones de rechazo ante un sistema político y una moral saturados, que ya no interesan, no generan identificación, no convocan y en los que no hay depositadas ninguna confianza o esperanza.
El aglutinante de los críticos antisistema es una corriente afectual que no encuentra necesaria la razón o la lógica tradicional; es más, critican a la razón como un producto de la Ilustración que sólo sirve para justificar, pero que no resuelve los grandes problemas del momento. De nada sirve intentar una aproximación gradualista o explicar por qué la eliminación de los cultivos transgénicos y/o el consumo de proteínas animales serían “soluciones” que sólo empeorarían la situación de las poblaciones en riesgo alimentario. Estamos ante un diálogo de sordos (voluntarios, aclaro para no ser juzgado como “políticamente incorrecto”). La saturada moral de las democracias liberales ya no interesa y lo único que prevalece es la ética tribal, ética que responde a un ethos estético afectivo concreto. El sentido de pertenencia a un grupo se reconoce por la sola declamación.
La periodista Ángela Quiñonez lo expresa con meridiana claridad cuando se ve impulsada a autodefinirse: “En otra era se nos habría tachado de herejes, sediciosos o comunistas, pero en 2018 los millennials predicamos el #wokeness. Llámenlo sentido común o presunción desinformada, pero mi generación tiene opiniones implacables y necesarias sobre las situaciones más complicadas de la sociedad. Inventamos el único hashtag que resume todas las soluciones para el valiente nuevo mundo, donde las grandes corporaciones serán derrocadas, legalizarán la marihuana y los abortos y reinarán la paz y el amor libre LGBTQA sin pronombres (…) Poco después surgieron chicos blancos que denunciaban la corrupción de las multinacionales, el sexismo en los sitcoms noventeros o la crueldad animal de la dieta omnívora, y vieron en el #woke una vía instantánea hacia la reflexión (…) Rebelarse contra el sistema conservador en que crecimos es nuestra incidencia de consolación: al menos podemos ofender a nuestros padres, jefes y autoridades”. Ángela Quiñonez escribe en la revista literaria (casi) Literal, www.casiliteral.com.
Sorprende que en una expresión de motivos y objetivos como la anterior falten términos a los que la Ilustración nos acostumbró, tales como discusión, razón, diálogo, respeto por el otro, análisis, soluciones acordadas, etc… Las metas planteadas, algunas al menos, pueden ser interesantes y merecen ser discutidas, varias lo son activamente e incluso han sido legalizadas en mayor o menor medida. Lo que impresiona es la completa condena del otro, de aquel otro que no piensa como yo. Ese “otro”, que es presentado como un colectivo que no merece ser considerado, que no tiene nada interesante que ofrecer y cuyo pensamiento o moral “ya fue”, que es el creador de este “sistema conservador en que crecimos…” al que “al menos podemos ofender” y que está formado por “nuestros padres, jefes y autoridades”.
El resultado de estas agregaciones afectuales no sólo da como producto las tribus posmodernas que pintan estatuas; son también el origen de otras manifestaciones antisistema como el anarquismo, el nazismo y los populismos viejos y actuales como los de Trump, Bolsonaro, Cristina Kirchner, Evo Morales y la conocida lista sigue… Todos gobernantes que tuvieron y tienen fuertes expresiones y acciones concretas contra el sistema que paradójicamente les dio el poder. Ambos fenómenos, el tribalismo y los populismos, escapan al encuadre ideológico de izquierdas y derechas, critican fuertemente a la institucionalidad liberal y proponen una instancia superadora del individualismo en un movimiento comunal donde lo afectivo y la ética grupal desplazan a la razón ilustrada. Según esta visión la lógica aristotélica y la visión binaria de la moral occidental han generado una política saturada que ya no da soluciones. La libertad del individuo no es suficiente; es más, ni siquiera es real, como lo estarían probando los regímenes patriarcalistas, las exclusiones de género, el racismo sistémico, el neocolonialismo e incluso el calentamiento global. En el sistema liberal sólo algunos son libres y es un problema que el liberalismo no ha resuelto todavía y al que parece que se le está agotando el tiempo. Quizá el viejo paradigma ya no tenga una respuesta satisfactoria.
Por otro lado, estos reclamos están circunscriptos sólo a Occidente; no vemos quejas del mismo tenor furibundo contra China por su ocupación del Tíbet, ni contra Siria por el gaseo de poblaciones civiles, ni siquiera hay un movimiento PLM (Palestinian Lives Matter). Parecería que los calificativos de violencia o racismo sistémico, imperialismo o colonialismo sólo fueran aplicables a los países de la órbita del Occidente liberal. Quizá no consideren que en esas otras zonas lejanas haya seres humanos, lo que vendría a ser una nueva forma de racismo sistémico… Esta demanda exclusiva a Occidente da cuenta de que además de los justos reclamos humanitarios hay una crítica concreta y profunda al sistema, y esa crítica no sólo se manifiesta en las acciones directas visibles sino, sobre todo, en la no aceptación de las reglas y formas de una política saturada.
Pero, ¿qué significa “una política saturada”? El sociólogo Michel Maffesoli (El tiempo de las tribus, El reencantamiento del mundo y Ensayos sobre la violencia banal y fundadora son los libros donde trata acerca de las tribus posmodernas), en una entrevista de Vicente Verdú, dice: “En química, cuando un aceite está saturado o el agua, sus distintas moléculas ya no pueden permanecer juntas y, por usura, por fatiga, se produce una separación. Pero estas mismas moléculas van a recomponer otro cuerpo. La idea de la saturación es ésta: cesa una forma elaborada en los tres siglos anteriores, pero permanece en la piel el problema de vivir juntos. Éste es el problema, saber cuál va a ser este nuevo estar juntos. El signo de los tiempos ya no es el futuro, sino el presente”. Podría pensarse que la saturación de la política y la moral es el obstáculo cierto para el vivir juntos; no el racismo o el sexismo o el capitalismo salvaje, sino el agotamiento del paradigma liberal y sus instituciones, que ya no funcionan como pegamento social suficiente.
Entonces, volviendo a la pregunta..
Con el crimen de Floyd el #wokeness ha tomado nueva energía dando origen al racismo positivo, o segregación positiva, que es básicamente apelar a la acción de grupo como acción defensiva/ofensiva en lugar de hacerlo por los derechos individuales. Un movimiento reactivo. Lo mismo sucede, por ejemplo, cuando desde el colectivo LGTBIQ se revaloriza la palabra queer como término identitario adoptado, los segregados segregan, los excluidos excluyen. La lucha por los derechos del individuo es cosa del pasado, ahora es el tiempo de las tribus. Lo instituido es la marca del coloniaje, del imperialismo, del esclavismo, del racismo, esa es la marca de su degradación, porque carga con el mensaje subyacente, todavía hoy, de la dominación (blanca, capitalista, imperialista, sexual…). La representación de lo instituido son las instituciones, pero de frente y contra ellas son las tribus las que se autonominan como nuevas instituyentes.
Casi todas las respuestas, apoyando o criticando, que se han escuchado en estos días (a preguntas casi siempre tácitas), se refieren a la justificación o explicación de motivos de las diferentes manifestaciones o acciones de estos grupos. Se trate de la vandalización de estatuas, el escrache en las redes, las fotografías de personas pidiendo perdón arrodilladas, o deportistas que se niegan a hacerlo, en fin, todo hace a la exigencia lisa y llana de esta nueva “corrección política”. Los medios han opinado sobre la carta de los intelectuales en Harper’s y la “cultura de la cancelación”, el ataque a las instituciones y, en palabras de Alberto Manguel, la agonía del diálogo.
Es probable que en esa catarata de opiniones se esté perdiendo la oportunidad de plantear la discusión que ayude a comprender. Cuestión que Maffesoli nos deja planteada en El reencantamiento del mundo: “¿No es legítimo preguntarse, en consecuencia, si los trances contemporáneos o todos los excesos que puntúan la vida de nuestras sociedades no son simplemente, los indicios más seguros de una cultura en gestación?”.

NOTA
#staywoke deviene de “stay awake”, estar despierto, que en la jerga de la era digital se utiliza para dar cuenta de la necesidad de estar al tanto de ciertas problemáticas relacionadas con la justicia social como el movimiento internacional Black Lives Matter (Las vidas negras importan). El origen fue un artículo en la revista del The New York Times de 1962 firmado por el escritor afroamericano William Melvin Kelley sobre beatniks blancos que se apropiaban de la cultura negra.

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