Trump y los medios. El significado del discurso

Ya pasaron las conflictivas elecciones en los Estados Unidos. Durante casi 45 días nos vimos bombardeados con las altisonantes impugnaciones del entonces Presidente, y también por sus fallidos recursos judiciales, más de 40 en total y las convocatorias criminales de los últimos días. Ninguno de esos ubuescos esfuerzos logro su cometido, si es que creemos que realmente pretendían modificar los resultados del escrutinio y, en más de un estado, el recuento de votos. Cabe pensar, es una especulación, que el verdadero objetivo era armar y reforzar una posición política que no perdiera su vigencia y que sirviese para próximas contiendas políticas. No es “la verdad” (esquiva sustancia) lo que está en juego ni la validez de un set de principios democráticos (¿?), sino la centralidad en el campo de la política y el acceso a los mecanismos de poder o dominación.
Es difícil predecir el futuro del trumpublicanismo, o reputrumpismo, pero sin duda es un movimiento de una potencia apreciable que no está destinado a desaparecer en el corto plazo. Tanto a Trump como a un sector de los republicanos les interesa que su energía no se disuelva en el tiempo. Trump, como Cristina Kirchner en nuestro caso, supo aprovechar y profundizar fisuras sociopolíticas preexistentes en beneficio propio y esto le ha dado un electorado propio, de una enorme carga emocional, y una fuerza política insoslayable. El reconocimiento de esas fracturas en sus respectivos países les permitió estructurar un mensaje perfectamente dirigido a sectores hundidos en un profundo descreimiento, llenos de amargura, en el que mezclaron verdades y mentiras rampantes, crearon enemigos ficticios e invalidaron los recursos institucionales. Pero ese discurso no es el producto genial y espontáneo de sus “brillantes” mentes, no. Es simplemente lo que sus votantes, por diversos caminos, les hicieron entender qué esperaban de ellos. Esa es la justificación de su éxito político, la certera apreciación del sentimiento de frustración de un vasto sector social, no hay que ir buscarla mucho más lejos. La convincente “explicación” –incluso invención- de “causas” sí forma parte de la habilidad política de estos conductores.
Pero en los Estados Unidos pasó algo que en nuestras latitudes estamos muy lejos siquiera de imaginar. A las 19:45 hora de Washington, la franja de más audiencia de los canales de noticias, del jueves 6 de noviembre las cadenas de broadcasting ABC, CBS y NBC cortaron un discurso que el Presidente estaba dando en vivo desde la sala de prensa. Lisa y llanamente lo sacaron del aire. Lo censuraron y en esos términos lo informaron abiertamente. Actuaron igual las cadenas Mundovisión y Univisión y, quizá el jugador más significativo por su carácter público de esta acción, la NPR (National Public Radio). Cuatro días más tarde, Fox News sacó del aire la conferencia de prensa de la portavoz de la Casa Blanca Kayleigh Mc Enany. El aviso fue contundente. El corte de Trump no había sido un accidente aislado y las cadenas interpretaron que ahora les tocaba jugar de una manera no acostumbrada, inusual. Cortar la transmisión en vivo de un oficial público no es algo que pase todos los días y menos de presidentes y voceros que se están refiriendo a elecciones tan controvertidas. La mesa quedó tendida para el debate. ¿Se estaba abriendo un nuevo espacio de acción para los medios? Sin dudas es esta una de las discusiones más interesantes que las ubuescas -reitero el calificativo foucaultiano(1)- actitudes de Trump nos deja después de estas elecciones.
Personalmente coincido con lo que expresa Jacques Rancière en una reciente entrevista que le realizó Eduardo Febbro para el ciclo Proyecto Ballena. El filósofo tiende a no darle tanta gravitación a las fake news y a las teorías conspirativas, ya que opina que solo son atendidas por aquellos que ya están convencidos o predispuestos a creer en ellas. Los que se detienen a razonar sobre la realidad no son convertidos con tanta facilidad y aquellos otros que frustrados y amargados por una situación que sienten que los ha castigado injustamente, solo están esperando un discurso que los justifique, que les “cierre”, un camino de acción donde canalizar su bronca. Y es justamente en este punto donde entiendo que radica la peligrosidad de las 14 mentiras diarias (según el Washington Post) de Donald Trump. No en el (im) posible valor de verdad de sus dichos –que a nadie no convencido convence-, sino en que impulsa, valida y reclama la acción directa de sus seguidores.
Las cadenas defendieron su acto de censura basados en que el Presidente no presentaba evidencias suficientes con que sostener su denuncia de fraude en las elecciones y esta es una excusa pobre en el mundo de la política. Podríamos llegar al extremo de que todo mensaje que presente algún grado de contenido dudoso no debería ser transmitido, con lo que repentinamente estaríamos enmudeciendo a todo el espectro político. Entonces, si son grados de verdad o de mentira, ¿cuánta es admisible? ¿Quién la mide y fija el porcentaje de verdad que cada mensaje político debe contener? Ni siquiera la ciencia tiene una opinión unívoca en todo aquello que exceda el campo matemático. Las verdades dependen y están relacionadas con los paradigmas de su época, es muy difícil encontrar una verdad que se haya mantenido inmutable a través del tiempo en todas las sociedades. Quiero ser claro, no sostengo que Trump no mienta ubuescamente, en el límite de lo ridículo, casi como una parodia de sí mismo; lo que no encuentro posible es la viabilidad de un mecanismo de veridicción suficiente como para cortar el discurso oficial de un funcionario público en ejercicio. La excusa para sacar del aire a Trump exclusivamente porque miente no me resulta satisfactoria, es casi banal.
El problema que se nos presenta es el que se plantea casi siempre que se discute un límite al derecho de expresión. Por un lado hay un grupo, que paradojalmente se cree en la posesión de cierta verdad, que, por supuesto, piensa que la “otra” verdad emitida por “otro” sector de la sociedad no debe ser difundida. Esta creencia puede o no ser mayoritariamente aceptada, pero convengamos que solo la voz de la mayoría no es un elemento suficiente de validación. En el caso que esta hipotética sociedad reconociera la necesidad de una censura nos encontraríamos con la dificultad de plantear las pautas que ésta debe obedecer para ser aplicada, los poderes del censor y los controles que deben activarse para que no actúe arbitrariamente y al final nos quedaría la duda si existe algo de valor que deberíamos rescatar dentro del material purgado, pero cómo hacerlo si ha sido borrado. Ardua cuestión. Nuestra historia occidental y cristiana tiene una larga y dolorosa tradición en lo que a aplicación de prohibiciones se refiere. Imprevistamente el presidente de los Estados Unidos le dio vigencia a una discusión que nunca hemos terminado de resolver porque los términos de la misma son tan dinámicos y cambiantes como las sociedades mismas.

Y sin embargo…

La cotidiana convivencia social nos demuestra en cada decisión o acción que ejercemos que no hay verdades absolutas, sino más bien contingentes, ni principios o derechos incuestionables, sino secundarios, como bien nos lo recuerda el Papa en su última encíclica; es lo relacional, la confrontación, discusión y resolución frente al otro lo que los hace vigentes y exigibles. Y es dentro de estas discusiones donde debemos hallar el marco de contención que actúe como frontera de manifestaciones extremas como las del 45° Presidente de Estados Unidos, si es que no queremos repetir experiencias tan trágicas como la Noche de los Cristales Rotos. No podemos pasar por alto que Trump en muchas oportunidades le hablaba a seguidores que –en mérito a la particular 2da Enmienda de la Constitución- se concentraban armados con fusiles semiautomáticos a la vista, protegidos con chalecos antibalas y vestidos con uniformes camuflados. No serán las SS o las SA, pero cómo se les parecen, ¿no? Y en sus locas diatribas el presidente los instaba a reunirse frente a los centros de votación o de escrutinio de votos, a manifestarse en las calles, a no “dejarse robar”. Él y sus hijos les pidieron que ejercieran todos los “controles” posibles para que no les “robaran” las elecciones, reitero que arengaban a grupos fuertemente armados y que hacían gala de todo tipo de actitudes intimidatorias hacia aquellos “otros” que sólo pretendían ejercer un derecho ciudadano; para culminar el 6 de enero con la toma del Congreso por una multitud supremacista enardecida por el continuo machacar de dos meses de mentiras; una acción impulsada criminalmente desde el titular de la Casa Blanca (¿la White Supremacist House?) que terminó costándole la vida a por lo menos cuatro personas y dejó cantidad de heridos. ¿Es una exageración pensar en un autogolpe al, hasta ahora, estilo tercermundista o que nuestra memoria traiga el recuerdo del incendio del Reichstag?
No fue esa la única acción de violencia criminal, la intimidación directa se hizo moneda habitual. Basta un “botón de muestra” para graficar la situación. El fin de semana del 5/6 de diciembre se reunieron docenas de seguidores de Trump armados frente a la casa particular de la Secretaria de Estado de Michigan, Jocelyn Benson, gritando amenazas con megáfonos mientras ella decoraba su casa para las fiestas navideñas. Uno de los lemas más cantados era “Stop the steal” (paren el robo). La funcionaria entre otras cosas dijo que “aterrorizar a niños y familias en sus casas no es activismo político”, a su vez el Gobernador de Michigan Gretchen Whitmer se refirió a esta situación como “peligrosa e inaceptable”, también el gobernador recibió numerosas amenazas de muerte dirigidas a él y su familia. Y este es sólo un caso rescatado al azar, hubo incluso hechos de mayor violencia. Todos hemos visto las imágenes de estas milicias trumpianas manifestando en la calles.
Mucho antes de que Trump se postulará como candidato ya existían normas en el sentido de prohibir la propagación de contenidos, xenófobos, sexistas, racistas, nazis, de odio o que hicieran apología de la violencia. Pero las cosas no siempre son tan claras. ¿Cuándo, por ejemplo, un mensaje que simplemente dice: no se dejen robar, es violento? ¿En manos de quién queda esa determinación? El juicio sobre los contenidos y su difusión, queda en manos de los medios; sean estos cadenas noticiosas, redes sociales, o cualquier otro canal semi público. Y este es un punto muy complejo, porque todos estos medios (salvo la NPR y por este motivo rescato muy especialmente que hayan cortado el vivo de Trump) no son “damas de la caridad”, son empresas que descaradamente persiguen objetivos comerciales y de poder. Esta afirmación es evidente cuando se analizan las idas y vueltas de la relación Trump-Murdoch (Fox News / New York Post) y las acusaciones que le hizo Trump al magnate de los medios cuando lo dio por derrotado. Luego de la toma del Congreso, Twitter y Facebook bloquearon las cuentas de Trump en una nueva maniobra cargada de significado. Entonces, ¿podemos confiar en que estas empresas defenderán la débil verdad contingente del momento con honestidad? ¿Son más creíbles las grandes cadenas y redes sociales que un Trump cualquiera? ¿Le entregamos a las broadcasts el poder de veto y censura? ¿Estamos dispuestos a que se nos oculte información? Porque en el hipotético caso de que todos los presentes en la sala de prensa hubieran actuado del mismo modo nunca hubiéramos sabido qué es lo que Trump estaba diciendo y por qué lo cortaron. Finalmente, ¿dónde queda el derecho de información, debo aceptar que la broadcast y/o la red social me diga a qué puedo acceder y a qué no?
Una posible respuesta es la valoración de la peligrosidad del discurso, muy evidente en el caso Trump. También es importante que las cadenas noticiosas estén adheridas y acepten ser monitoreadas por terceras organizaciones como el Trust Project (https://thetrustproject.org/). Esto podría darnos un cierto grado de tranquilidad, pero no deja de ser muy complejo trazar la línea, decidir cuándo un mensaje es de odio y segregación para consecuentemente suprimirlo. Tampoco debemos olvidar que todos votamos cuando elegimos qué cadena mirar o qué tweet leer (tanto para aprobar como para refutar), y esto nos remite nuevamente a la entrevista de Jacques Rancière.

1) M. Foucault, Los anormales: “En el caso de un discurso o un individuo, calificaré de grotesco el hecho de poseer por su status efectos de poder de los que su calidad intrínseca debería privarlo. Lo grotesco, o, si lo prefieren lo ubuesco… El grotesco es uno de los procedimientos esenciales de la soberanía arbitraria.”

1 Readers Commented

Join discussion
  1. maria heguiz on 9 enero, 2021

    Excelente !qué necesidad de pensamiento que tenemos ! Gracias1 Cordiales saludos María Héguiz

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?