Cercanía y distancia entre Iglesia y peronismo

Una confidencia familiar solicito que me sea permitida como para entrar en tema. Mi tía Victoria fue una perseverante militante católica y si mal no me informaron en algún momento dirigió la revista Esquiú. Tía Victoria. Católica, tradicionalista y conservadora, como correspondía a su estilo y a sus pretensiones de clase. Mi abuelo Rogelio, hermano de Victoria, era profesor, votaba por los radicales o por los socialistas y estaba suscripto a los diarios La Nación y La Vanguardia. Demás está decir que tía Victoria y el abuelo Rogelio nunca se llevaron bien y en algún momento, según cuenta mamá, se suspendieron las reuniones familiares porque las discusiones eran cada vez más duras y alborotadas.

Sin embargo, para sorpresa de hijos, sobrinos y nietos, en 1955 Victoria y Rogelio se reconciliaron y las diferencias políticas fueron superadas en el altar del antiperonismo. Y entonces el marido de tía Victoria dejó de ser “el sacristán de Flores” y el nono Rogelio, “el ácrata rojo de Belgrano”. La tía católica de misa diaria y el abuelo liberal marcharon juntos en Corpus Christi sin que al abuelo lo afligiera demasiado la consigna “Viva Cristo Rey” y a mi tía le preocuparan las proclamas a favor de la libertad matizadas con versos sueltos de La Marsellesa, entonados por quienes en otros tiempos se hubieran cruzado de vereda para no pasar el mal momento de verlos, previo persignarse, claro está. De más está decir que en septiembre de 1955, Rogelio y Victoria salieron juntos y jubilosos a la calle a festejar la caída del tirano que después pasaría a ser considerado “el tirano prófugo”.

El romance entre tía Victoria y el nono Rogelio no duró mucho más que esos meses primaverales, pero lo que importa dilucidar es por qué motivos quienes hasta 1954 no podían compartir una mesa familiar, de pronto recuperaron el amor filial: a partir de una inesperada coincidencia política que fue breve, pero como esos romances tropicales, intensa y aleccionadora.

Mi interrogante como nieto, en el fondo, no es muy diferente a los interrogantes que en otra escala se plantearon historiadores de las más diversas vertientes. Seguramente las respuestas a este conflicto entre peronismo e Iglesia Católica son más elaboradas, pero en todos los casos el asombro ante esta suerte de astucia de la historia siempre está presente. Si bien hay coincidencias generales en explicar las causas que llevaron al acuerdo entre el peronismo y la Iglesia y luego a la ruidosa fractura, queda flotando en el aire el interrogante acerca de la insólita violencia de esa ruptura, interrogante que un historiador conocido en el mundo académico no vaciló en admitir, a contramano de cualquier pretensión científica, que la respuesta pertenece más a las brumas de los misterios que a cualquier calificación más o menos racional.

Admitamos, por lo pronto, que la relación en cuestión fue complicada desde sus inicios por la suma enrevesada de coincidencias, diferencias y malos entendidos. Y así como en un primer momento las coincidencias parecían imponerse, en otro momento fueron las diferencias las que ocuparon el primer plano, exasperadas por quienes se parecían demasiado o pretendían disputar los mismos espacios y parecidos honores.

Un posible punto de partida cronológico puede ser el 4 de junio de 1943, cuando se produce el golpe de estado que habrá de dar origen, a través de un proceso social y político complejo, al peronismo. Y en el camino habrá de permitir que la Iglesia instale en cargos políticos a relevantes intelectuales forjados en una institución que a partir de la década del treinta inicia un período de crecimiento institucional, social y cultural. Una de las manifestaciones más visibles será el Congreso Eucarístico celebrado en la ciudad de Buenos Aires en 1934, que convocó a multitudes e instaló en el espacio público la presencia gravitante de una Iglesia católica que se distinguirá por librar con diferentes tonos y énfasis, incluso desde diferentes perspectivas, una lucha sin cuartel contra dos adversarios o enemigos calificados: el liberalismo y el socialismo. Esta lucha incluirá un conjunto de reclamos, entre los que se destacan la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, la defensa de la familia, la oposición al divorcio y un mayor compromiso del Estado a favor de la Iglesia católica como religión oficial. Asimismo, acontecimientos históricos cruciales se discutirán apasionadamente en un país con fuertes relaciones culturales con Europa.

Temas como la guerra civil española y la segunda guerra mundial, serán algo más que una curiosidad periodística para constituir paradigmas acerca del orden político interno deseable. Con las diferencias internas del caso, la mayoría, aunque no la totalidad, de los intelectuales orgánicos de la Iglesia, manifiestan sus simpatías por Francisco Franco en España, mientras que declarada la segunda guerra mundial apoyan el principio de neutralidad, un término que empleaban con diferentes intenciones y objetivos nacionalistas, conservadores, católicos integristas y simpatizantes confesos del nazifascismo.

En estas condiciones, a nadie le debería llamar la atención las coincidencias entre los militares de la asonada del 4 de junio de 1943 y los principales dirigentes de la Iglesia. En este período, la ofensiva clerical-militar contra las instituciones de la Argentina liberal y laica es abierta y eficaz. Martínez Zuviría, Giordano Bruno Genta y Tomás Casares son algunos de los funcionarios destacados de este tiempo.

Las armonías no excluyen fisuras. Curiosamente, la primera disidencia entre nacionalistas católicos y un gobierno militar en el cual Perón empieza a gravitar cada vez más, se manifiesta con motivo de la ruptura de relaciones con el Eje, declaración que no fue más que una formalidad, en tanto que para principios de 1945 no era un secreto para nadie que los Aliados eran los ganadores de la guerra. Seguramente la densidad del debate ideológico debe de haber sido elevada como para que esta decisión genere roces y recelos, reforzados con pronunciamientos de intelectuales católicos de renombre como Meinvielle, Castellani y el propio Franceschi, quienes no vacilaban en calificar la conducta del régimen como insoportable demagogia social y escandalosa manipulación de los sentimientos cristianos, faltas que estos atentos observadores políticos no dudaban en atribuir a Perón.

Refriegas verbales al margen, las relaciones “carnales” entre la Iglesia y el nuevo régimen político, que aún no se llama peronismo, se consolidan al calor de la campaña electoral y los comicios previstos para febrero de 1946. Perón refuerza su identidad católica con el objetivo de ganar a un aliado poderoso y al mismo tiempo tomar distancia de la imputación de fascista que le hacen sus adversarios de la Unión Democrática.

El punto más alto de esta relación se manifiesta cuando el episcopado publica una carta pastoral que, sin renunciar a un lenguaje rico en matices, sugiere que los católicos no deben votar fórmulas que atenten contra algunas verdades de fe como, por ejemplo, la separación de la Iglesia del Estado, el divorcio o la oposición a la enseñanza religiosa en las escuelas impuesta por decreto por los golpistas de 1943 y luego legitimada por ley por los ganadores de los comicios de 1946.

Importa advertir que la jerarquía eclesiástica se esmerará en cultivar un estilo moderado, tomando distancia discreta de los sectores más integristas; discreción y mesura que también mantendrán cuando años más tarde estalle el conflicto. El dato merece mencionarse por varias razones, por ejemplo, que la jerarquía católica siempre se esforzará en ejercer la moderación.

El romance entre el peronismo e Iglesia se mantuvo con leves oscilaciones hasta fines de la década del ‘40. Para esta fecha empiezan a observarse en Perón, Evita y en las principales organizaciones del peronismo diferencias leves que luego se irán profundizando en una Argentina donde la polarización peronismo-antiperonismo es cada vez más fuerte, y de la que la Iglesia no podrá mantenerse al margen.

Afianzado en el poder, Perón empieza a tomar distancia de la Iglesia. Esta distancia se expresa en pequeños gestos, nada grave por el momento, pero visto en perspectiva, los síntomas adquieren una identidad inequívoca. A las relaciones “escabrosas” con las iglesias evangélicas y en particular con los calificados de “espiritistas”, se suman sugestivos desplantes protocolares y sutiles referencias a la “iglesia de los ricos”.

Las tensiones se manifiestan con más intensidad en el campo social y, en particular, en los ámbitos educativos. Es verdad que para la Iglesia Católica, Evita nunca fue una mujer confiable. Su condición de “bastarda”, de “actriz” y amante del coronel no se ajustaba a la imagen que los severos sacerdotes de aquellos años asignaban a una mujer y en particular a una primera dama. No obstante, las diferencias se simulaban de un lado y del otro hasta el momento en que dejaron de ser teóricas y se manifestaron en términos prácticos; es decir, hasta que se puso en juego el poder. Es que Evita, desde la Fundación, le disputa espacios sociales, además de reducir el protagonismo de instituciones con las que los católicos estaban muy comprometidos. A ello se suma la sospecha de que la educación religiosa en las escuelas, más que testimoniar las verdades del Evangelio, transmite idolatría a la pareja gobernante.

El conflicto real es que el peronismo discute en términos de poder quién es el verdadero representante de Jesús en el mundo y en particular en la Argentina. El cristianismo de los pobres, expresado por Perón y Evita, contra el cristianismo de los oligarcas, expresado por una Iglesia instalada supuestamente a espaldas del dolor de los pobres. Puede que esta contradicción esté suavizada en ciertos momentos por los principales dirigentes de un lado y del otro, pero en sus líneas generales ella es la que estará presente, porque la propia dialéctica del proceso social traducirá esta contradicción en términos de peronismo-antiperonismo y la batalla de los católicos en defensa de las verdades de su iglesia se transformará en la batalla de los antiperonistas de signo liberal en la batalla en defensa de la libertad: libertad religiosa para algunos, libertad política para todos.

Y volvemos al interrogante inicial: ¿Cómo fue posible que una relación que se inició con los mejores auspicios concluya en términos tan belicosos? Lo notable es que cualquiera de las diferencias puntuales, desde la creación de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), los halagos oficiales a la Escuela Científica Basilio, la creación de la Democracia Cristiana, la designación de Evita como jefa espiritual de la nación, explican la dureza de los enfrentamientos. Incluso, cuesta entender que una fuerza inspirada en la doctrina social de la Iglesia y dirigida por un líder que, más allá de una controvertida excomunión, nunca renunció a su condición de católico, aliente desde el poder un conjunto de decisiones que los agnósticos y ateos más beligerantes no sé si se hubieran animado a realizar con tanta saña. Por lo menos en la Argentina este “furor” anticlerical no había sucedido antes ni sucedió después.

Algunas hipótesis para explicar esta crisis que, insisto, más de un historiador se resignó a admitir que no era posible explicar en términos racionales, giran alrededor de la atmósfera de beligerancia política y social existente a fines de 1954. ¿Quiénes fueron los responsables de este desenlace que orilló con la tragedia? La respuesta acerca de las responsabilidades compartidas no termina de satisfacer, en tanto en toda relación política, o de poder, las responsabilidades nunca son idénticas o lineales. En este punto, es pertinente pensar más allá del corte de clase entre una posible Iglesia representativa de las clases medias y altas y un peronismo identificado con el mundo del trabajo. Y más allá de los rasgos tradicionalistas, conservadores e incluso liberales de algunos líderes religiosos en contrapunto con los reflejos anticlericales de dirigentes peronistas de origen de izquierda, siempre hay una cuota de responsabilidad mayor por parte de quien dispone de más cuotas de poder, por lo que en este caso la responsabilidad le corresponde al régimen peronista y su líder máximo. Y al respecto comparto la hipótesis de aquellos historiadores que plantean que la lógica interna del peronismo era incompatible con la coexistencia de espacios de poder religiosos, económicos o políticos más o menos autónomos, una experiencia no muy diferente a la que vivió Pío XI en Italia en los tiempos de Mussolini, aunque en este caso las concesiones de la Iglesia Católica fueron más generosas, concesiones que la mayoría de los obispos argentinos hubieran estado dispuestos a realizar, pero fueron desbordados por un acelerado proceso de radicalización hasta el desenlace conocido. Después de todo, la hipótesis de Tulio Halperín Donghi de calificar al peronismo como el fascismo posible en la Argentina merece examinarse con más detenimiento, en particular a la hora de entender la naturaleza de esta crisis.

¿Y la relación de la Iglesia con el peronismo después de 1955 hasta la actualidad? He aquí una pregunta que amerita reflexiones que exceden por lejos los limites de esta nota, aunque a modo de presentación podría insistirse en que sigue siendo compleja, en tanto persisten afinidades visibles en la actualidad respecto del mundo de la pobreza y en el marco histórico inédito de un Papa argentino a quien más de un católico convencido no ha vacilado en calificar, por motivaciones opuestas, de “peronista”, lo cual no deja de ser en términos históricos una ironía, una paradoja y tal vez una advertencia.

Rogelio Alaniz es abogado y periodista

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  1. Acotación marginal al siguiente párrafo: …»mientras que declarada la segunda guerra mundial apoyan el principio de neutralidad, un término que empleaban con diferentes intenciones y objetivos nacionalistas, conservadores, católicos integristas y simpatizantes confesos del nazi-fascismo».
    En realidad la neutralidad se mantuvo exclusivamente debido a los intereses de la clase ganadera, que necesitaba vender la carne, y de los ingleses que necesitaban buen alimento para sus tropas, y presionaron por lo tanto para que Argentina no declare ala guerra al eje, debido a que los submarinos alemanes podrían hundir los barcos de transporte. La declaración de guerra, prácticamente al final de la misma fue para quedarse con las propiedades de las empresas alemanas que estaban en Argentina, ya que de mantener la neutralidad pasarían a manos de los. Además, ya el eje casi no tenía submarinos. No jugaron las «ideologías», sino los intereses

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