“Iglesia y comunidad nacional”: en pos de una nueva síntesis

Este año se cumple el 40° aniversario del documento “Iglesia y comunidad nacional” (1981) de la Conferencia Episcopal Argentina, un hito en la historia de la Iglesia de nuestro país, cuya trascendencia sería difícil de exagerar. En él, por primera vez los obispos argentinos extienden su aprobación de la democracia social a la democracia específicamente política. Se podrá aducir que esta decisión llegaba con un retraso de décadas respecto del paso análogo cumplido por Pío XII en su radiomensaje de Navidad de 1944. Pero hay que tener en cuenta que esta opción por la democracia –que desde entonces quedó firmemente incorporada a la enseñanza pontificia– tampoco había sido recibida en los dos grandes documentos del magisterio latinoamericano, Medellín (1968) y Puebla (1979).

Además, hay dos aspectos históricos que deben ser tenidos en cuenta para calibrar los méritos de este documento. Uno de ellos es el clima político que vivía nuestro país, donde las ideas democráticas eran minoritarias, y el gobierno militar conservaba todavía considerable poder y capacidad de presión sobre las autoridades eclesiásticas. La publicación de este documento rompió el fatídico vínculo ideológico con las Fuerzas Armadas, merced al cual el gobierno militar había arrastrado a la Iglesia casi hasta el límite de la complicidad con sus métodos criminales, explotando su impotencia y sus vacilaciones. Ahora, con su libertad reconquistada, la Iglesia podía comenzar a pensar los desafíos de la transición hacia la democracia.

Otro aspecto no menos notable fue la superación de las divisiones internas que habían paralizado a los obispos en los años precedentes. Ya al comienzo de los ’80, los sectores más cercanos al gobierno perdieron su influencia decisiva, mientras que aquellos ligados a la izquierda peronista cayeron en la cuenta de las trágicas consecuencias de su discurso místico-revolucionario entre muchos jóvenes católicos altamente politizados y predispuestos a la violencia. Así quedó despejado el camino para un amplio consenso democrático en el seno del episcopado, que quedó reflejado en el documento.

Este consenso, sin embargo, no llegaba a ocultar la profunda diferencia de visiones que enfrentaba a quienes pretendían integrar las instituciones republicanas en una visión más amplia de la nación como unidad cultural y religiosa, y quienes lo hacían aceptando el pluralismo característico de la sociedad moderna. No siendo posible en aquel momento explorar una síntesis superadora de estas posiciones contrastantes, el texto se limitó a yuxtaponerlas, con algunos resultados desconcertantes.

Por ejemplo, se define la nación como una comunidad cultural basada en la identidad de valores (n.77), y pocos números más tarde se la redefine como una construcción política que engloba un pluralismo cultural e ideológico (n.82). Con referencia a la Constitución, se critican las “fórmulas importadas” (en alusión clara al texto de 1853) y se señala la necesidad de darse un “modelo adaptado” al “genio” del pueblo (n.114); pero a continuación se recorta fuertemente este “impulso creativo” al advertir que el mismo debe mantenerse “en ciertos cauces, fuera de los cuales perecería la misma democracia” (n.115). Por su parte, la insistencia en la “inspiración cristiana de la cultura nacional” (n. 20-21) no se armoniza bien con la afirmación de que la Iglesia “no debe proyectar sobre la comunidad plural de la Nación la misma exigencia de unidad creyente y católica que reclama de sus propios miembros” (n.84).

Las consecuencias de estas ambigüedades no fueron solamente doctrinales. Ellas influyeron en la actitud pendular que caracterizó la relación de la Iglesia con la comunidad política desde el retorno de la democracia. Hay una primera etapa en que se afianza la opción democrática. En 1984, por ejemplo, la actuación Fray Mamerto Esquiú fue reconsiderada: de ser simplemente excusado en “Iglesia y comunidad nacional” (n.25) por haber promovido la aceptación de la Constitución de 1853 pasó a ser exaltado como “el orador de la Constitución”. Y sobre todo, con motivo de la reforma de nuestra carta magna en 1994, el aporte del episcopado revalorizó la Constitución: si pocos años antes la había descalificado como un texto “importado” y extraño al “genio del pueblo”, ahora se le reconoce (en un giro radical) su “innegable carnadura histórica”, y se la califica como “expresión cultural genuina de una obra colectiva elaborada a través de la historia”, representando “un conjunto de valores, creencias, ideas y rasgos comunes capaces de identificarnos como nación”. Todavía podrán encontrarse ecos de esta visión en las propuestas políticas del Diálogo Argentino (con la activa participación de la Iglesia junto al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo-PNUD), y en el documento preparatorio del Bicentenario (2008), que exhorta a “fortalecer las instituciones republicanas”, llegando a afirmar que “la calidad institucional es el camino más seguro para lograr la inclusión social” (n.35).

Lamentablemente, con la crisis del 2001 comienza a desplazarse el péndulo en la dirección opuesta. Nuevamente se insiste en la “voluntad de ser nación” sin referencia a las instituciones existentes, como si esa voluntad retornara al estado de “poder constituyente” para perseguir, una vez más, la utopía de un “nuevo” orden social. Reaparecen las alusiones despectivas a la democracia política como mera democracia “formal”. La referencia a la unidad cultural vuelve a ocupar un lugar central, esta vez identificada no con la cultura “nacional” sino con la cultura “popular”, entendida como la cultura de los pobres, cada vez más caracterizados por su condición social que por su fe. Estos últimos, finalmente, se suponen representados por los movimientos sociales, la nueva encarnación del “Pueblo”, investidos con la misión de regenerar todo el cuerpo social. No puede sorprendernos que la Iglesia de los últimos años, recaída en la utopía político-religiosa, se haya tornado tan vulnerable a los vaivenes de la política partidaria, y haya experimentado tanta dificultad para testimoniar de modo creíble una instancia ética trascendente capaz de superar divisiones, inspirar el debate público y promover la cooperación social.

“Iglesia y comunidad nacional” ha sido el documento político más importante de la Iglesia argentina tanto por la amplitud de miras como por la profundidad y riqueza de su contenido, pero no alcanzó una síntesis coherente capaz de responder a los cuestionamientos cada vez más radicalizados que se fueron sucediendo en el decurso de nuestra historia política reciente. Por esta razón, se vuelve imperioso reelaborar este documento para completar el proceso que el mismo puso en marcha, tal como fue propuesto ya en 2005 desde las páginas de Criterio al aproximarse el 25° aniversario de su publicación. La historia posterior no ha hecho sino reforzar las razones aducidas en aquel momento.

Una guía importante para esta tarea podemos encontrarla en la última encíclica de Francisco, Fratelli tutti. En este documento –madurando una idea que había esbozado con anterioridad en varias oportunidades– el Papa enseña que el Pueblo es, a la vez, una categoría “lógica” (institucional) y “mítica” (n.163), y que la caridad social reúne ambas dimensiones (n.164). Podemos interpretarlo como una manera de sintetizar dos aspectos esenciales de la democracia: el de las instituciones republicanas que defienden la libertad, y la existencia de una idea compartida del bien común, “mítica” en cuanto encarnada en un preciso concreto histórico y cultural. Este análisis constituye un reconocimiento de que no existe una contradicción insanable entre la tradición del liberalismo político y la visión católica tradicional que postula la necesidad de un fin social compartido, el cual hoy expresamos en términos de valores vinculados a la dignidad de la persona humana. Esta enseñanza confirma y completa la de Juan Pablo II, cuando afirmaba que la “auténtica democracia” debe estar fundada en valores, ya que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto” (Centesimus annus, n.46). La Iglesia tiene una responsabilidad especial en la evangelización de la cultura para que estos valores, en la coyuntura actual, orienten la tarea de la construcción de nuestra comunidad nacional, fortaleciendo el respeto por las instituciones e inspirando las líneas básicas de una visión común acerca de nuestro futuro

1 Readers Commented

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  1. Miguel A J Sarno on 11 julio, 2021

    Felicito a Revista Criterio por esta editorial que hace justicia a un importante documento -Iglesia y Comunidad Nacional- que estableció un verdadero mojón de madurez en la Iglesia Argentina. A la vez me siento identificado como católico con la valiente propuesta que aquí se vuelca en pos de un futuro eclesial que tiene por delante el desafío de acompañar a la sociedad argentina toda a superar la trampa de su división, armada por el populismo, mediante la perversa estrategia de degradar todos los valores republicanos que supimos conseguir.

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