Hace unos pocos días, revisando algún estante de mi biblioteca, encontré un ejemplar de “Iglesia y comunidad nacional”, un documento de más de 70 páginas. Al observar la tapa, tomé conciencia de la fecha de su publicación: 4-9 de mayo de 1981. Es decir, cuarenta años atrás. No pude vencer la curiosidad y después de una primera ojeada me detuve a releerlo.
Yo llevaba, en ese tiempo, cuatro años de incorporación al cuerpo episcopal, pero como fue una época de las más difíciles que tuvimos que sobrellevar, los recuerdos, por gracia de Dios, permanecen vivos en mí. Debo decir que en medio de tantas sombras no sólo en la vida del país, sino también dentro de la Iglesia, sombras en las que por supuesto me incluyo el Episcopado, tuvo tres momentos luminosos. Uno de ellos fue la declaración de mayo del 1977, “Reflexión cristiana para el pueblo de la Patria”, única voz que se alzó con fuerza frente a la violación de los derechos humanos. Otro momento importante fue haber logrado la mediación papal para evitar el conflicto armado con Chile y, por último, el documento que motivó estas líneas.
Comienzo por el principio. ¿Cómo se elaboró?
Un documento de esta magnitud no puede salir de una única reunión de obispos. Si la memoria no me falla, ya en 1979 se decidió pedir a las Comisiones de Teología y Pastoral Social que prepararan un trabajo de envergadura en el que retomaran los principios de la Doctrina Social de la Iglesia aplicados al momento que vivíamos. Recuerdo que quienes dirigieron la tarea fueron monseñor Justo O. Laguna y monseñor Estanislao Karlic, que a su vez pidieron la colaboración de Carmelo Giaquinta, Lucio Gera, Gerardo Farrell, y seguramente algunos otros teólogos.
Me voy a detener sólo en tres aspectos que, a mi entender, todavía gozan de gran actualidad, y además porque creo que fueron los que más discusiones suscitaron en aquellos momentos.
Nuestra historia
Tanto en la Comisión de Trabajo como entre los obispos, lo primero que se discutió fue si correspondía a un cuerpo episcopal presentar una interpretación de la historia. Y fue un interrogante muy lógico. ¿Acaso puede haber una interpretación oficial de nuestra historia como país y del papel que le tocó jugar a la Iglesia en la formación de una Nación?
Sin lugar a dudas fue un desafío importante y yo diría que hasta audaz. Creo que quien más trabajó en este tema fue el padre Gerardo Farrell, sociólogo, y con el tiempo obispo auxiliar de Quilmes.
No es mi propósito en este artículo resumir los contenidos de este documento, pero si algún lector se toma el trabajo de releerlo, se llevará una verdadera sorpresa al constatar que estas páginas admirablemente redactadas sortearon los peligros de interpretaciones parciales en las que no era muy difícil caer, porque no pocos obispos provenían de una “tradición nacionalista”. Creo que el apartado subtitulado “Espíritu cristiano e identidad cultural” es una pequeña obra de arte (Nros. 20-23).
La democracia
Recuerdo muy bien que algunos obispos pensaban que la Iglesia no podía definirse por un único sistema de organización de un país. ¿Acaso se podía excluir a las monarquías? En realidad eran planteos teóricos, diríamos “librescos”. Lo que gracias a Dios primó no fue el resultado de una discusión doctrinal sino el realismo de un aterrizaje al difícil momento que vivía el país y a la verdadera necesidad de que se encauzara prontamente en un proceso democrático. Vale la pena decir que en 1980-81 nadie hablaba todavía de democracia y los militares habían dicho que “las urnas estaban bien guardadas”.
En este sentido, “Iglesia y Comunidad nacional” fue un documento importante para el país pero también para la tradición eclesial posterior. Todos los pronunciamientos episcopales a partir de ese hito se escribieron basándose en estas afirmaciones.
El documento abunda en los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, pero a partir del ítem 114 se detiene en el análisis de la búsqueda de un modelo democrático que exprese nuestra identidad. Y creo que aquí vale la pena detenerse en algunos conceptos porque responden a una problemática vigente en estos momentos en nuestro país.
En el Nº 118 dice: “Todos los ciudadanos deben sentir la responsabilidad de ser protagonistas y artífices de su propio destino como pueblo, cada uno según su condición”.
En el 119, se lee: “La mayoría tiene derecho de gobernar y de decidir el rumbo político de la Nación, y la minoría o las minorías tienen el derecho de disentir con ese rumbo y proponer caminos alternativos”.
Y el Nº 120, importantísimo para el momento que vivimos los argentinos, afirma: “La separación y el equilibrio de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que la Constitución consagra, deben tener vigencia permanente y efectiva evitando la indebida injerencia de un poder en otro y favoreciendo el juego libre y el mutuo control entre sí”.
Todo este capítulo, que abarca los números 108 al 137, es un buen resumen de lo que podríamos denominar “el ideal democrático de un país”.
La Reconciliación
Es este un concepto auténticamente evangélico, que lamentablemente en nuestro país ha sido denostado. Tanto política como mediáticamente se lo ha identificado como una especie de ley del olvido. Gracias a Dios, en aquellos años, aún antes del advenimiento democrático, los obispos aclaramos ya en la Introducción y a partir del Nº 119 en adelante que la reconciliación era un camino necesario que no consistía en “un apaciguamiento sentimental y emotivo de los ánimos o en un superficial y transitorio acuerdo”. Se trataba de un arduo proceso que debía necesariamente transitar por “la verdad, toda la verdad” y la justicia, porque “sería una burla arrojar sobre la persistencia de la injusticia el manto de una falsa reconciliación”.
Claro está que el documento nos advierte que debemos evitar “que otras fuerzas negativas como el rencor, el odio y la revancha” tomen la delantera por sobre la justicia, “aunque ella sola no sea suficiente… si no se le permite al amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones”. Y agrega que “necesitamos alcanzar esa forma superior del amor que es el perdón”.
Estas consideraciones finales que están comprendidas entre los números 196 a 203 son un pequeño tratado pastoral donde se explica con mucha claridad el profundo sentido del término evangélico “reconciliación”.
Doy gracias a Dios por haberme permitido rescatar este documento un poco perdido en mi biblioteca. Su relectura me ayudó a hacer un buen examen de conciencia personal, dado que han pasado cuarenta años desde que lo firmamos los obispos de aquel tiempo. Pero también me ha hecho reflexionar sobre nuestra propia responsabilidad como ciudadanos.
Creo sinceramente que si como argentinos hubiéramos podido plasmar mejor estas enseñanzas, hubiéramos podido alcanzar otros logros que hoy no parecen cercanos en nuestro horizonte.
Me alegra firmar este artículo en este día tan clave para los argentinos.
Jorge Casaretto es Obispo emérito de San Isidro