¿Quiénes somos en el orden internacional?

El curioso e incierto experimento de la política argentina, donde el Poder Ejecutivo decisor reside en la Vicepresidente, ha invadido también el área de las relaciones exteriores. De alguna manera, lo ilustran recientes infelices expresiones presidenciales (con las cuales fastidiamos con absurda suficiencia y marcado sesgo ignorante y racista) referidas a países como México y Brasil, además de disgustar a España. También torpezas cometidas con Perú y desafortunadas votaciones en organismos internacionales sobre aspectos internacionales, inclusive en decisiones en torno de las vacunas.

Por citar algunos ejemplos, llamó la atención el voto de la delegación argentina en una comisión de las Naciones Unidas en la que se debatía y votaba una investigación sobre los ataques de Hamas a Israel desde Gaza, la represalia israelí y el desigual número de las víctimas provocadas entre ambos actores. Otro tanto ocurrió con el reciente voto argentino de apoyo a Daniel Ortega, el dictador nicaragüense, en la OEA. Más allá de la relativa trascendencia y eficacia de este organismo regional, se trata del valor simbólico del abandono de la orientación prodemocrática que inspiró la política exterior argentina desde 1983.

Quizás es tiempo de admitir que existe una política exterior definida, y de marcada consistencia, a partir de los votos obtenidos por el gobierno en las últimas elecciones y que le permiten sostener una entidad ideológica propia. Las señales de nuestra política exterior muestran hoy un Gobierno con afinidades anti republicanas y hacia regímenes autoritarios. Con todo, el nombre y la orientación política de los países junto a los cuales la delegación argentina emite sus votos no parecerían ser la cuestión de fondo; porque en política exterior lo importante no es con quién se relaciona uno, sino quién es y quién quiere ser. Una pregunta sin respuesta que hace tiempo nos debemos los argentinos a nosotros mismos y a quienes nos lo preguntan.

La política internacional es un entramado de negociaciones entre poderes relativos con plena conciencia sobre lo que son sus intereses muy concretos. Allí prevalecen los que tienen sus casas en orden, más allá del peso demográfico, geográfico y económico, y las dificultades que enfrentan y deben resolver. La Santa Sede, por ejemplo, si bien se trata de un Estado atípico y original, que no tiene ninguna de las potencialidades citadas, aspira a relacionarse con todos, más allá de los regímenes que los gobiernen. No tiene dudas sobre su identidad. Tampoco la tienen los países que, aun con altibajos, logran mantener largos períodos de coherencia en sus políticas exteriores. En nuestra región son ejemplos de ello Brasil, Chile y Uruguay, sin ir más lejos.

Es evidente que la política exterior argentina no puede ser abstraída del angustioso empobrecimiento y el estancamiento de nuestro aparato productivo. Tampoco puede ser desvinculada de  la incapacidad de responder adecuadamente a los desafíos originados por la pandemia, que muestran el sesgo de política exterior que pareciera haber orientado la elección de las vacunas. En efecto, el affaire de las vacunas pone de manifiesto que no se trata simplemente de una falla estructural de nuestra convivencia ciudadana, que reparte la culpa equitativamente entre todos. El gobierno monopolizó la gestión de las vacunas y es el responsable principal del fracaso en el plan de inoculación a nivel nacional; impuso criterios proselitistas y venales, que no se pueden imputar de igual manera al conjunto de la sociedad. Al mismo tiempo ha puesto en evidencia las fallas estructurales de nuestra convivencia ciudadana y de nuestra política exterior.

Ya en 2014, en un editorial titulado “La necesidad de una política exterior”, Criterio sostenía que las grandes líneas al respecto deberían ser el resultado de un consenso entre las principales corrientes políticas del país. En este sentido, no es posible soslayar la importancia y la necesidad de preservar y fortalecer el Mercosur. Más allá de las dificultades objetivas que derivan de los marcados cambios y diferencias que existen en las respectivas orientaciones políticas de sus socios, sigue siendo un marco necesario para el desarrollo de los países miembros en democracia y armonía.

No es este el lugar ni el momento para contabilizar detalladamente los distintos grados de responsabilidad que cabe imputar a quienes tienen y han tenido el poder a lo largo de los años que nos preceden. Podría debatirse si lo que se ha dado en llamar “la grieta” invade también el campo de la política exterior. En todo caso, sería aconsejable que el diálogo hacia dentro y hacia afuera de cada agrupación política reemplazara la puja entre intereses y ambiciones personales, disfrazados de enfoques ideologizados, por un diálogo racional que incluyera el lugar que la Argentina desea y puede ocupar en el escenario internacional. Todo ello lamentablemente hoy parecería ausente.

Los argentinos todavía no hemos acordado cómo queremos ser, tampoco en el orden internacional. Hasta que, siguiendo los valores que consagra nuestra Constitución, no consensuemos qué sociedad, qué política y qué economía elegimos para nosotros mismos,  el sufrimiento de muchos no conocerá horizontes esperanzados y nuestra relación con el mundo seguirá siendo impredecible.

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