Templos ardientes

La libertad de religión y de creencia se encuentra bajo una presión cada vez mayor en el escenario internacional. En los últimos tiempos, Chile no representa una excepción. Un odio irracional se ha focalizado en sus lugares de reflexión y oración. Acciones aparentemente aisladas, transcurren con sistemática cotidianidad. Las cifras son pavorosas por su magnitud, desde 2014 hasta la actualidad, cerca de 113 iglesias católicas y protestantes fueron incendiadas o vandalizadas.

  En el Informe Libertad Religiosa en el Mundo 2021 -publicado a fines de abril- por primera vez Chile aparece en la lista de países en los cuales las creencias religiosas se observan amenazadas. La fundación pontificia internacional Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN, Aid to Church in Need) edita esos estudios desde 1999. En sus conclusiones señala: “El período 2018 -2020 vio un recrudecimiento de los ataques contra las iglesias. Anteriormente se localizaban en una región del país vinculada a la causa mapuche, pero desde octubre de 2019 la violencia y el vandalismo contra iglesias se ha extendido a otras ciudades, síntoma de intolerancia religiosa y señal de que el estado es incapaz de protegerla. Los tribunales tampoco han defendido el derecho a la libertad religiosa a causa de una deficiente comprensión de este derecho fundamental. Las perspectivas para el futuro próximo son negativas y motivo de preocupación”. Su presidente ejecutivo internacional, Thomas Heine-Geldern, meses antes había manifestado su apoyo “a todos los cristianos de Chile, cuyos templos se han visto sistemáticamente amenazados por grupos violentos”. Una frase resumía su perplejidad: “Estamos consternados que tengan que sufrir un nivel de violencia contra la Iglesia que hasta ahora solo conocíamos en otras partes del mundo”. 

  A la par que se difundía el Informe Libertad Religiosa en el Mundo 2021, ardía durante la noche del 22 de abril la pequeña iglesia evangélica de la localidad rural de Pailahueque, en la región de la Araucanía. Una autobomba de bomberos que acudía a sofocar el siniestro fue víctima de  una emboscada, y tres hombres de su dotación fueron heridos por disparos. La escuela parroquial adyacente había sufrido un ataque incendiario pocos días antes. Al amparo de la noche, las llamas también arrasaron con una segunda escuela rural. “¿Alguien puede pensar que quemando iglesias, escuelas, y atacando a civiles inocentes puede encontrar la solución a sus problemas?”, expresó a la prensa el jefe de la policía local con un dejo de desesperación. En horas nocturnas del viernes 16 de abril, el fuego consumió la capilla de San Andrés. El templo y su  torre en aguja -construidos en madera como gran parte de las iglesias de la Araucanía- se asemejaba a una gran pira ardiente que se divisaba desde lejos. Barricadas ígneas en la ruta obstaculizaron la llegada de bomberos. La humilde capilla de la diócesis de Villarrica había sido levantada con los esforzados aportes de la comunidad mapuche local. A poca distancia, en un entorno rural –en febrero de este año- un atentado incendiario redujo a cenizas a la parroquia de la Inmaculada Concepción. Con pocas horas de diferencia las llamaradas devoraron la capilla Juan Pablo II en la localidad de Tranapeque (Región de Biobío). 

  Millones de espectadores asistieron por televisión a los devastadores incendios que consumieron las iglesias patrimoniales de La Asunción y San Francisco de Borja en Santiago, tras una multitudinaria manifestación para conmemorar el primer aniversario de la ola de protestas sociales, el 18 de octubre de 2020. A una semana del plebiscito constitucional, las impactantes imágenes dieron la vuelta al mundo. Hordas de manifestantes agredían e impedían el trabajo de los bomberos. Las estructuras de piedra y madera entraron en pronta combustión, los vitrales estallaban, las vigas y el mobiliario eran pasto de las llamas. Los techos cedieron con facilidad. En medio de un agónico estruendo, el penoso derrumbe de sus torres y agujas con crucifijos fue registrado por las cámaras. En las calles una aglomeración de personas seguía absorta, como en un primitivo ritual, la creciente propagación del fuego. Una inmensa mayoría de chilenos en estado de shock siguió desde sus hogares la barbarie televisada sin lograr impedir esos crímenes. Ante la ausencia de intervención por parte de las autoridades, enjambres de enmascarados vestidos de negro se adueñaban de la situación. En el interior de los templos, presas de su paroxismo danzaban y proferían gritos alrededor de hogueras, imágenes y sagrarios destruidos. En las redes sociales se vanagloriaban de la destrucción del templo. Durante el inicio del incendio, según testimonios de vecinos, los atacantes recibían apoyo desde camionetas que les suministraban bidones y acelerantes del fuego. Otros automóviles en las adyacencias repartían viandas y bebidas para los agresores. Algunos encapuchados dijeron recibir pagos por sus tareas de destrucción. Días previos a la jornada de ferocidad que arrasó con la iglesia de la Asunción, en sus proximidades un grupo pregonaba -en medio de cánticos- la próxima destrucción del templo.  

  En diversas ciudades chilenas las tensiones, la furia y el miedo, empezaron a adueñarse de las calles. Las pacíficas manifestaciones ciudadanas de amplia convocatoria, al promediar el día finalizaban en ríos de fuego que se extendieron de norte a sur. Catedrales, parroquias y capillas en Arica, Iquique, Antofagasta, Coquimbo, Valparaíso, Santiago, Talca, Concepción, Puerto Varas, Puerto Montt, Villarrica, Ancud y Punta Arenas, ardieron o fueron saqueadas. Tras el paso de las brutales agresiones quedaba un escenario de iglesias devastadas, vacías, sin oficios de culto. En algunas iglesias las misas eran interrumpidas por la irrupción de bandas violentas. En sus muros, tímidos carteles indicaban la suspensión de oficios religiosos por temor a nuevos ataques. En el mejor de los casos, se reducían a una celebración semanal. Gran parte de los incendios de templos se originaron en agresiones nocturnas precedidas por atentados simultáneos para marear la atención policial. Otros ataques se realizaron a plena luz del día, en los que núcleos de violentos se desprendían de las columnas manifestantes y con aniquiladora precisión iniciaban los incendios.  

  Diversos informes comenzaron a abordar la situación de riesgo a las libertades religiosas en Chile. En la Cámara de Diputados del Congreso Nacional, la Corporación Comunidad y Justicia (organización no gubernamental) solicitó a los parlamentarios la formación de una comisión especial investigadora en defensa de la libertad de culto (marzo de 2020). La presentación registra que desde el inicio de las protestas sociales (18 de octubre de 2019) hasta esa fecha, se produjeron múltiples ataques incendiarios o vandálicos a 51 iglesias católicas y 6 templos evangélicos. Ese catastro serviría de base a la investigación realizada por la organización Ayuda a la Iglesia Necesitada. La Conferencia Episcopal de Chile dio a conocer que en un lapso de tan solo 41 días se produjeron ataques a 40 templos católicos (11 catedrales, 17 parroquias y 12 capillas) en todo el país. Por su parte, la Fundación Advocates Chile (agrupación de abogados pertenecientes a diversas iglesias protestantes) presentó un oficio a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en noviembre de 2020, reclamando al estado de Chile la protección de los lugares de culto.

  El Departamento de Estado entrega anualmente el Informe sobre Libertad Religiosa Internacional ante el Congreso de Estados Unidos. A mediados de mayo, Antony Blinken presentó el Informe 2020. En relación a Chile, menciona que en los últimos seis años se desarrolla un preocupante aumento de atentados a iglesias cristianas, además de amenazas a sacerdotes y pastores. El nuevo informe reseña el incendio de templos evangélicos en la Araucanía, la quema de dos tradicionales iglesias de Santiago al conmemorarse un año del estallido social, y un incremento de expresiones antisemitas durante las masivas manifestaciones de protesta social. El Informe 2019 destacaba que “se reportaron más de 60 ataques, incluidos vandalismo, saqueos e incendios, provocados en iglesias católicas, evangélicas y una sinagoga, asociados directamente con los disturbios sociales que ocurren en el país desde Octubre”.

  Las agresiones sufridas por la comunidad judía en Chile, también son reflejadas con preocupación por el Departamento de Estado. Durante 2020 la principal sinagoga de Concepción sufrió un ataque de encapuchados que arrojaron bombas molotov, fue profanado el cementerio judío de Santiago, y se percibió un auge de expresiones antisemitas en redes sociales. El compendio norteamericano registra con inquietud declaraciones del alcalde de Recoleta, Daniel Jadue (actual candidato presidencial del Partido Comunista), el cual proclama la existencia de una “conspiración sionista que procura controlar los medios de prensa en Chile”. A su vez, da cuenta que en manifestaciones contrarias a la reforma de la constitución chilena, algunos participantes portaban símbolos nazis. Se cita a Marcelo Isaacson, director ejecutivo de la Comunidad Judía de Chile, el cual manifestó preocupado: “¿Alemania 1930? No, Chile 2020, el odio gana las calles de Santiago”.

  Quizá sería un error subordinar la quema de iglesias a un contexto político de agitada efervescencia social y banalizar esos acontecimientos. Algunos analistas estiman que los incendios de iglesias forman parte de “una nueva normalidad”, tendiente a deslegitimizar el poder político de las instituciones. Ante la quema de iglesias, las dos últimas gestiones presidenciales de Bachelet y Piñera reaccionaron con públicas manifestaciones de condena, mientras en los hechos la capacidad de acción gubernamental se presentaba limitada para impedir su repetición. En los partidos políticos democráticos, prevaleció en general el silencio ante una realidad incómoda, y solo se levantaron pocas y tímidas expresiones. En amplios sectores de la sociedad chilena existe una actitud de triste resignación, a la par que los templos ardientes adquieren estatura como postales de una lastimosa normalización de la violencia.

  Los ataques a iglesias se remontan a la Región de Araucanía en 2014, vinculados a los sectores más radicalizados al interior del movimiento mapuche, la Coordinadora Arauco Malleco (CAM) y Weickan Auka Mapu (Territorio Rebelde en Lucha). Sus dirigentes consideran que la Iglesia es parte del estado chileno. Anuncian erradicar la presencia estatal y la influencia de la fe cristiana entre los mapuches. Durante 2016 fueron quemadas 16 iglesias católicas y evangélicas en la misma zona. Al año siguiente, quedaron destruidas por el fuego 8 iglesias. A la bandera de las reivindicaciones mapuches por tierras y demandas por conflictos no resueltos, se han ido sumando agrupaciones anarquistas, protagonistas de la guerrilla setentista, bandas narcotraficantes y delincuentes zonales. La prédica permeable alcanzada por párrocos y pastores en el frágil entramado social de la Araucanía, es mirada con desconfianza por todos esos núcleos. El amedrentamiento gana espacio en esas comunidades, en las que la inmensa mayoría de los mapuches rechaza los atentados incendiarios. La conflictividad en el sur chileno prosigue en una escalada sin fin, en un territorio de altos niveles de pobreza, donde las iglesias quemadas sólo representan una parte de ese rompecabezas. Desde hace años el fuego devora con avidez propiedades rurales, emprendimientos forestales y energéticos, flotas de camiones y vehículos policiales. Cada vez son más frecuentes las encerronas con armas largas a patrullas de seguridad y periodistas en la llamada “zona roja” (Araucanía, Biobío, Los Lagos y Los Ríos). La rápida depreciación en el valor de las tierras arrasadas abre espacio a especulaciones inmobiliarias, corruptelas locales y al crimen organizado. El largo brazo de esa violencia se expande de a poco hacia el lado argentino.

  La visita papal de Francisco a Chile transcurrió en un contexto de 13 atentados incendiarios a iglesias de las regiones de Araucanía y Santiago, entre enero y octubre de 2018. Los ataques iban acompañados de grafitis y panfletos en contra de la presencia del pontífice. La presidenta Michelle Bachelet manifestó extrañeza por los ataques. La policía atribuyó su autoría a grupos anarquistas. Las misas públicas del papa distaron de ser masivas, como en otros lugares. Chile atraviesa un acelerado proceso de secularización desde que explotaran sonados casos de abusos sexuales en la iglesia local. Las denuncias en contra del sacerdote Fernando Karadima y su encubrimiento por la jerarquía eclesiástica, destaparon un infierno. Desde entonces, la iglesia chilena arrastra un pronunciado decaimiento en su valoración social. La Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica, consigna una caída del 70% al 45% en la población que dice ser católica, entre 2006 y 2020. La percepción de confianza en la iglesia registra el declive más pronunciado en América Latina, descendiendo de 77% en 1996 a 31% en 2020, según el Informe Chile 2020 de Latinobarómetro. El desplome de las religiones alcanza a las iglesias evangélicas, las que entre 2010 y 2020 experimentan una caída de 18% a un 8% entre sus feligreses. En el pasado queda una iglesia que abogó por los derechos humanos durante el régimen de Pinochet.

  En un escenario impregnado de intensas exteriorizaciones de enojo social, las múltiples oleadas de fuego sufridas por los templos en 2019 y 2020 significaron el peor ataque que sufriera la iglesia chilena. Anarquistas insurreccionales, organizados en células, condujeron la “primera línea” en los incendios de templos. Un conglomerado de diversas procedencias se incorporó a sus acciones, agrupaciones estudiantiles radicalizadas, anticlericales, feministas, barrabravas, marginales y narcotraficantes. El fenómeno narco incrementa su influencia en varias regiones, ante la presencia de un estado debilitado, aportando recursos logísticos y dinero. Desde el gobierno se responsabiliza a “minorías violentas”, si bien las investigaciones oficiales arrojan escasos resultados. Las agresiones pueden interpretarse dentro de una respuesta al poder que representa la Iglesia, confundiendo el mensaje evangélico con la Iglesia como institución. Los masivos ataques concentrados en lugares de culto, comercio minorista, supermercados, farmacias, bancos y edificios públicos, crearon un clima tendiente a erosionar y destruir alternativas democráticas. En ese contexto enrarecido, algunas quemas de templos son atribuidas a sectores de ambos extremos, con miras a azuzar una intervención militar o quiebre institucional.

  Chile se destaca en la región por contar con un sistema democrático y un estado con instituciones arraigadas. En los últimos 30 años alcanzó significativos niveles de crecimiento y progreso, expandiendo su economía y reduciendo la pobreza. Sin embargo hoy atraviesa su crisis social y política de mayor gravedad desde el retorno de la democracia. Una compleja combinación de expectativas sociales en ascenso y frustraciones, ocasionaron protestas en demanda de reformas y el reemplazo de la constitución heredada de la dictadura militar. El estallido pondría en relieve los desequilibrios y tiranteces del sistema. A pesar de las voces agoreras, las instituciones democráticas se mantuvieron en pie. En los próximos meses, sumergidos en un sistema en revisión, una alicaída clase dirigente recibirá la incorporación de emergentes liderazgos. Juntos tendrán que asegurar la gobernanza, cicatrizar heridas sociales, y acordar una nueva constitución.  

  Hace pocas semanas la fundación Ayuda a la Iglesia Necesitada de España otorgó el Premio Libertad Religiosa 2021 al sacerdote chileno Pedro Narbona, párroco de dos iglesias incendiadas en Santiago, en mérito a su ejemplo inspirador ante la hostilidad y su firme defensa en la reconstrucción espiritual de sus comunidades. Al recibir la distinción, dijo: “Podrán quemar el templo, pero lo importante es la fe que está en nuestro corazón. La parroquia de la Asunción somos cada uno de los feligreses, más allá de la estructura material”. Narbona opina que “estos atentados se producen porque como sociedad no hemos sido capaces de crecer en la cultura del diálogo. No se puede comenzar a construir un país destruyéndolo”.

  El impacto psicológico de los templos flamígeros es tremendo para los creyentes en cualquier lugar del mundo. Un acoso constante se desarrolla en Chile desde hace siete años a la libertad de cultos. ¿Por qué los centros de culto se encuentran en la mira de sectores violentos? Arrastrados por una degradación de la democracia, las religiones parecieran ser percibidas como enemigos establecidos en el entorno. En el interior de sus paredes, los templos albergan símbolos con los que una comunidad se siente identificada, destruirlos supone un golpe bajo contra su idiosincrasia. El vandalismo de turbas incendiarias no es democracia, escribía José Ortega y Gasset desde su columna en El Sol, en la convulsionada España de 1931: “Quemar, pues, conventos e iglesias, no demuestra ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas”. La esperanza es que la nueva era constitucional chilena logre satisfacer las demandas en pos de mejores equilibrios sociales, en un ámbito democrático de respeto y protección a la independencia de las instituciones y las libertades fundamentales. Cualquiera de las principales religiones posee un componente esencial en la consolidación de los valores de una sociedad y en la capacidad de generar instancias de diálogo y acuerdos.

Hernán Santiváñez Vieyra fue Cónsul General de la Argentina en Chile

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