Capitalismo inclusivo en Argentina

Vemos crecer día a día el diagnóstico de que muchos problemas del país radican en lo que se ha dado en llamar “la grieta”. Es decir, en la polarización de visiones y la dinámica que se establece, excluyendo compromisos para la solución de problemas acuciantes como la política para mitigar los efectos de la pandemia del COVID-19, la recuperación económica, la inflación, el desempleo, la pobreza, la educación, etc.

La mayoría de las personas en nuestro país prefieren un sistema democrático donde cada uno pueda expresar libremente sus ideas, elegir a los candidatos que más los representen, y, con algo más de dificultad, nos podríamos acostumbrar a lo positivo de la alternancia. Lo que la grieta imposibilita, al excluir la formación de consensos –puntuales, pero necesarios– es la formulación de políticas de Estado eficaces, y así se torna imposible solucionar los problemas.

Por esto la democracia queda “renga” en los resultados de desarrollo económico y social, y esto es peligroso porque siempre hay pequeños grupos dispuestos a ir en contra de ella.

En el campo económico, es decir, cómo encontrar puntos de equilibrio con mejores resultados, creemos puede ser útil la idea de un “capitalismo inclusivo”.

Los debates al interior del capitalismo y sus formas

Comencemos por explicar lo que entendemos por capitalismo. Es un sistema económico basado en el “capital”, que en su primera acepción consiste en bienes de producción. A diferencia de los bienes de consumo que se aplican a la satisfacción de necesidades humanas, los bienes de producción se definen como “intermedios” porque son los que sirven para producir otros bienes. Por ejemplo, máquinas, transportes, computadoras, etc. Al dinero se lo llama también “capital” por extensión, porque es posible de ser cambiado por bienes de producción, si no es un mero medio de cambio. El punto central del capitalismo es que el excedente o ahorro disponible se utilice para acumular bienes de producción (inversión productiva), lo que posibilita el crecimiento de la producción y crecimiento económico.

Entre paréntesis, el capital en la actualidad tiene un sentido mucho más alto, centrado en la persona humana, como capital humano (educación y conocimientos para la producción), capital científico y tecnológico, capital social (vínculos y relaciones que sirven para organizar la producción), etc.

Existe una polémica de larga data al interior del capitalismo en cuanto a la propiedad y el uso del capital. Las principales opciones son que sea privada o estatal. La primera lleva a la pregunta ética de si el crecimiento del capital en manos privadas lo hace sirviendo al consumidor, y en ello a la sociedad, o no, como veremos en breve. La propiedad exclusivamente estatal de los medios de producción ha dado resultados contraproducentes –es el caso de la economía soviética–, y por ello no la desarrollaremos. La casi totalidad de los países tienen sistemas mixtos que aceptan en diversas proporciones tanto la propiedad privada como la estatal.[1]

En muchos países la mayor proporción es la propiedad privada, y aquí es donde podemos retomar la pregunta de cómo poner el capital privado a beneficio de la sociedad.

Una respuesta muy extendida es que el intercambio en mercados libres (por ejemplo, mercado de trabajo, de bienes o servicios), donde cada agente busca de su propio interés, deberá encontrar la forma de responder a la necesidad, o deberá beneficiar indirectamente a otro, con el cual se desea intercambiar.

Probablemente éste sea el tema más debatido al interior de la ciencia económica, y es así porque esta lógica es parcialmente correcta, mejor dicho, solamente correcta si se dan una serie de condiciones importantes. Para que el intercambio beneficie a ambas partes deben verificarse que los agentes resuelvan acuerdos libres y voluntarios, en el que cada parte se entienda beneficiada. Pero puede verificarse un intercambio de hecho, y, sin embargo, una de las partes verse engañada, o forzada en diversos grados por las circunstancias a aceptar un intercambio no del todo beneficioso, o directamente perjudicial. Puede, por ejemplo, existir engaño o fraude. Puede suceder, asimismo, que no hayan existido suficientes alternativas, es decir, falta de competencia. El caso más evidente es el monopolio, es decir, un único proveedor. Pero pueden constar alternativas aparentes, y sin embargo acuerdos informales o formales (colusión o carteles), que restringen las posibilidades, generan posiciones privilegiadas y situaciones cuasi-monopólicas.

En definitiva, para que haya un intercambio libre y voluntario debe existir un cierto equilibrio en el poder de negociación y de la información disponible en ambas partes, posibilitado por la existencia de alternativas y abundancia de información transparente. Todo esto alimenta el alma de la economía de mercado, que es la confianza. Si esto no se cumple, la balanza se inclina a favor de la parte con mayor control, poder de negociación o disponibilidad de información. Así puede desarrollarse un “capitalismo salvaje”, como lo llamó, alertando de sus potenciales resultados, Juan Pablo II en Centesimus Annus, o Francisco cuando se refiere a una economía de la exclusión y del descarte.

Las consecuencias son la inequidad, y luego el conflicto social. Históricamente, cada vez que se impuso un optimismo ingenuo en el mercado, sin reconocer las condiciones para que los intercambios lleguen a buen puerto, luego crecen la desigualdad, los conflictos sociales y las soluciones autoritarias de diversas orientaciones. ¿Podemos encontrarnos hoy en medio de ese camino? ¿Estamos a tiempo de evitarlo? Esperemos que sí. Propuestas de diversas formas de un capitalismo inclusivo pueden ayudar a ello.

¿En qué consiste el capitalismo inclusivo?

Podemos llamar capitalismo inclusivo al sistema económico que reconoce e incentiva la iniciativa individual o grupal para los emprendimientos y la inversión productiva. Si bien se  reconoce que en ese esquema hay una tendencia a distribuir los resultados de la producción entre los que intervinieron, tiene una serie de instituciones para reforzar esa tendencia y tratar de garantizar la difusión social de los beneficios.

Entre las instituciones para la organización del sector privado se encuentran la propiedad, la empresa (organización de la producción), y el mercado, necesario para conectar la oferta de bienes y servicios con la demanda y las necesidades. El núcleo de este arreglo reside en que en el intercambio para que una parte logre su fin, necesita coincidir y responder a la utilidad de la otra parte; de lo contrario, el intercambio no se realizaría. Por lo tanto tiende a satisfacer a ambas partes, pero sólo si se verifican una serie de condiciones.

Un problema del capitalismo “no inclusivo” es soslayar estas condiciones, y suponer un cierto automatismo en ello. Es aquí donde entra el rol del Estado, que además de reconocer las instituciones de la propiedad, las formas empresariales y los contratos, tiene ciertas instituciones adicionales para garantizar las mencionadas condiciones.

Un primer elemento es la existencia de la “competencia”, es decir, “alternativas” de oferta y demanda. Si esto no se verifica, un actor puede tener más “poder de mercado” e inclinar la balanza del beneficio mutuo a su favor, reduciendo el de la otra parte. Un problema del capitalismo “no inclusivo” es que recurrentemente da por hecha la competencia, pero de no verificarse la concentración económica, tiende a generar problemas en la distribución del ingreso.

Existe otra interpretación deficiente: la que interpreta a la competencia como “individualista” o como darwinismo (que no es lo que plantea el capitalismo inclusivo). Con esto se aceptan los monopolios, justificando mayor autoritarismo por parte del Estado para su control, pero es muy común que ambos poderes tiendan a entenderse, con lo cual se desemboca en el “capitalismo de amigos”, donde un poder concentrado en el sector estatal se conjuga con un poder concentrado en el sector productivo, resultando en instituciones extractivas diseñadas desde el poder para el beneficio propio.  

En segundo lugar, en el capitalismo inclusivo se entiende al mercado de trabajo como un mercado especial donde fácilmente puede darse una asimetría en el poder de negociación entre capital y trabajo. Aquí aparecen tres opciones. Por un lado, aceptar o racionalizar la asimetría a favor del capital, pero esto lleva a resultados inequitativos, y al posterior conflicto. La segunda opción es que, a través del Estado, se cambie la asimetría en la otra dirección, hacia el trabajo, lo que puede desincentivar la inversión y el empleo. Por último, la solución del capitalismo inclusivo reside en aceptar la asociación de capital y trabajo, y que se negocien salarios y condiciones laborales garantizando cierta paridad en el poder de negociación, supervisada por un Estado, subrayamos, imparcial.

En la medida en que tanto la defensa de la competencia y la libertad de asociación son necesarias pero no suficientes para garantizar la inclusión y la difusión social de los beneficios del sistema productivo moderno, se fueron desarrollando las políticas sociales del así llamado “Estado de bienestar”. Así aparecieron regulaciones favorables a los trabajadores, asistencias para evitar la pobreza o para salir de ella, un sistema de seguros mutuales (riesgos de trabajo, jubilaciones, etc.), y la provisión de salud y educación pública garantizada. Para financiar estas medidas, se desarrolló un sistema tributario progresivo que comenzó ya en la segunda mitad del siglo XIX y se profundizó en la segunda posguerra, luego de la gran depresión de los ‘30.

Asimismo, durante ese período se desarrolló la política macroeconómica (monetaria y fiscal) contra-cíclica, para evitar las grandes recesiones con desempleo, complementada, luego de los años ‘70 del siglo pasado, por una conciencia sobre la lucha contra la inflación. Con esto llegamos a la cuestión de que una política macroeconómica contra-cíclica, que evite por una parte las recesiones con desempleo, pero también la elevada inflación, es indispensable también para el funcionamiento de un capitalismo inclusivo.

En síntesis, los cinco elementos centrales de un capitalismo inclusivo son: la propiedad privada, la empresa, los contratos que permiten el despliegue de la libre iniciativa, el emprendimiento, la inversión y el sistema de intercambios; la defensa de la competencia para evitar los acuerdos privilegiados entre privados o entre privados y el Estado; la libertad de asociación de empresarios y trabajadores para negociar salarios y condiciones laborales con cierta equilibrio en el poder de negociación, supervisado por un Estado imparcial, los seguros y políticas sociales del Estado de bienestar financiado por impuestos progresivos, y una política macroeconómica contra-cíclica, capaz de evitar la alta inflación y las recesiones con desempleo.

Ejemplos y una brevísima referencia histórica

Las experiencias más significativas de capitalismo inclusivo han sido el New Deal del presidente F. D. Roosvelt, luego de la “Gran depresión” de los años ‘30, de la que el presidente actual de Estados Unidos, Joseph Biden, ha planteado una propuesta aggiornada: la implementación de políticas monetarias y fiscales activas (llamado también Green New Deal, por su dimensión medioambiental), el revival de la defensa de la competencia por los gigantes tecnológicos, el aumento de la progresividad impositiva, así como el reciente acuerdo sobre tributación mínima corporativa a las empresas del G-7, entre otras medidas.

El otro ejemplo muy difundido es la experiencia de la Economía Social de Mercado en Alemania y Europa. Alemania llega a este enfoque en la segunda posguerra, luego de una experiencia de democracia liberal débil y del totalitarismo auto-destructivo del nazismo, habiendo pasado, asimismo, por la hiperinflación de los años ‘20 y por la gran depresión de los años ‘30. Luego de la segunda guerra mundial, se produce un consenso entre los principales partidos políticos. Se parte del rechazo de la violencia y de la guerra (acuerdo Franco-Germano), se dicta una Constitución que garantiza derechos individuales y sociales, y se adopta la Economía Social de Mercado, con un Estado imparcial balanceando entre ambos requerimientos. Otro ejemplo interesante de influencia de este enfoque es la transición española, dado que tiene relevancia en el plan de estabilización de 1959, así como luego en el proceso de incorporación a la Unión Europea.

En Latinoamérica, desde la época del Consenso de Washington, hubo un grupo de países que garantizaron una economía de iniciativa privada, con estabilidad macroeconómica y políticas sociales puntuales. Pero la defensa de la competencia no se aplicó de forma significativa y las relaciones capital-trabajo armonizadas no estaban dentro de la propuesta. Si bien hubo avances, también los beneficios tendieron a distribuirse, a mediano plazo, de modo menos equitativo. Por otra parte, intentos de Estados de carácter autoritario con una justificación social tendieron a concentrar poder político y económico, pero a costa de desalentar la iniciativa privada y la inversión, generando “capitalismos de amigos” y los resultados sociales se han visto coartados también a mediano plazo.

El núcleo de la incapacidad en la Argentina

Nuestro país es un caso especial, históricamente el más avanzado en Latinoamérica en incorporar elementos de un capitalismo inclusivo. Cuenta con los elementos institucionales para implementarlo (por ejemplo, los artículos 14 y 14 bis de la Constitución Nacional) pero no logra utilizarlos de modo armónico o administrarlos de forma adecuada.

Históricamente se desarrollaron los dos aspectos del capitalismo inclusivo: fomento a la iniciativa privada y sistema de refuerzo de la difusión social de los beneficios, pero de modo conflictivo, y no se logró un consenso suficiente y estable sobre la necesidad de ambos elementos fundamentales. Y fue central la interpretación deficiente de los roles del Gobierno y del Estado, y no consolidaron gobiernos con un Estado que armonizara los elementos productivos y distributivos, los individuales y los sociales, arbitrando del modo más imparcial posible los inevitables compromisos y conflictos de interés. Más bien se concretaron gobiernos que, de acuerdo a las alianzas que los impulsaron a llegar al poder, retribuían esos apoyos con políticas favorables y privilegios a esos grupos de interés.

Se desarrolló entonces un Estado “juez y parte” que “inclina la cancha” a favor de su propio bando, otorgando subsidios o exenciones y todo tipo de ventajas (privilegios) a los grupos de su coalición. Si empleáramos una metáfora futbolística, hablaríamos de un referee que no actúa haciendo cumplir el reglamento como se espera, sino que favorece a uno de los dos equipos que compiten.

No podemos sorprendernos de no se hayan logrado los resultados esperados. Dado que el desarrollo equitativo y sustentable queda más y más lejos, se produce la lógica des-legitimación de las instituciones y las sensaciones de decadencia, impotencia y desaliento, con lo cual se hacen más patentes los peligros de la profundización de la corrupción. 

Esto se ha “camuflado” bajo el relato de la polarización ideológica y la “grieta”, es decir, usando al bando contrario como “chivo expiatorio” al que se le asignan todas las culpas, tratando con ello de disimular la propia responsabilidad. Pero ese recurso parece estar agotándose y se abre un período de cambio abierto y peligroso: se puede cambiar en la dirección de un capitalismo inclusivo, reencauzando el camino, o subir la apuesta de la polarización, dando pasos en la dirección de la violencia. El contexto internacional es incierto y polarizado de por sí en una aparente nueva competencia bi-polar, que podría alimentar los escenarios negativos, pero no habrá en esa línea solución estable ni resultados equitativos y sustentables.

La Argentina no necesita más instituciones ni más políticas públicas o económicas, sino recuperar el rol y la función que tienen en su complementariedad. Recobrar la “sabiduría política o colectiva” acerca de cómo emplearlas de modo armónico para orientarlas en la dirección de un desarrollo equitativo y sustentable. Tampoco hacen falta nuevas leyes sino cambiar la lógica con la que se las crea, utiliza y des-cumple.

Es tiempo de trabajar en ampliar los consensos. Apuntar a resolver los principales problemas de modo que se repartan de forma equitativa o proporcional los costos y beneficios de cada política necesaria. Así podrían ser cumplidas, perdurar y, a su tiempo, brindar los resultados esperados. Si algo no funciona, o puede funcionar mejor, se las reforma y mejora.

Esto implica, ni más ni menos, que recuperar la primacía del Congreso de la Nación, el cual puede muy bien ser alimentado o secundado por el nuevo Consejo Económico y Social. Pero básicamente se requiere cambiar la “lógica de la interacción” entre liderazgo político y actores socio-económicos. Claramente pueden contribuir los intelectuales y una opinión pública esclarecida. También los medios de comunicación, que lamentablemente muchas veces terminan siendo amplificadores de la lógica de la “grieta”. Se podrá decir que es muy difícil pero no podemos esperar resultados distintos a los obtenidos si no cambiamos nuestra acción.

¿Dónde comenzar en el aquí y ahora?

Si queremos partir de una composición de lugar concreta, que comience por revertir los malos resultados actuales, deberíamos formularnos la siguiente pregunta: ¿qué condiciones se requerirían para un capitalismo inclusivo en la Argentina? En principio, evitar las condiciones que aumentan la pobreza. Es decir, impedir por todos los medios la inestabilidad macroeconómica, evitando la alta inflación y las recesiones con desempleo (por ejemplo, la crisis de 1989 o del 2001, dado que la del COVD-19 es mayormente exógena, si bien no son neutrales las políticas que se implementan para atenuar sus efectos). Sin embargo, siguen existiendo grupos que no terminan de consensuar la necesidad de estabilidad macroeconómica, y menos de cómo lograrla, cuando es evidente que la base son políticas monetarias y fiscales prudentes y sustentables.

En segundo lugar, es necesario mejorar las condiciones de inversión para la producción y el trabajo digno; con estabilidad macro, impuestos racionales y regulaciones simplificadas. También se requiere un sistema de seguridad social provisto por el Estado y viable económicamente, con un diseño que efectivamente saque a la gente de la pobreza (que los asista sólo hasta que puedan conseguir trabajo, incentivando su búsqueda), en lugar de conservar a las personas en esa condición, que es efecto del clientelismo político, presente en el populismo.

Pero muy especialmente se requiere disolver los mecanismos que posibilitan posiciones de privilegio de origen tanto estatal como económico. Que los funcionarios y políticos tengan éxito cuando sirven a los ciudadanos, en lugar de hacerlo extrayendo recursos y otorgando privilegios a las facciones que los apoyan en contra del bien común.

Por esto es necesaria la alternancia en el poder, la división y el control entre poderes del Estado, la primacía de la ley y el federalismo. En el sector de la economía sucede algo análogo: se requiere que el éxito económico se produzca por el servicio al consumidor. Esto es así cuando se cumplen las condiciones que mencionamos antes –en particular la competencia– en lugar de acudir al Estado para lograr un mercado cautivo o coludir para evitarla.

En este campo es importante mejorar las capacidades técnicas y de autonomía en el Estado, y favorecer las “condiciones de competencia” en la economía. Esto implica erradicar los mercados cautivos o cuasi, diseñados por la política y los empresarios rentistas; combatir a los monopolios y cuasi monopolios, los vacíos regulatorios, etc.

Si se aplican estas políticas, veremos que el éxito se alineará más con el mérito –entendido como servicio al otro– en lugar de estar determinado por privilegios cruzados entre política y economía, el mal llamado “capitalismo de amigos”. La dirigencia debería incorporar estos conceptos si pretenden que la desconfianza actual en ella y en nuestras instituciones, comience a ser revertida.

¿Cómo puede ser posible este cambio? La opinión pública detecta que el recurso al chivo expiatorio, por el cual se acusa de los males del país al sector enfrentado por el signo político propio, es sólo una táctica que encubre la responsabilidad compartida. Los resultados de estas conductas son demasiado evidentes para poder seguir ocultándolas. Por el contrario, hay que afianzar ese camino: la formación de una opinión pública clara en estos puntos y el cambio de mentalidad, de cultura y de comportamiento de una dirigencia para que esté a la altura de las circunstancias.


[1] China compensa por mano de obra barata y confiable, y ahora por tamaño del mercado interno.

Marcelo F. Resico es Doctor en Economía y Director del Programa de Desarrollo e Instituciones de la UCA

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